Como casi siempre que un libro mueve el avispero, en estos últimos días brota el debate sobre la primera persona y la literatura. Todo se reduce a si Emmanuele Carrère, el autor de El adversario, Una novela rusa, y tantos otros libros, ha incurrido en una bajeza en su nuevo libro, Yoga, en el que la primera persona le gana incluso al escritor. Por momentos -hay que decirlo- parece más una primera persona que escribe, que un escritor que escribe en primera persona.

En última instancia, es Carrère, y rebate las quejas con lo que tiene para decir. Aquí se trata de una excusa, para hurgar en expresiones locales que muestran algunos modos en los que la biografía se mezcla con la literatura. En tiempos de narraciones individuales para adscribir a una forma de estar en el mundo, de preeminencia primero y ruptura después, la individualidad sigue rugiendo como el motor de un auto viejo: obsoleta, vencida, ya superada, pero dispuesta a subsistir.

Diario de un albañil, de Mario Castells (Caballo negro)

¿Qué sabemos del mundo de los albañiles? Hacen asados los viernes, reciben sus pagas semanal o quincenalmente, llegan entre varios en un mismo transporte, en general los junta un capataz, se les atribuye un machismo anticuado y afincado en el piropo callejero (que este libro confirma y, sin embargo, da cuenta de cómo se está revirtiendo), muchos son de otras provincias e incluso de otros países, con preeminencia de Paraguay. Sabemos, en suma, lo que creemos que sabemos o hemos creído saber. ¿Alguien habló con un albañil? ¿Alguien le preguntó por qué es albañil? ¿Alguien le preguntó qué siente cuando se muere uno de sus compañeros?

El libro de Castells ensaya, desde su experiencia de más de 20 años en el oficio y como escritor, una respuesta: acá está todo eso que nadie jamás ha contado sobre qué es ser albañil. Y la experiencia comunitaria de un gremio clave de la humanidad, mayormente festiva, es un jolgorio. Sin buscarlo, Diario de un albañil es una denuncia permanente sobre la precariedad de la vida (laboral, emocional), pero también un canto a esa vida precaria. Al goce, a la risa y a la chicana. A la alegría efímera del asado y la quincena recién cobrada.

Nadie habla de los albañiles, porque los albañiles no tienen voz. La literatura no tiene voz para los albañiles. Hasta que habló un albañil, porque escribir es, también, narrarse. Y por cierto, la de Castells es una voz genial.

Como un espejo, de Agostina Luz López (Mansalva)

Hace cinco años, Agostina Luz López, directora, dramaturga, actriz circunstancial, decía que la coyuntura se filtraba en la obra, consciente o inconscientemente. Que, aún sin buscarlo, en los textos aparecían la visión del autor y su conexión con el mundo. En este caso, el abordaje es explícito: una publicación que reúne las cinco obras que López ha escrito (Corazón de boxeadora, Mi propia playa, La laguna, Los milagros y Animal romántico), pero intercalada con textos -propios, de las actrices o partícipes de alguna porción de las obras- que muestran la riqueza y el acontecimiento metateatral. El detrás de escena, no ya del escenario propiamente dicho, sino del proceso de creación, práctica, evolución y, finalmente, cierre de una obra.

Los textos de López recorren preguntas, disparan dudas, promueven contradicciones. Alimentan también la reflexión sobre los vínculos y el armado de esos mundos compartidos entre subjetividades: parejas, relaciones parentales, padres e hijas, madres e hijas, hermanes, incluso todo el linaje femenino familiar.

El agregado del espejo, en este caso, retrata lo que la autora vivió a medida que elaboraba los textos. No se trata de una explicación o justificación de obra -para nada-, pero sí de una celebración de lo que una obra, un texto, hace con los intérpretes y los autores.

Donde no hago pie, de Belén López Peiró (Penguin Random House)

Después del sacudón que generó Por qué volvías cada verano, su primer libro, llega la continuación del proceso doloroso de la autora: su biografía. Fragmentada, escrita a partir de recortes, recuerdos, pedazos de causas judiciales, más las voces de distintas personas que la rodean, que predominan. En esta ocasión, López Peiró toma aquello que hace tres años era apenas un hilo: el proceso judicial que sobrevino luego de que ella misma denunciara a su tío policía por abuso sexual.

Si entonces explicaba la función de la escritura como modo de sanar -o al menos hacer llevadero el dolor-, en esta ocasión la autora deja en evidencia las trabas burocráticas, ardides legales y dolores permanentes que padecen las víctimas de abuso o violencias intrafamiliares en los procesos legales. La famosa, extendida, pero aún persistente revictimización.

Con el recurso del fragmento breve, de la prosa cruda y, sin embargo, poética, Donde no hago pie vuelve a exponer aquello de lo pequeño para pintar lo universal. Es lo propio que da voz a procesos individuales que se repiten en tantos casos. Otro sacudón.