Por Diego Trerotola

“Soy un cristal humano desapareciendo entre la lluvia mientras muevo mis manos y brazos invisibles y grito mis invisibles palabras. Estoy desapareciendo pero no lo suficientemente rápido”, escribe David Wojnarowicz (1954-1992) en su diario íntimo un año antes de su muerte, en medio de una nueva reconfiguración de su realidad producida por el sida, y esas palabras primero fueron visibles en su cómic póstumo Seven Miles a Second que había comenzado junto James Romberger. El desplazamiento de las formas creadas por Wojnarowicz siguen dando vueltas desde su muerte con el mismo vértigo con que recorría las calles de New York como prostituto adolescente o viajaba por Argentina como artista en el primer año de la primavera democrática. Porque en 37 años de vida, Wojnarowicz tuvo tiempo de ser, entre otras cosas, taxiboy, escritor, punk, músico, pintor, fotógrafo, activista, cineasta, performer, historietista, poeta y escultor, aunque siempre sus biografías puedan excluir una o más de sus actividades, sus maneras de materializar su pulsión particular, que puede ir de una vigilia áspera al sueño distópico o la pesadilla líquida, con una dimensión interrogativa y política siempre queer. No solo fue un artista multidisciplinario, también su activismo se precipitó en diversas disciplinas, llegando hasta hoy como un híbrido caleidoscópico que las recientes muestras de su obra y un documental estrenado en 2020 tratan de reconstruir, reinstalando su figura como ineludible para la cultura contemporánea.

Los diarios que Wojnarowicz dejó como legado a su amante Tom Rauffenbart son una pieza con perspectiva propia, ampliando ese intimismo extremo de los libros que publicó en vida y que lo confirman como un escritor prodigioso. Como sus primeras poesías publicadas o como su último libro, Recuerdos que huelen a nafta (1992), esta edición de sus diarios de la editorial Caja Negra viene con docenas de ilustraciones, entre fotografías y dibujos, que siguen trazando un recorrido visible del grito de su imaginación en llamas con que enfrentó al mundo. A diferencia de los diarios de Joe Orton, Andy Warhol y Keith Haring, o del libro donde Burroughs anotaba sus sueños, por nombrar artistas queer muy cercanos, Wojnarowicz puede hacer que lo pedestre llegue a su paroxismo a través de un onirismo lúcido, palpable y no meramente mental, una experiencia envolvente y táctil, como una música incidental del éxtasis que vibra hasta derrumbar nuestro hábitat para permitir que pisemos firme sobre los propios escombros, las ruinas de un lugar en transformación. 

 

ADELANTO EXCLUSIVO DE LOS DIARIOS DE WOJNAROWICZ 

24 DE ABRIL DE 1989

Playa del Carmen, México

Un sueño. Me encontraba en Times Square, la misma zona donde trabajé levantando tipos por la calle durante toda mi adolescencia, solo que ahora siendo mayor y teniendo la edad que tengo. Es de noche, parece un sábado por la noche, las calles están plagadas de extranjeros caminando en todas las direcciones, turistas ansiosos de neones y de enormes anuncios publicitarios, personajes que pueblan la ciudad, yo con la sensación definitiva de que la gente se mueve con un propósito a un lugar que llevan ya planificado en sus cabezas, gente reservada, taciturna. Por momentos es como si entreviera una película centrada en ciertos movimientos de los cuerpos, de las piernas, transeúntes con la cabeza gacha, la irrupción de personas en medio del tránsito, cruzando calles. Estoy en la vereda de Broadway, a la altura quizá de un par de cuadras por encima de la 42, y miro una caja de cartón que está en la escalera de un portón de entrada y al lado de ella hay dos pajaritos, uno más pequeño y menos formado que el otro, dando saltitos en estado de pánico. Me detengo para alzarlos y meterlos en la caja de cartón, y el más pequeño abre su pico pidiendo comida. Parece hambriento, pero sobre todo pienso en lo sediento que debe estar, ahí sentado en medio de la vereda sucia.

