Una pareja baila, apretada, una canción lenta; una mujer que se desviste lentamente mientras el hombre la observa sentado de frente; una mujer se sube las medias de cancán; un encuentro en el cual la protagonista corre a sus brazos y termina en un beso apasionado… 

El erotismo que consumí, siempre fue funcional. Esas imágenes son las que señala mi cabeza cuando piensa en la intimidad con un otro. Aprendí que el deseo exigía cosas que mi cuerpo no podía ofrecer. No me encontré en ninguna escena romántica de ninguna novela de la tarde con las que crecí. 

Nadie nos enseñó cómo era funcionar distinto. Lo único que podía intentar, es imitar lo conocido y tratar de parecerme. Fui creando mis propios procesos de intimidad y encontrándome una y otra vez, con el miedo de nunca llegar a lograr lo suficiente.

El sábado Lucas me pidió que nos bañemos juntos. Ya me lo había dicho otras veces y yo me había negado rotundamente. El bañarme me significaba estar desnuda y sentada. Estar vulnerable, quieta y expuesta. Bañarme con otra persona que encima me gusta, y al que quiero gustarle, significaba una exposición total a la asistencia en un espacio donde no tengo ningún tipo de control sobre mi cuerpo. Donde no hay nada que pueda ocultar.

De todas las formas que tiene mi cuerpo de requerir asistencia, bañarme siempre fue la más dura. Las peleas más grandes que tuve con mi familia (en defecto, las mujeres de mi familia), o con cualquiera que me tuviera que asistir, siempre venían después de un pedido de baño. En mi casa contrataron asistentes o pagaron “un extra” a empleadas domésticas solo para que me bañen. Cuando me tenían que bañar alguien que no sea mi mamá o mi hermana, siempre me bañaba con una remera puesta. Sentía que esa era mi única resistencia, la que podía proponer con mi cuerpo frente a ese acto con una extraña. 

Bañarme para mí nunca fue un espacio de intimidad. Ni para masturbarme, ni para llorar. Siempre alguien podía abrir la puerta en cualquier momento. Siempre tenía que gritar un “terminé” para anunciar que me tenían que sacar de ahí. Siempre fue un trámite; incómodo y agotador. En mis relaciones, me manejé con cuidado, tratando de disimular mi discapacidad, que parezca “menos”. Intentar todo el tiempo y con elegancia, que mi cuerpo (y sus funciones) sean deseables, y haciendo todo lo posible para ocultar todo aquello que me alejara de una hegemonía.

Siento que mi cuerpo desnudo sentado es muy poco erótico. La panza se me desborda. Mis brazos están caídos. Mi espalda torcida. Y una inestabilidad explícita que me acompaña; la superficie de mi cuerpo atravesada por la gravedad.

Tengo diarios íntimos escritos cuando era adolescente, contando que me sentía sucia y que no había nadie para ayudarme. Me daba asco a mí misma, y me avergonzaba mi propia piel. Bañarme siempre fue logística, no de mí, sino de la gente que tenía disponible a mi alrededor. 

El sábado Lucas me pidió que nos bañemos juntos, y le dije que sí.

Tenía miedo, tenía vergüenza. Él no sabía. No tenía por qué saberlo. Él solo pensaba en lo erótico del encuentro, con mi cuerpo siendo parte de eso. Y yo tenía miedo, de no poderle ser funcional a ese erotismo. Que mi cuerpo no esté a la altura de su deseo.

Pero lo hice. Lo hicimos. Le compartí un pedacito de intimidad, como él, tantas veces hizo conmigo.

Me ayudó a sacarme la ropa, buscó una silla de plástico y la puso en la ducha, me levantó de la silla de ruedas y me sentó frente a él.

Fue entendiendo la dinámica de mi cuerpo, y me acompañó en el equilibrio, en el movimiento. Lo tuve cerca, lo besé. Lo observaba mientras se lavaba el cuerpo y me lavó la cabeza. Nos rozamos, nos besamos y nos tocamos.

Fue una de las situaciones más eróticas que viví en mi vida.

La asistencia de las personas que me gustan, es un lugar complejo para mí. Porque siempre sentí que la asistencia aniquilaba el erotismo. Y por eso, muchas veces, terminé alejando a las personas que deseo, porque tengo miedo que mi dependencia física los termine alejando de mí. 

Pero el sábado, la asistencia sólo fue una parte de esa intimidad. El sábado sólo fue una nueva forma de ver la ducha, conmigo, con un otro, con él.

Se lo conté a una amiga. “Escribilo” me dijo, las lisiadas también teníamos que saber que podemos ser bañadas y deseadas, que el que nos ayuda a ir al baño también nos puede querer coger. El que nos asiste también nos puede amar. Que la intimidad también podía ser lisiada y que las experiencias que nos contábamos entre nosotras, eran nuestro propio archivo histórico.