Al llegar de la escuela empujó el portón de alambre y caminó, sin apuro, entrando por el costado de la casa. Al final de la pared, luego de un reducido espacio embaldosado, se abría un terreno de cuarenta metros de fondo poblado de enredaderas y árboles frutales. Una pequeña parcela abierta al sol donde su padre, sin el entusiasmo de antes, todavía cultivaba una huerta, era la excepción a la enramada huérfana de poda en la que tantas veces, Marito, jugaba sus juegos de la jungla. Dobló a la derecha y empuñó el picaporte de la puerta que da a la cocina. Estaba cerrada. Ese día había salido un par de horas antes porque la maestra de Actividades Prácticas, a causa de un acceso de alergia otoñal, no había asistido a su clase, así que no le sorprendió que su madre no estuviera esperándolo con la cocoa y el pan con manteca y azúcar. Se dispuso, entonces, a esperar. Se sacó el guardapolvos, lo acomodó en el respaldar de la vieja silla donde la ropa solía quedar a la espera del turno para sumergirse en el agua jabonosa del piletón, dejó su portafolios sobre la mesa de granito que presidía el centro del patio de baldosas y se sentó con un bufido de cansancio que se aunó al soplo que dejó escapar el almohadón de goma espuma al recibir su peso. No estaban tan mal los almohadones que su madre había dispuesto sobre cada uno de los sillones de hierro que rodeaban a la mesa.

El limonero lanzaba reflejos amarillos sobre las baldosas blancas, un rayo de luz rosada, dio sobre el ojo derecho de Marito, él levantó la cabeza poco a poco y empezó a salir del ensimismamiento en que había caído. Dejó el lápiz sobre la hoja donde había estado garabateando autos de carrera y jugadores de fútbol, total, igual no le salían y empezó a preocuparse.

Por qué la madre demoraba tanto, del padre tenía una explicación, las horas extras que venía haciendo en la fábrica como una manera de aportar un poco más de dinero a la casa, aunque hacía ya algún tiempo, Marito, no había podido dejar de notar que cada vez volvía más temprano. Tal vez ella había ido a trabajar a la casa de la señora Inés, alguna urgencia de la señora, sí, la señora solía tener urgencias, visitantes sorpresa, fiestas inesperadas organizadas por la hija, el regreso de su marido de un viaje de negocios antes de lo esperado o una cena con políticos y comerciantes del pueblo, sí, eso hubiese hecho que necesitara a su madre fuera de los horarios de costumbre, habría que poner la casa en orden, limpiar, cocinar, fregar, y, para eso, la señora Inés necesitaba siempre de su madre. Y si esto fuera así, ella, su madre, ya estaría por llegar porque ya sería hora de terminar con ese trabajo que, seguro, le había encargado la señora Inés, así que ya tendría que volver a prepararle la cocoa, aunque era un poco tarde para eso. Pero tal vez estuviera llegando, seguro que sí, y eso es lo importante ¿y si vas hasta la vereda a ver si llega, Marito? 

Y Marito se levanta del sillón y sale corriendo rumbo a la calle, abre el portón de alambre y pisa la vereda con un pie ansioso mientras el otro se demora, como quien teme al desencanto, y tropieza con un cascote, Marito cae sobre sus rodillas, siente el ardor de la lastimadura pero apoya las palmas de las manos sobre el ladrillo gastado y se incorpora sin queja y sin lamento, mira hacia la derecha y sí, ahí está, su cara se ensancha en una sonrisa, sus mejillas se encienden, sus ojos brillan, ahí está, ahí viene ella, sí, es ella, tiene su manera de caminar, ahora se bambolea un poco por el golpe que, sin querer, papá le dio con la pala, el otro día, cuando estaba preparando la tierra para la quinta mientras hablaba con ella. Pobre mi mamá, pero ya se le va a pasar, no es nada, lo importante es que allá viene, así que Marito vuelve a correr, ahora en su dirección, en la dirección en que viene ella, su madre, pero ella aún no cruzó la calle, está lejos todavía, está en la esquina pero en la vereda opuesta, igual Marito la ve, es inconfundible, es su madre, apurate, Marito, es ella, Marito, y Marito corre, corre para abrazarse a su madre, rodear su cintura con sus escasos brazos y apoyar la frente contra su vientre, como siempre hace, ya adivina la panza que se hunde amorosamente al recibir su cabeza, así como los almohadones de los sillones del patio se hunden cuando se sienta cansado, luego de la escuela, huele su olor, adivina su mano áspera acariciándole la cara. 

Pero cuando está a unos pocos pasos puede ver que no es su madre, es una señora desconocida, tal vez se le parece un poco, aunque no tanto. ¿Cómo pudiste confundirte así, Marito? La señora se detiene, lo mira sorprendida, ¿qué te pasa querido? Pregunta ¿Te equivocaste? ¿a quién esperás? ¿a tu madre? ¿sí? ¿no? ¿estás solo? No, no, dice Marito, con un gesto de la cabeza y empieza a retroceder, ella le alborota el pelo cariñosamente ¿necesitás algo? ¿te puedo ayudar? pregunta cuando ya Marito da la vuelta avergonzado, y se aleja, cuando ya está corriendo otra vez, a todo lo que dan sus piernas, de regreso hacia su casa y a pura lágrima. No puede ser, piensa, no puede ser, ya tendría que volver, se está haciendo de noche. Papá va a llegar antes que ella, piensa, y eso le provoca nuevas lágrimas.

