En los años ‘80 circuló por estas tierras una colección de libros para chicos, que algún nostálgico solidario y reciente ha escaneado y regalado en internet, dedicadas a enseñar cómo hacer aviones de papel, juguetes, experimentos o marionetas. Uno de los más preciados era “Cómo hacer de espías”. El libro enseñaba a codificar y descifrar mensajes, a asegurar un buzón para intercambiar comunicados, a esconder el equipo y disfrazarse. Lo curioso de esa colección de trucos para chicos es que no se diferencian demasiado de los utilizados por los espías de verdad, aquellos que influyeron decisivamente en el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Si algo sorprende al recorrer esas historias de espías es la sencillez casi pueril de los recursos y la importancia de las cualidades más sencillas, aquellas que permiten esconderse a los ojos de todo el mundo. La historia de la “agente Sonya”, la espía de la Unión Soviética que le dió a la URSS los secretos de la bomba atómica, es uno de los ejemplos más espectaculares de esa época artesanal del espionaje internacional.

La vida de cualquier europeo y, en especial, de cualquier alemán nacido a principios del siglo XX tiene una dosis de intensidad difícil de encontrar en el comparativamente tranquilo Occidente actual: dos guerras mundiales, el surgimiento del comunismo y del fascismo, el holocausto, y cada capítulo de la Historia con sus millones de historias individuales. Aún en ese contexto, un ama de casa, madre de tres hijos, a cargo de una red de espionaje internacional, no deja de ser una figura sorprendente. El reciente libro de Ben Macintyre Agente Sonya recupera esa figura a partir de una multitud de fuentes que incluyen tanto las autobiografías de Sonya y de varios espías --que parecen haber necesitado explayarse después de tanto secreto--, como cartas privadas, diarios, los testimonios de sus hijos y los papeles desclasificados de los servicios de inteligencia de todo el mundo. Macintyre, historiador y columnista de The Times, se ha especializado en escribir sobre el espionaje en los años de la Segunda Guerra y la Guerra Fría. Ha escrito sobre célebres agentes dobles como Kim Philby o Eddie Chapman, y sobre el más famoso espía de todos los tiempos: James Bond.

YO SOY ESPÍA

Ursula Kuczynski --”Sonya” fue su nombre clave-- nació formada y protegida por una familia rica de Berlín: familia de intelectuales y artistas que, aun en los turbulentos años ‘20, no podía imaginar que su mundo iba a terminarse en pocos años. Como toda biografía es un poco retrospectiva, se recuerda que la conocían de niña como “Torbellino”, y recibió su bautismo político bajo la forma de unos golpes policiales en su primera manifestación del Día de los Trabajadores, a los 16 años. Esa experiencia, y el espectáculo de las atroces desigualdades de la Alemania de Weimar, y las primeras señales del nazismo, la condujeron a la militancia comunista. Su familia podía cuestionarle el estilo y las compañías, pero no las ideas: su padre y sus hermanos terminarían, con diversos grados de compromiso, implicados en la trama de militancia y espionaje de por vida.

De todos modos, la vida de Ursula no se limitó a la militancia política, sobre todo por la acción de un azar que parece ser la principal fuerza de la historia cuando se examina de cerca el espionaje internacional. Casada muy joven con un arquitecto (a quien también esperaba un futuro como espía, sólo que inepto y con destino de Gulag), una oportunidad de trabajo los llevó a Shangai. Aunque temía perderse la revolución comunista en Alemania --que parecía inminente--, China ofrecía su propia revolución en ciernes. Grupos comunistas eran perseguidos con crueldad por el gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek, los japoneses se preparaban para una invasión, la historia bullía. Ursula anotó: ”Aparte del calor, el tedio y mis problemas para adaptarme a la sociedad de Shanghái, me atormentaba no establecer contacto inmediato con el pueblo chino. La suciedad, la pobreza y la crueldad me parecían repugnantes. Me preguntaba si solo era comunista sobre el papel.” La respuesta iba a recibirla muy pronto. Primero, por su amistad con Agnes Smedley, una escritora norteamericana: “feminista, antifascista, una enemiga del imperialismo, una defensora de los oprimidos ante las fuerzas del capitalismo y una revolucionaria nata”. También era espía. Y Agnes la pondría en contacto con Richard Sorge, la gran estrella del espionaje europeo: un seductor de ojos azules, aficionado a las mujeres, el alcohol, las motos y la velocidad. “Rigurosamente disciplinado en su espionaje y excepcionalmente caótico en su vida personal”: Ian Fleming lo declaró “el espía más formidable de la historia”, y fue un posible modelo para su James Bond. Era también un espía extraordinario: sería el encargado de avisar del ataque nazi a Rusia en 1941 (aviso que Stalin desoyó, seguro de su pacto con los nazis) y la decisión de Japón de no atacar Siberia, lo que permitió liberar tropas rusas decisivas para triunfar en el frente occidental. Haber reclutado a Ursula Kuczynski no fue uno de sus menores logros.

