Con estupefacción y pena indescriptibles me enteré de la muerte de Darío. Miro lo que escribo y no termino de creerlo. No voy a decir lo que pienso de él, porque a estas horas lo habrá repetido todo el mundo. Sólo que me duele en el alma no haberlo visto más en estos últimos años, no haberme tomado el trabajo de buscarlo. Tuvo una condición… no sé cómo decirlo. Después de una charla con él o de cruzar un saludo, uno se sentía mejor. Mejor persona, mejor en el espíritu. No es momento de definir nada porque el corazón está confuso. Pero sí creo que a todos nos mejoraba respecto a lo que somos. No sólo su cercanía hacía sentir bien. Hablar con él sacaba de cada uno su mejor versión de sí mismo. Me vienen a la memoria unos versos de “Mensaje”: bueno y nada más/ que siendo bueno no hay odio, ni injusticia, ni veneno/ que hagan mal.” Creo que él estaba hecho de un mineral que esparcía serenidad, que excluía cualquier prevención, que impedía a cualquiera ponerse a la defensiva. Dialogar era su modo intransferible de construir, porque confiaba naturalmente en el otro y hacía que el interlocutor no desconfiara. Valoraba las palabras, que salían de su garganta pulidas por el esmeril de su voz cascada de hablar y de intentar persuadir. Sin embargo, no era blando. Era suave en las formas pero firme en las cosas. No lo cocinabas de un solo hervor. Sabía lo que quería y rara vez lo que quería estaba vinculado a él. Eran siempre propósitos generales, sociales, colectivos. Ferrer dice de Troilo: ¿De qué Shakespeare lunfardo se ha escapado este hombre que en un fósforo ha visto la tormenta crecida, que camina derecho por atriles torcidos, que organiza glorietas para perros sin luna? ¿De qué amor a los hombres estaba hecho Darío? Cosas que uno se pregunta cuando recuerda cosas como ésta: cuando lo despedí rumbo a La Habana me dijo pero sólo unos meses ¿eh? Mirá que lo mío es nuestro país, lo que me interesa es la Argentina. Un patriota en voz baja.

Embajador en Chile.