La primera impresión remite a una palabra clisé de los años 80: minimalismo. Pero es sólo una impresión. A diferencia de aquel ismo que cuestionaba la direccionalidad del acontecer sonoro, en Promises –el opus conjunto del saxofonista Pharoah Sanders, el músico y productor electrónico Floating Points y la London Symphony Orchestra– suceden cosas, sólo que suceden lentamente. De por sí, la lentitud es un desafío para oyentes aquejados de multitasking: hay que tomarse un tiempo, abandonar la idea de combinar algunos de estos tracks con otros discos en improbable playlist y sumergirse en una experiencia de audición de principio a fin.

Un motivo de siete enigmáticas notas es el punto de partida que reaparecerá aquí y allá, un poco a manera de leitmotiv. ¿Quién –qué– lo toca? Parece un arpa electrónica. En varios momentos la indeterminación de la fuente sonora es uno de los mayores atractivos de esta obra inclasificable. Cuarenta y tres minutos más tarde, la orquesta a pleno creará en apenas dos minutos y algunos segundos un crescendo que parece sacado de una partitura de Debussy. A lo largo del recorrido de las nueve piezas que conforman el disco, los tres factores que le dan vida se entrelazan orgánicamente para generar una música relajada pero no indiferente, apartada del virtuosismo del jazz moderno –lo que no quiere decir que Sanders no deslumbre en “Movement 5”, con una cadencia modal exquisita, por citar un solo ejemplo– pero también distanciada de los estereotipos del ambient. Es como si el artista acústico y el artista electrónico hubieran encontrado un terreno común, una interfase en la cual poder potenciar sus respectivas cualidades. En ese sentido, Promises pone en sincronía tradiciones culturales nacidas en épocas diferentes para públicos diferentes y que casi nunca se prestaron demasiada atención entre sí: jazz, electrónica y clásica.

Al cabo de más de diez años sin grabar, casi borrado de la escena del jazz contemporáneo, el viejo gladiador Pharoah Sanders ha vuelto al ruedo de la mano de Sam Shepherd, más conocido como Floating Points. Si se desconocieran los antecedentes de los reunidos, cabría pensar esto como una extravagancia total: ¿qué hace aquí el vigoroso soplador formado al lado de John Coltrane junto a un joven pianista y doctor en neurociencia que se hizo conocido en el círculo de la música ambiental electrónica como productor, dj y creador de collages electro-acústicos? Si a esta inesperada química le agregamos la poción mágica de la London Symphony Orchestra, la perplejidad crece, así como de la nada brota esta música espiritual y en cierto modo cosmogónica que nos lleva a imaginar un viaje a través del universo.

Todo empezó con Pharoah Sanders entusiasmándose con un disco de Floating Points de 2015: Elaeania. Un disco singular: siete cortes llenos de loops, scratchs y esquemas rítmicos diseñados. Sanders oyó ahí talento. El muchacho de sintetizadores, consolas y mezcladoras sabía crear suspenso sonoro mediante notas mantenidas, juegos tímbricos y capas de sonido yuxtapuestas. Desde entonces, Promises se convirtió en el plan más importante en la vida de ambos músicos. Si bien el arte de Sanders siempre apostó a la improvisación y a la interpretación en tiempo real, no resulta extraño que se haya sentido atraído por los experimentos de Shepherd. Unos años antes, había mostrado curiosidad por el bajista y productor Bill Laswell; curiosidad que desembocó en el disco With a Heartbeat, sin duda menos interesante que el que aquí comentamos, salvo que uno busque algo para una fiesta de trasnoche. En definitiva, el saxofonista tenor que supo compartir con Gato Barbieri (tocaron juntos en Symphony for Improvisers de Don Cherry) un sitio entre las grandes promesas del free jazz de segunda generación nunca desoyó otras expresiones musicales. Veamos. 

Pharoah transitó con versatilidad y gran sonido la escena del free más salvaje –su estilo era tan poderoso que cuando Coltrane lo llevó a su grupo como segundo tenor debió esforzarse para alcanzar la intensidad de su joven alumno– y poco después exploró hibridaciones de jazz con músicas étnicas y funk. Su forma de estar en el mundo de la música revelaba una raíz gospel, seguramente incorporada en sus años de juventud, cuando boyaba entre bandas de rhythm and blues y swing tardío.

En 1969 Sanders grabó Karma, con el exquisito cantante de soul Leon Thomas (luego vocalista de Carlos Santana), y dos años más tarde encaró Jewels of Thought y Thembi, sus discos consagratorios. Eran maratones de éxtasis musical con cierta intención cósmica. En Elevation, de 1974, alcanzó un ímpetu notable, mezclando referencias extra occidentales en forma original. A esas experiencias que tomaban del free jazz la enseñanza de la improvisación colectiva y la libertad formal las llamó, no sin humor, “sesiones-de-grabación-entendidas-como-fiestas-tribales”. 

Si bien la música de Sanders siguió su camino exploratorio a lo largo de los años, la verdad es que el mundo se olvidó un poco de él. La imagen del músico quedó fijada en una fotografía de época, aquella de los discos/carpeta del sello Impulse!, cuando era posible imaginar nuevas músicas a partir del jazz. En ese contexto de expectativas ilimitadas, Sanders tenía cosas nuevas para ofrecer. Había adoptado la religión musulmana y su mirada se extendía a las culturas asiáticas y africanas. ¿Podía la música convertirse en un esperanto capaz de unir a toda la humanidad? Muchos años después, con un sonido diferente, Promises parece retomar aquel interrogante. A los 80 años de edad, Pharoah ha vuelto a hacerse oír gracias al inquieto Floating Points y una idea moderna de composición fusionada a la producción. El resultado es un disco ambicioso por su escala. También lo es por su triunfante intento de borrar de fronteras entre géneros. Finalmente, los encuentros intergeneracionales suelen ser conmovedores: 46 años separan al inglés del afroamericano.

Los nueve movimientos que conforman Promises tuvieron su germen en una idea compositiva de Shepherd, pero esta idea hubiera carecido de todo valor por fuera de una interpretación perfectamente equilibrada que generó no sólo un hermoso paisaje sonoro para disfrutar en el segundo año de pandemia sino también, como sugiere el título del álbum, un gesto afirmativo respecto al futuro del arte en una época tan desencantada como la que nos toca vivir.