Como mentor, coordinador y amante, Sorge la introdujo en una doble vida que nunca abandonaría. Sin dejar de ser una ama de casa tradicional, esposa de un funcionario apolítico (faltaban años para que su marido Rudi se sumara al comunismo y el espionaje), conoció ese otro mundo de reuniones secretas, estímulos intelectuales y un peligro cierto y cercano al que probablemente Ursula se hizo adicta. Esos años ‘30 en Shangai han sido retratados en El loto azul, un álbum de Tintín y el jefe de policía dibujado por Hergé es caricatura de un implacable cazador de espías inglés en Shangai. Sería el primer inglés en dejar escapar a Úrsula.

ESTO ES UNA BOMBA

Buena parte de nuestra fascinación por el espionaje radica en que un espía cumple con la fantasía generalizada de vivir más de una vida: la calma de la pequeño burguesía combinada con los asesinatos en callejones oscuros, los mensajes en clave, las persecuciones y los disfraces. Ursula vivió esa duplicidad de manera radical a partir del nacimiento de su primer hijo. Muy pronto tuvo que separarse de él para recibir su entrenamiento en Moscú, pero luego lo llevaría -a él y luego a sus otros dos hijos, que tuvo con sendos compañeros de aventuras- a cada destino que decidiera el Ejército Rojo. De hecho, ser madre sería su principal disfraz, le permitiría jugar con la incredulidad y el desdén de los organismos de contrainteligencia que durante toda su vida estuvieron rondándola sin acertar a descubrirla. En esos años demenciales coordinó acciones en China, en Suiza, en Polonia y en Inglaterra; espió contra fascistas y anticomunistas, nazis y aliados. Estuvo a un paso de mandar a matar a Hitler antes de que tomara el poder e infiltró agentes en Berlín antes de su caída final. Y le entregó a Stalin el secreto de la bomba atómica.

Klaus Fuchs fue un físico alemán que, como Ursula, había crecido en el caos de la República de Weimar, abrazó el comunismo y vio a su familia deshecha por el ascenso nazi. Discreto y ascético, parecía un “espécimen perfecto del profesor abstraído” que empezó a trabajar para el incipiente programa atómico inglés y, poco después, pasaría a trabajar en el proyecto Manhattan. Para ese momento, ya había sido cooptado por el espionaje militar soviético, y había entregado información crucial a una ama de casa que pedaleaba por la campiña inglesa para pasear del brazo con el traidor. Entre 1941 y 1943 -hasta que la KGB le robó el control del valioso físico al servicio de espionaje del Ejército Rojo- Ursula se las arregló para enviar a la Unión Soviética centenares de páginas con informes, cálculos, dibujos, fórmulas y esquemas, los secretos del enriquecimiento de uranio y una guía para el desarrollo de la bomba. La operación recibió un nombre clave que demuestra el entusiasmo de Moscú: “Enormos”. Y la información llegó directamente a Stalin (lo que resultaba, para cualquier espía ruso, un honor y un peligro). El robo de los secretos nucleares es otro episodio de inverosímil torpeza. Se trataba del secreto mejor guardado durante la guerra, incluso a Einstein se le prohibió participar de manera directa por algunas vagas simpatías socialistas o pacifistas, mientras Fuchs copiaba en plastilina llaves de una caja fuerte.

