Esa mañana habían llegado al momento en que nada podría ser ya lo mismo. Unas hojas caídas sobre aguas menos turbias dejaban ver sus reflejos ante el sol oblicuo, mientras los gritos parecían repetirse desde la pared de piedra en la orilla opuesta.

El mediano de altura era el más viejo de los tres y sentía tristeza. Intentaban llevar muchas ramas, el Intrépido buscaba las que estaban secas y no las arrastraba.

La distancia entre aquella laguna y el confín de sus salidas habituales, era de varios días de marcha. Había pantanos y bosquecitos entre medio. En uno de esos pantanos las ranas crecían de varios colores. Muchas veces paraban a verlas saltar cazando insectos; nunca para escuchar su croar. Otros sonidos sí los solían demorar; sabían cómo defenderse ante esos sonidos, que se destacaban sobre el murmullo de fondo.

Había una planicie en el límite de sus dominios, donde pasaban el tiempo antes de los regresos, o simplemente seguían juntando esto o lo otro. Esa vez la tormenta seca incendió unos troncos, vieron las chispas volando por sobre ellos, como lo hacían las ranitas brillantes de los pantanos. El calor fue animando a quienes recelaban del cielo y de la frontera; los demás iban y venían sin mayor rumbo que sus ganas inmediatas. Encontraron varias piedras de esas blancas, casi transparentes; ninguna de las grandes ovaladas. El anochecer no esperó a que abandonaran la planicie. Todos durmieron a resguardo sobre árboles tupidos.

Los otros dos lo seguían a veces de lejos; el Intrépido, a propósito, cruzaba delante del Viejo, y este se irritaba, después volvía a su habitual tristeza. Esa tristeza y el Intrépido no se diferenciaban para el Viejo, lo acompañaban desde la época de la pérdida; si los ciclos que calculaba no se repetían, la tristeza también aumentaba. Las ramas sobre las cenizas pesaban demasiado. El Intrépido y el otro ayudaban al Viejo cuando se demoraba o se le caían las ramas.

Durante la época de la pérdida, el Viejo andaba en el más allá de los confines. La planicie se continuaba hacia abajo en un murallón de piedras y se extendía luego en un bosque alto, haciéndose horizonte. No había pantanos ni ranitas saltarinas. El viejo era joven, y su agilidad no alcanzaba a ser como la del Intrépido ahora. Se desplazaban en grupos numerosos. El bosque dejaba pasar una tenue luz hasta el suelo lleno de musgos. Los grupos se acercaban y se separaban guiados por sus ruidos en la espesura sin fin. Los árboles inmensos frenaron la primera nevada y no la sintieron.

Casi al azar dispusieron las ramas sobre las cenizas del incendio. Dos o tres veces el Viejo fijó en el cielo el punto repetido en su memoria. Le costaba al no ser tan erguido como el Intrépido. Esperó, sin suerte, a que el fuego apareciera. El regreso se hizo largo en lluvias y barros rojizos, con sus primeras hojas amarillas de frío. El Viejo parecía estar al tanto de eso.

Bebieron la sangre caliente de un ciervo moribundo. Nevaba, o comenzaba a nevar intensamente, y los copos fueron apagando los ruidos, hasta dejar un sordo manto todo alrededor. Vio entonces el Viejo, (en sueños) la especie de laguna cálida y orillas tranquilas, las ranitas brillantes de los pantanos, e impensadamente comenzó a regresar a la planicie. Encontró otros ciervos y animales menores muertos, pero su sangre estaba helada.

Comprendió que haría frío como durante la época de la pérdida. Resignado fue dejándose llevar por sus recuerdos y a veces parecía estar en aquel bosque silencioso. Una noche, el Intrépido y el otro, tiraban piedras para molestarlo, eran de esas piedras blancas, casi transparentes. Una, hizo saltar chispas y prendió fuego a las ramas secas cercanas al Viejo.

Caminaba solo, los suyos quedaron bajo la nieve silente. Nunca había visto ese color blanco, doloroso a sus ojos, ni sentido el vacío de la pérdida. Buscaba más ciervos moribundos, para calentar su cuerpo, pero hallaba más tristeza. Alcanzó a dejar atrás el bosque. En las piedras inferiores de la muralla saltaba el Intrépido al estilo de las ranitas. Se movía y agarraba las cosas rápidamente y de una sola vez. Podía subir a la planicie tomándose de las rugosidades. El Viejo resbalaba pero volvía a intentar. Arriba encontraron otros que habían regresado también; ninguno le era conocido. El intrépido y la tristeza, entonces, no dejarían de acompañarlo.

Al otro día le hizo varias señas al Intrépido; éste tomó una de las piedras, ayudándose por el pulgar, como indicaba el Viejo, y la raspó varias veces contra otra piedra blanca, casi transparente. Las chispas saltaron prendiendo fuego a las ramas y pastos secos. Comenzaron a gritar y sus gritos parecían repetirse en la pared opuesta de la laguna y en el reflejo del sol oblicuo sobre las hojas. El Viejo buscó el barro más espeso y rojizo de la orilla, lo puso en la mano del Intrépido, y lo apoyaron sobre la pared, hacia el fondo iluminado de la caverna.