Dado que no elegimos nacer, ni nuestro nombre, ni la extensión de nuestros dedos, ni la suerte amorosa que poblara nuestra existencia. 

Dado que, la vida urde su trama sin prácticamente la intromisión de nuestra voluntad.

Dado que hay tanto de impropio y ajeno en lo que constituye una vida. ¿Cómo presentarme ante un semejante?

Una niña le dice a su madre, con cierto aplomo:

-¡En el futuro las flores serán horribles!

-¿De dónde sacaste eso? -replica la mamá.

-! Porque yo lo digo ¡-  sentencia la niña.

Una presentación, elegir palabras que me representen ante otro, ¿tendrá un núcleo de sentencia disparatada?

El yo es una maraña de superstición, la libertad un desvarió, “mañana es solo un adverbio de tiempo”, y Dios no progresa, no puede, su perfección, su infinito poder, es su mismísima impotencia. Los humanos estamos hechos a su imagen y semejanza o viceversa. 

En todo caso no hay progreso. Cada hombre es el primero, exilio o emancipación de cierto estado natural -por nominar un misterio- luego dominar el fuego, cambiar el curso del agua, nombrar los asuntos del mundo, y sostener sobre su espalda, el atronador misterio de la muerte, esa palabra que usamos para designar un abismo insondable, sin valores ni contrastes, un mas allá, del cual ningún sentido podemos extraer.

Pero también es cierto que en ese brevísimo periodo entre nacer y morir, en ese discurrir entre la estupidez y la lucidez, además de la crueldad ocurre su contracara: la ternura. Y empresas humanas extrañas a la necesidad y el instinto pujan por vertebrar otro mundo. Son las condiciones que dan lugar al arte, ese ejercicio inútil.

En medio del enconado desinterés por el prójimo, alguien pinta un cuadro y alguien escribe novelas. Seres que se aventuran en empresas inútiles. Solitarios, acompañados por fantasmas atemporales en un mundo desvencijado por la decadencia, que propaga un continuo adelgazamiento de lo vital, que señala un camino ruinoso hacia la extinción de lo que palpita y florece, que exige el sacrificio de sí.

Hay seres que se demoran, acaso, en una contingencia trivial o en una fe pisoteada, o pueden ver que “hasta mi perro, me busca en tu puerta, cuando me le pierdo”,  cautivos en esta normalidad que, entre otras cosas, se compone de ligeras monstruosidades, de pequeñas acostumbradas aberraciones. 

 Desasirse, aunque mas no sea, momentáneamente, de este sucio caos y no convalidar el absurdo, produciendo un hecho artístico, es un bello escándalo, “como una flor”.

Charles Darwin decía que los animales domésticos tienen las orejas caídas, y parece probable, que se debe al desuso de los músculos de las orejas, porque raras veces se sienten muy alarmadas.

¿Que ocurre con nosotros? Vivimos alarmados, como animales a merced permanente de sus depredadores. La omnipresente inquietud de la inminencia de un desastre, acompaña los días y las noches.

El arte es también provocar la zozobra de la realidad, con sus coherencias, sus consistencias y su inapelabilidad. Y ahí en su cuerpo lacerado, vislumbrar su médula disparatada.

Desde tiempos antiquísimos hay hombres que cada vez que ven el mar lo hacen por primera vez. Hay hombres cuyo arte convierte los mapas en inútiles y aturde el norte de las brújulas. 

Por lo general, poco me entusiasma la humanidad. Mi apocada esperanza, la sitúo en el arte.