Puede que sea la oscuridad del atardecer, puede que se trate del momento en que el sol empieza a asomar por el este aunque todavía está escondido tras los edificios, quizá sea medianoche, la luz es fluctuante, el pájaro más pequeño empieza a mostrar un atisbo de plumas y el otro, que está más crecido, ya las tiene, aunque todavía son cortas. Me alejo de la caja sintiéndome triste, no pienso hacerme cargo de ellos y cuidarlos porque en este sueño me encuentro consumido por la inquietud preguntándome qué hago yo en esas calles en ese momento. No soy consciente de tener una casa a la que poder ir, ni tengo idea de cómo llegué hasta allí. Es como si me hubieran dejado caer desde las alturas, como si todo el paisaje y el vecindario fuesen maquetas de trenes en miniatura, aunque los detalles particulares resultaran asombrosamente reales. Cruzo Broadway y la Séptima Avenida en mitad de un atasco de tráfico esquivando coches, conductores con los pies apretando los pedales, hay un tráfico terrible, como si fuese hora pico. Recuerdo haber visto a otras personas esquivando coches por las calles, finalmente alcanzo la otra vereda, sigo pensando en los pajaritos y siento que tengo que volver por ellos, zigzagueo de vuelta entre vehículos, otra vez a punto de salir atropelladohasta que llego a la caja junto al portón de entrada y me quedo pensando que si pudiera traer un nido lo metería dentro de la caja de cartón para que los pajaritos puedan estar abrigados y protegidos y calentitos.Hace un frío infernal, el cielo está oscuro, llueve, la luz tiene un halo helado, las veredas, el aire de este sueño, un cilindro de cartón de un rollo de embalaje aparece en mis manos. Yo estaba pensando en un nido y este tubo termina en el interior de la caja, los pajaritos se meten en él inmediatamente y un pedazo de chapa o de cartón surge súbitamente sobre el cilindro, sellándolo con los pajaritos en su interior. Dejo todo tal cual, así al menos no van a poder salir de ahí y perderse o terminar siendo asesinados. Cruzo otra vez la calle pensando en algún colirio de farmacia que podría haberles dado para beber, me pregunto si su venta seguirá siendo legal en Nueva York, pienso también en pan mojado para darles, hasta que me veo a mí mismo entre la 42 y la Séptima caminando hacia el oeste, con sus salas de cine una al lado de otra y la oscuridad recordándome mi infancia y las calles repletas de gente yendo y viniendo en todas las direcciones. A pesar de la intensidad de todo ese movimiento a mi alrededor me invade una sensación de anonimato y es como si todas las calles de la ciudad estuviesen vacías, vacías de gente, de casas, de coches, de movimientos y de sonido. De pronto es como si me hubiese agigantado y estuviese viendo desde atrás la imagen filmada de mí mismo. Veo mi torso, la parte de atrás de mi cabeza recortada casi como una sombra sobre el atardecer, la luz fluye desde el oeste a través de la 42, y empiezo a gritar. Veo las rejas de las marquesinas de los cines y los títulos de las películas en cartel. Veo relucir el asfalto entre la Séptima y la Octava bajo el tinte de aquella luz como si las calles estuviesen mojadas después de un chaparrón y toda la luz se reflejara en ellas dándoles el aspecto de un lago mientras grito. Estoy gritando tan fuerte y tan alto que estoy dentro de mi cuerpo y siento ese grito como si mi cuerpo fuese el de un niño de diez años y estuviese lleno de vida, todo carne y músculos y venas y sangre y energía y todo ello me impulsa a gritar, a dar un grito que viene de veinte o treinta años de silencio. Es un grito profundo y triste que durará para siempre. Se hincha y se eleva en el aire y en el cielo, corre hacia el amanecer, hacia el oeste, y mi cabeza vibra y la presión hace que me quede ciego para todo salvo para la sangre que corre bajo mi piel, y mis dedos se tensan, delicados como los de un niño de diez años, y toda mi vida se encuentra entre ellos, y es en medio de ese grito, en mitad de esa sensación de vida en un cuerpo no infectado, en mitad de ese torbellino de calles iluminadas por la luz del crepúsculo, que me despierto.

6 DE ENERO DE 1991

Sueño. Un triste vagabundo sin techo me pide que le lleve unas cuantas frutas cítricas, me dice en qué calle junto a qué muro desvencijado duerme entre sus cartones. Yo quiero llevarle una comida algo más sustanciosa pero él me deja muy en claro que lo que quiere son naranjas.

