Desde Barcelona

UNO Rodríguez va sentado en ese pequeño pero certificado milagro del tren AVE que es el llamado “Vagón Silencio”: un sitio donde están prohibidos los niños, las conversaciones en voz alta y, sobre todo, los adictos a los teléfonos móviles convencidos de que viajan en una extensión sobre rieles de su oficina desde donde emitir órdenes, contar chistes malos, y no privarse de ese comentario inevitable: “¡Que te hablo desde el AVE!” Gente a la que Bill Murray dedicaría primero despectiva ceja enarcada para después hacerles algo. Rodríguez no sabe muy bien qué pero, seguro, sería algo que los dejaría sin palabras. Y él, ahora, en el Vagón Silencio, Rodríguez mira a un Bill Murray sin palabras, en la pequeña pantalla sobre su asiento, en una película que ya vio en su casa y que se llama St. Vincent. La ve como si fuese muda: rechazó los audífonos para concentrarse en las expresiones de Bill Murray allí. Gran actor, sí. Bill Murray con una mirada dice más que mil palabras. Y, de acuerdo, St. Vincent no es una gran película y Bill Murray ha protagonizado muchas, demasiadas, no grandes películas (y, por no revisar mensajes en su ya legendario contestador automático no apareció en Batman, Philadelphia, Forrest Gump, En busca del arca perdida, Monsters Inc., Rain Man, Star Wars, Toy-Story, The Squid and the Whale y Splash entre otras). Pero toda película con Bill Murray es, en realidad una película de Bill Murray. Incluso las, supuestamente, de Wes Anderson como Rushmore o The Life Aquatic. O aquellas –como The Royal Tenenbaums, Zombieland, Tootsie, Ed Wood, Kingpin, Little Shop of Horrors–donde le bastan unas pocas escenas para quedarse con todo. Pero St. Vincent no entra en ninguna de estas categorías. Tampoco es digna de entrar al Canon Murray donde –elijan las suyas– están Lost in Translation, The Razor’s Edge, Mad Dog and Glory, Groundhog Day, What About Bob?, Scrooged, Ghostbusters, Broken Flowers o Hyde Park on Hudson y las ya mencionadas con Wes Anderson pero de Bill Murray. Aunque St. Vincent tiene el perverso encanto de ser el film en el que Bill Murray, por una vez, parece haberse dicho: “O.K., voy a hacer todo lo que se supone debe hacer un actor norteamericano para que de una puta vez me den un Oscar, ¿sí?”. Y Bill Murray lo hizo: St. Vincent no solo cuenta con madre abnegada, sacerdote querible y niño un poco freak pero adorable. También y por encima de todo y de todos: un Bill Murray característicamente gruñón, malhablado, alcohólico pero, además, marido abnegado de su esposa con Alzheimer, protector de una prostituta extranjera y embarazada y, hey, víctima de un pequeño derrame cerebral (que lo obliga a escenas de enfermo en rehabilitación) y, hey-hey-hey, veterano condecorado de Vietnam (y pocas cosas seducen más a la Academia que un enfermo patriota). Y, al final, un final para sacar los pañuelos. Pero, claro, Bill Murray es Bill Murray y se reserva para la escena de créditos finales y pone todo en su sitio. En el sitio de Bill Murray: allí, Bill Murray aparece con un walkman, fumando, y cantando encima de otro que siempre hizo y sigue haciendo lo que se le canta: Bob Dylan y su “Shelter from the Storm”. Y de pronto todo parece una obra maestra aunque, por supuesto, a Bill Murray volvieran a no darle el Oscar. Es más: volvieron a ni siquiera nominarlo para el Oscar. Y, seguro, puso la misma cara de nada-todo que Rodríguez cuando se enteró, la pasada Semana Santa, que la ministra de Defensa había ordenado que la bandera española ondease a media asta en todos los cuarteles en señal de duelo por la muerte resucitada de un tal Jesucristo. Y, ahora que lo piensa, Murray sería un gran Nazareno de película: ese constante rictus entre resignado y asqueado por, Padre, esa imperdonable raza humana que no sabe lo que hace y que es una cruz.

DOS De todo lo anterior –y de mucho más, para placer extático de los muchachos murrayistas– hablan libros más o menos recién aparecidos como la encyclopaedia murraynicca que es The Big Bad Book of Bill Murray: A Critical Appreciation of the World Finest Actor a cargo de Robert Schnakenberg (Quirk Books), el manual de auto-ayuda pseudo-zen Cómo ser Bill Murray de Gavin Edwards (Blackie Books) y Yo, Bill Murray, de Marta Jiménez (Bandaaparte Ediciones). En todos ellos anécdotas demenciales (como haber aceptado por error ser la voz del gato Garfield convencido vaya uno a saber por qué de que se trataba de un proyecto de los hermanos Coen); gestos conmovedores (como financiarle a Anderson una escena de su bolsillo cuando el presupuesto ya no daba para más); enfrentamientos con colegas (Chevy Chase, Lucy Liu, Richard Dreyfuss entre muchos otros); su poco ortodoxo modo de conducir y en ocasiones chocar su carrera; sus demenciales e imprevisibles apariciones en los sitios menos pensados (obras en construcción donde lee poesía a los trabajadores, bautizos, bodas, funerales a los que no fue invitado; hay blogs y sites enteros dedicados a estos avistamientos) o robándote las patatas fritas de tu plato con un “Aunque lo cuentes, nadie te va a creer”; y su ya legendaria desaparición de los lugares y sets que solía frecuentar para estudiar filosofía e historia en La Sorbonne. Por supuesto: el libro incluye divorcios, adicciones, fracasos y una de las reinvenciones como icono hip-cool-tweet-cult más meritorias en la historia que Bill Murray explica así: “La clave está en escoger guiones buenos sin preocuparme demasiado si lo que me tocará es un protagónico o un secundario; y disfrutar de este gratificante equívoco de haberme convertido en una suerte de actor fetiche para los mejores directores jóvenes que, además, se ponen a escribir personajes pensando nada más que en mí... Digamos que tuve la suerte de ser loco al principio y cuerdo al final; no conviene empezar cuerdo y terminar loco”.

Rodíguez empezó cuerdo y va a terminar atontado.  

TRES Rodríguez una vez leyó a su escritor argentino no de cabecera (pero con cuya cabeza se cruza y se enreda) afirmar que “todos los hombres que vimos Lost in Translation sufrimos en su momento una lamentable equivocación: no estábamos enamorados de Scarlett, lo que en realidad queríamos era ser Bill Murray”. Parafraseando aquella canción que el hombre canta en aquel karaoke de Tokyo: “More tan Bill… You know there is no one”. O aquella otra que suena, mañana tras mañana, en una radio-despertador: “I want you, Bill”. 

Hasta el infinito y más allá y por los siglos de los siglos o, al menos, hasta el estreno de Isle of Dogs, la próxima de Bill Murray con Wes Anderson dirigiendo.

Por lo pronto, Murray ya averiguó cómo ser inmortal: ha donado su calavera a un teatro para ser utilizada a perpetuidad en el papel del bufón Yorick en mano de ese inestable príncipe dinamarqués. “Es un muy buen personaje, exige poco trabajo, el guión es muy bueno, y exigí figurar en el programa como Cráneo: Bill Murray”, comentó Bill Murray con esa cara de Bill Murray.

Para entonces Hamlet ya no será de William Shakespeare.

Hamlet será, sí, una/otra de Bill Murray.