Quizá fueron esos vasos de vino fresco y no otra cosa los que le dieron a Juan el coraje para despachar a Olga. Como hacía todas las tardes, después de trabajar desde el amanecer como albañil, Juan pasó por el bar a tomar unas copas. Cuando estaba por atravesar la puerta, en medio del barullo, le pareció escuchar desde el rincón que alguien dijo: “Agachate más que no te van a pasar los cuernos”. Un rato más tarde, otro contó un cuento de cornudos y Juan estuvo casi seguro que todos lo miraron a él.

Juan era un hombre alto y desgarbado, dueño de un raro caminar de trancos largos y de una mirada serena y triste. Todo el pueblo lo tenía como un tipo bueno, porque Juan era trabajador y en el pueblo bueno y trabajador era lo mismo. También opinaban que se merecía al lado a una mujer distinta a Olga. Esa rubia que se la daba de artista, que se hacía la linda, que andaba siempre maquillada y vestida como para ir de fiesta.

Olga era una mujer simpática que hablaba con medio mundo y le sonreía mucho a todos los hombres. El pueblo era muy chico como para que Juan, por más que quisiera evitarlo, se fuera enterando los nombres de aquellos que deseaban a Olga. Del que más desconfiaba, sin tener demasiadas certezas, era del Facha Pereyra. Un personaje raro al que muy pocos querían. Varias veces cuando Juan llegaba al bar, había visto al Facha saludar apurado y salir mirando para abajo, esquivando pasar cerca de él.

Los últimos tiempos Olga estaba distinta. Le hacía siempre las comidas que a él le gustaban, se la veía más sonriente que nunca y usaba unos perfumes como el que usaban las mujeres ricas. Juan pasó muchas horas despierto, pensando que a lo mejor se estaba volviendo loco de gusto y Olga era así, simpática nomás, como él la conoció. Cuando lo atacaba la desconfianza se imaginaba lo lindo que sería llegar un día a su casa y encontrarlo al Facha en la cama con Olga. Se imaginaba, descargando toda su furia y romperlo en pedacitos, como si fuera un muñeco de madera terciada.

Pero no hizo falta. Aquella tarde después de tomar varios vinos, de escuchar el cuento y sentirse mirado, no necesitó más nada. Hacía un tiempo que su cabeza venía haciendo conjeturas y tramando tantas situaciones, que recorrió esas cuadras que separaban el bar de su casa con esa rabia que se instala en la sangre y que contagia todo el ser, como el veneno de una víbora.

Apenas abrió el portillo de madera y alambre que separaba la calle con el patio, intuyendo a Olga en la cocina, fue hacia ahí despedido por una fuerza interior desmedida. Entre empujones y manotazos, a los gritos le dijo varias veces hija de puta, otras tantas que había sido su gran amor y un montón que era una yegua mal parida. Al fin la sacó a la calle gritándole que se fuera, que él, como bien macho que era, se bancaba cualquier cosa, pero no que lo señalaran como cornudo. Ella, muerta de susto, ni siquiera intentó defenderse. Así en unos minutos Juan se quedó sólo. Sólo y triste. Mascando rabia y extrañándola.

Pocos días bastaron para que Juan confirmara lo que todo el mundo, menos él, sabía. Olga se había ido a vivir con el Facha Pereyra. Juan no podía entender qué tenía ese hombre feo, compadrón, charlatán y vago, para quedarse con la mujer que él amaba.

Como una manera de sobrellevar el dolor, Juan se cargó más horas de changas sobre su cuerpo. Puso una energía superlativa en su trabajo, como un músico sensibilizado hubiera compuesto una canción inspirada. Por un tiempo no se permitió, siquiera, descansar los domingos.

El Facha Pereyra era más o menos como lo veía Juan desde su perspectiva dominada por el odio. Era conocido como alguien mentiroso, que se la pasaba hablando de gusto en los bares, haciendo trampas con los naipes para hacer un peso, mangueando para que le pagaran copas y pidiendo préstamos que jamás devolvía.

Ese personaje le robó la Olga a Juan. No solo eso. Aunque a todos les costara creerlo, enseguida la convenció de que había en el pueblo gran cantidad de pibes que aún no habían debutado, y que iba a ser muy fácil para ella, con su sensualidad y sus cuarenta y cinco años, manejarlos como títeres en la cama. Es probable que el Facha, para entusiasmarla, le hubiera dicho a Olga que esa era la única manera con la que tendría, por una vez en la vida, la oportunidad de tener algo de plata, poder hacer un viaje, y a lo mejor, hasta comprar un auto. Todas esas cosas que le fueron imposibles al lado de un humilde trabajador como Juan.

Fue un dulce para chicos precoces de trece años, o tardíos de diecinueve. Viernes y sábado al atardecer, cuando la noche empezaba a borronear las siluetas y hacer confusas las caras. Una tensión se generaba en la zona oeste del pueblo. Cuatro cuadras más allá de la estación de trenes, donde lo urbano languidecía y empezaba a mezclarse con los lotes de maíz del campo. Una esquina con yuyos como vereda. Una casita con un patio de tierra, que poblaban amistosamente varias gallinas con algunos patos, eran testigo de la ordenada cola que los muchachones hacían para acceder a Olga. Cada tanto era posible ver en esa fila destacarse la alta figura de Juan, que respetaba el orden, esperaba paciente, sin exigir ningún privilegio, y después pagaba como cualquiera. Sólo para estar un rato con ella, tomarla de la mano, contarle de sus cosas, y si ella lo permitía, hacerle el amor. Sin que el Facha Pereyra ni nadie los molestara.