Una curiosidad, y seguramente el secreto de su éxito como espía, es que Ursula jamás fue traicionada --salvo por su niñera y niñera de sus hijos, que quiso denunciarla pero no consiguió que le creyeran. Sólo el arresto de Fuchs por un descubrimiento de los criptógrafos ingleses pudo terminar con su carrera. Y aún así, consiguió salir de Inglaterra y refugiarse en la República Democrática Alemana. Allí, después de algunos años como burócrata, pudo, finalmente, dejar el servicio secreto --una actividad que raramente acepta la jubilación-- y reinventar su vida una vez más como una novelista de éxito.

Dos misterios rondan la figura de Sonya. El primero, su suerte extraordinaria, que prueba que la realidad no necesita ser verosímil y muestra la torpeza de un sistema de espionaje e inteligencia que los propios servicios quieren exhibir como sofisticado y omnisciente. En parte, aprovechó una estructura machista que impidió a muchos agentes, atentos a sus maridos, su hermano y su padre, verla como una posible amenaza a la seguridad. No es casual que su más aguerrida enemiga haya sido otra mujer, Milicent Bagot, la excéntrica y obsesiva agente del MI5 que John Le Carre convertiría en personaje de sus novelas. También le jugaron a favor las infiltraciones soviéticas en los servicios secretos ingleses que, según algunos, llegaban a la figura de Ben Hollis, que sería director del MI5. Ben Macintyre no se hace eco de estas versiones: no hay documentos concretos e insiste en que el peso de la evidencia denota que no era un traidor sino un incompetente bastante estùpido. Sin dudas, cierta puerilidad, cierto aspecto de juego infantil, ronda toda estas historias de espías, más allá de la brutal seriedad de algunas de sus consecuencias. A la vez que filtraba los secretos del poder atómico, Fuchs debía seguir instrucciones como “lanzar un ejemplar de la revista erótica Men Only por encima del muro de un jardín entre el tercer y cuarto árbol, y escribir un mensaje en la décima página. Después debía dejar una marca de tiza en la valla de la cara norte de Holmesdale Road, delante de un árbol situado en el extremo este de la calle, lo cual indicaría al ocupante de la casa de Stanmore Road que había algo para él en el jardín”. 

El segundo misterio es la duración y calidad de la lealtad de Ursula por la causa comunista y, en paralelo, su compromiso como madre. Ambos parecen haber sido sinceros, más allá de las autojustificaciones que pueda haber ensayado. “Había dos cosas importantes para ella: sus hijos y la causa comunista. No sé qué habría hecho si hubiera tenido que elegir entre ambas”, recordó, justamente, uno de sus hijos. Las contradicciones no parecen haber rozado ese entusiasmo. Ursula había asumido con fervor y honestidad el credo comunista sobre todo porque lo consideró la forma más eficaz para luchar contra el fascismo. Sin embargo, cuando Stalin pactó con Hitler en 1939, días antes del inicio de la Segunda Guerra, aunque sufrió una crisis, no llegó ni siquiera a pensar en apartarse de sus trabajos, a pesar de que las órdenes recibidas bloquearon, incluso, sus planes avanzados de un atentado contra Hitler. Antes, cuando las purgas paranoicas de Moscú de un innegable componente antisemita, además, la dejaron casi milagrosamente indemne, vio cómo entre los centenares de miles de ejecutados o condenados a campos de concentración estaban varios de sus amigos e incluso su ex esposo y padre de su primer hijo. Tras la muerte de Stalin, las atrocidades de su revolución no le impidieron refugiarse en la RDA, donde murió a los 93 años. Vladimir Putin la proclamó “superagente del espionaje militar” y le dio la involuntariamente irónica “Orden de la Amistad”. Nunca traicionó y casi nunca fue traicionada.