Las sombras del atardecer van oscureciendo el patio de baldosas blancas, las baldosas se agrisan, se ensucian de oscuridad, y Marito camina de un lado a otro, la oscuridad lo asusta, lo subyuga, y camina de un lado a otro, mira hacia el fondo del patio y se estremece, se agita, y camina de un lado a otro. La noche se ha anticipado en el bosquecito de árboles frutales, la noche siempre se anticipa en la jungla, pero él nunca va de noche a la jungla, sólo va durante el día, sobre todo en verano o en los días brillantes de otoño, cuando las hojas verdes y las frutas maduras estallan de luz y cantan las chicharras anunciando el calor, pero ahora piensa en vampiros, ahora piensa en fantasmas nocturnos, ahora piensa en lechuzas que anuncian desdichas, entonces se acerca al piletón y enciende una lámpara que sólo alcanza a proyectar un rayo amarillo que no hace más que agigantar las sombras. Y Marito, al fin, acaso por la mínima luz, se aquieta un poco y se sienta en la silla de dejar de la ropa. Encoge sus piernas apoyando los tacos de los zapatos en el borde del asiento, y las abraza, hunde su cabeza en el hueco que se forma entre sus rodillas lastimadas y su pecho, cierra los ojos con fuerza, ya va a llegar, piensa, seguro que fue de Vitali, ojalá que no, pero seguro que sí, Vitali, ese flaco odioso, dueño del restaurant para el que su madre lava los manteles y servilletas. 

Recuerda la primera vez que vio los manteles colgados de la soga de secar la ropa ondeando en el aire, recuerda cuánto le gustaron, con esos cuadros azules y blancos, parecían banderas, banderas como las banderas de los guerreros de la Edad Media, los guerreros de aquellos dibujos que vio en la revista que le regaló su padre para el cumpleaños de seis, sí, mucho le gustaron, el que no le gustó nada cuando lo conoció fue Vitali, vuelve a sentir en la cabeza el coscorrón que ese flaco nariz de pimiento le dio cuando él, sin querer, volcó una botella de aceite sobre el piso del restaurant, eso pasó el día que acompañó por primera vez a su madre a buscar los manteles sucios, recuerda que su madre lo retó a él en lugar de defenderlo, recuerda que él se enojó, recuerda que ella le pidió disculpas y le explicó que lo había hecho para cuidar su trabajo, pero que él tenía razón, que el flaco era una porquería, un mal hombre, recuerda que igual él siguió enojado, pero después entendió, sí claro que entendió, cómo no iba a entender, sus padres eran pobres, tenían que trabajar para poder vivir, para criarlo a él y darle una educación, y sin trabajo eso no era posible. Sí, seguro que fue a lo de Vitali. 

Pero ¿por qué no volvió, todavía? Su padre va a llegar antes y se va a enojar. No le gusta que ella no esté en casa cuando él vuelve del trabajo. Y si llega tarde porque fue a buscar los manteles de Vitali, peor, eso sería peor. Pero no, ella ya debe estar por llegar, seguro que le traerá un alfajor o unos caramelos masticables de esos que vienen con figuritas de jugadores de fútbol como disculpa por haberse demorado, porque se demoró, claro que se demoró, pero seguro que no fue culpa de ella, ese flaco la debe haber entretenido con su charla, porque ese flaco no para de hablar y para colmo, cuando habla escupe, a mí, una vez, me mojó la cara con su escupida, piensa, o tal vez la hizo esperar para pagarle, porque al narigón no le gusta pagar, su madre siempre lo dice, siempre se atrasa con el pago, la tiene ahí esperando y charlando sin parar de pavadas, por eso el padre le repite y hasta le grita, porque, sí, a veces el padre le grita, dejá ese trabajo, si te paga una miseria, o, peor, no te paga, para qué seguís yendo ¿eh? ¿para qué? ¿te gusta ir? Sí, yo opino igual que mi padre, piensa, Marito, para qué vas si es tan mal patrón, hacele caso a papá, buscá otra cosa o pongamos un gallinero en el fondo del patio, allá, al lado de la higuera, si lugar hay de sobra, podríamos comer nuestros propios pollos en vez de comprarlos en la granjita de don Antonio, como dice papá, además está la quinta ¿eh? total… para lo que ganás ahí…

 

Entonces, Marito escucha el chirrido del portón al abrirse y allá va, corriendo, otra vez, debe ser mamá, tiene que ser mamá, justo a tiempo, casi seguro que ya debe estar por llegar papá y si él llega antes se arma, piensa. Pero no, es el padre. Marito lo ve cerrar el portón mientras con la otra mano sostiene la bicicleta. Papá, mamá no está, no llegó todavía, no sé qué le puede haber pasado. Si, ya sé, dice el padre, mientras camina junto a él en silencio. Ya llegan al patio de baldosas, ya doblan el codo que lleva a la cocina, ya el padre acomoda la bicicleta apoyándola en la pared, ya saca la llave del bolsillo del mameluco y abre la puerta. No comiste nada ¿no? ¿Tenés hambre? pregunta. No, dice, Marito, no tengo hambre ¿dónde está mamá? Bueno, hoy te voy a hacer la leche yo, dice el padre. Pero mamá ¿dónde está? El padre apoya su mano sobre la espalda de Marito y lo acompaña con un empujoncito cariñoso, como alentándolo a cruzar el umbral. Vamos, hijo, tenemos que hablar.