Una casa, un edificio, una especie de granero o loft vacío o una tienda a la calle, listones rotos de madera, ventanas, muros destartalados por dentro, hombres, cinco o más hombres jóvenes, desnudos, semidesnudos, en grupos, acostados. Uno de ellos me está hablando, tratando de incluirme en la conversación. Es tarde, las luces están encendidas, de hecho se acerca el amanecer. A primera vista la escena parece potencialmente peligrosa, pero el chico es dulce y formal. Todos ellos parecen pobres ahí derrumbados en el edificio. Afuera hay camiones como los de un circo, ¿será que estos chicos trabajan ahí? Uno de ellos, musculoso y semidesnudo, está de pie y tiene un estúpido disfraz de no sé qué envolviéndole la muñeca, parece un vestido hecho de hilos dorados sintéticos teñidos de turquesa/plata/oro/amarillo como sacado de entre los uniformes de un espectáculo de cabaret sobre Cleopatra en los 80 y reconvertido en manta para dormir. Por momentos siento que el lugar es mi departamento y me entran vagos ecos de Patrick, tal vez por sus amigos o tan solo por su energía, por la ligera conexión que se percibe entre ellos parecida a la que tiene uno con los estudiantes universitarios. Estoy como esperando que alguien vuelva al piso y corte el proceso de escritura de este sueño.

El chico con el que estaba hablando y caminando dice: Me gustaría que te acuestes conmigo, quiero decir, que me abraces, me aprietes, etc. La propuesta me resulta deliciosa. Le quito algunas prendas, lo hago darse vuelta y empiezo a besarle las nalgas cuando veo/siento un sarpullido o una mancha en ellas y espero que no tenga una enfermedad rara, pero entonces me doy cuenta de que parece más un rastro de mugre de haber estado acostado desnudo en un suelo sucio. Le beso los costados desnudos, los brazos, la boca. Él se larga a hablar sin parar. Me gustaría que apagaran la luz para poder tener algo de intimidad con él, ya que todos los otros tipos están despiertos y acostados mirando desde varios puntos de la habitación. 

Paseando por aquel cuarto, de pronto el suelo aparece cubierto por capas de desechos, objetos, prendas, telas rotas, etc., hay una máquina de café o un surtidor de agua o algo parecido con los cables enchufados a la pared, un camarero intenta poner agua dentro de la máquina pero esta se sale y salpica como a borbotones de lluvia las prendas, los objetos, se mete a través de las tomas de corriente y en el interior de la pared se produce un sordo ruido eléctrico, me da miedo acercarme, temo electrocutarme o quemarme. Todo está en calma. En espera. 

Un chico me pregunta si recuerdo mi pasado, si alguien me habló alguna vez de mi pasado. Trato de entender qué quiere decir con esa pregunta, me resulta realmente extraña. El chico al que estaba besando me dice que a él le dieron su diagnóstico en el 88 más o menos, y que lo tranquiliza saber que tiene la enfermedad. Antes de que me lo dijera yo ya tenía miedo de besarlo durante mucho rato. Me siento conmovido por él y todo parece volverse bueno y claro. Me despierto. 

Estaba en la ducha frotándome el cuerpo con jabón y pensando en la muerte, en el sexo, pensaba en el drama televisivo de la noche anterior, una dramatización judicial en la que un chico con vih era llevado a juicio por mantener relaciones sexuales con una chica sin ponerse condón y ella había contraído el virus y él estaba ahí en el banquillo tratando de articular por qué no le había advertido nada a la chica. Dijo que tan solo quería acostarse con ella y que el virus no estaba entonces entre sus pensamientos. Me acordé de los titulares sobre el “Monstruo del sida” en el New York Post hace un par de años: un tipo de Long Island que tenía sida les pagaba periódicamente unos cuantos dólares a unos adolescentes para chuparles la verga. Me acordé del caso más reciente de un monje budista de California que era vih-positivo y al que descubrieron manteniendo relaciones sexuales de riesgo con sus discípulos. Le preguntaron por qué lo había hecho y él contestó: No sé la razón o Porque así funciona el mundo o una mezcla de ambas frases. Traté de ponerme en la piel de esas personas, de proyectarme psicológicamente en lo que habrían pensado. Me imaginaba teniendo sexo sin protección y diciendo: Todos vamos a morir algún día, es solo cuestión de días o de años, y en todas las formas posibles en las que se mueve en el mundo esto que llamamos la vida, ¿qué diferencia hay si muero mañana o si muero dentro de una docena de años? ¿Cuál es la diferencia entre mañana y doce años después? ¿Qué tienen de diferente esos doce años comparados con el hecho de que todos vamos a morir? Si alguien puede decirme cuál es la diferencia, explicarme el significado de esos doce años desde el punto de vista estructural de la muerte como componente natural de nuestras vidas, que me diga qué significan esos doce años, que me diga qué tienen y qué los diferencia que no sea solo a nivel emocional sino como parte de la organización total del planeta y de los seres vivos. Si se pudiese explicar qué pueden darle o significarle esos doce años a una persona más allá de suponer la continuación del caminar a tientas por un lugar a oscuras, entonces podría entender y promulgar el deseo de vivir por encima de los tristes gestos de la actividad humana que rechaza el concepto de la muerte.

Supongo que en algún punto siento que esos doce años no ofrecen particularidad alguna salvo la de sostener la abstracción emocional de lo que es la muerte por doce años más y alejarse de esa muerte contra la que lucha constantemente nuestra estructura social creando distracciones, infinitas distracciones.

Estuve yendo con frecuencia a masturbarme a una sala de cine, a veces los hombres se acercan y empiezan a lamerme el cuello o a besarme las manos o a tocarse cerca de mí o a tratar de besarme y a veces permito cierto nivel de roces pero de pronto la cabeza del tipo trata de ir más allá y se lo impido con la mano. Me siento bien haciéndome cargo de la responsabilidad de evitar que un tipo haga algo que puede serle perjudicial, aunque también reconozco que en esos momentos es el otro el que deja de lado la responsabilidad para consigo mismo.Sucumbe al deseo como si el deseo lo eximiera de la muerte o negase esa posibilidad. El virus es invisible en ese momento a los ojos de ambos, pero mi mano le aparta la frente incluso aunque trate de hacer fuerza para obligarme a hacer lo que él desea, pero mi mano es como de hierro, no voy a permitirle traspasar la línea del deseo. Si habláramos y le dijera que tengo este virus en el cuerpo saldría volando o se enfadaría porque me besó en el cuello o lamió mi pecho, o tal vez no le importase y querría correr el riesgo haciendo lo que quiere, que es chuparme la verga. A veces los tipos llegan a enfadarse conmigo por no permitirles hacer lo que quieren y enseguida están mamándosela a otro que sí los deja. Algunos de esos tipos se pasan el día entero en el cine y llegan a chupar más de una docena de vergas. Todo está en constante movimiento en los oscuros confines de esas salas en las que se proyecta porno barato sobre una pantalla de mala calidad, y la vida y la muerte van de la mano, estructuras de vida y de muerte, planes de vida y de muerte se realizan por medio del contacto físico y gestual. Este tipo no tiene lo suficientemente clara la idea o el concepto de la muerte como para tomar sus propias precauciones, o tal vez piensa que ya es demasiado tarde para preocuparse por su propia historia y posiblemente ya tenga el virus, también hay gente que cree que en la mecánica sexual la probabilidad de transmisión no es muy alta sobre todo si se evita tragar el semen. No tengo idea de qué será lo que piensa o deja de pensar él sobre lo que es o no es seguro, pero sí sé qué es lo que yo permito o prohíbo en cuanto al contacto con los dedos o la lengua, siempre reducido a las zonas externas y libres de cualquier rastro seminal, pero todo esto también me hace preguntarme acerca de las maquinaciones del mundo y la fragmentación y desarticulación del orden social, todo revolviéndose a la vez y creando diseños y patrones de lo que denominamos mundo, de lo que llamamos vida. Y sigo pensando en el significado de esos doce años en términos de una diferencia más allá de la frágil estructura humana que llamamos mundo o sociedad y de los actos personales que forman nuestras vidas. Supongo que sigo tratando de entender el concepto de vida en comparación con el universo y los ciclos o estancamientos que hacen a la vida y la muerte. ¿Qué tienen de especial esos doce años?, ¿qué son para él, para mí, para todos aquellos con los que interactuamos?, ¿qué significan al margen de ese tiempo que llamamos vida?, ¿qué significan en nosotros mismos?, ¿qué significan?