El héroe oficial de la familia materna de Javier Cercas era Manuel Mena, un joven que murió a los 19 años en la batalla del Ebro, el 21 de septiembre de 1938, hacia el final de la Guerra Civil Española, en un pueblo catalán llamado Bot. El joven en cuestión, tío abuelo del escritor, era un franquista entusiasta, al menos al principio. “No debemos consentir, ni podemos consentir, ni consentiremos, que la Falange se aniquile, porque es un organización sana, porque es una organización pura y porque ha sabido, como ninguna otra, ayudar a la patria cuándo esta lo ha necesitado”, escribió Mena, apelando al vademécum patriótico imperante. Esa cifra exacta de la herencia más onerosa, que implicaba hacerse cargo de un pasado político que lo abochornaba, fue la excusa para postergar escribir un libro sobre él. Las mejores novelas son las que salen de las tripas porque enfrentan al autor con la zozobra y el espanto, con la violencia y la muerte, con los errores y las responsabilidades, con la vergüenza y el pudor. En El monarca de las sombras (Literatura Random House), que se presentó ayer en la 43° Feria del Libro, Cercas reconstruye la historia de este muchacho cuyo entusiasmo inicial se fue camuflando en un hartazgo sin escapatoria, como “un soldado perdido en una guerra ajena, que ya no sabía por qué luchaba”, compara el escritor en la entrevista con PáginaI12. En esa pesquisa del rastro perdido de ese joven falangista hay un personaje que lo acompaña, una suerte de Virgilio del siglo XXI: el escritor y cineasta David Trueba.

–La forma de El monarca de las sombras combina dos narradores: un narrador en tercera persona “histórico”, que va contando la historia de la familia Cercas en el pueblo Ibahernando y en el contexto de la Guerra Civil, y otro narrador en primera persona, el narrador cronista que se llama Javier Cercas. ¿Cómo llegó a esta forma?

–Como llego a todas las formas de mis libros: por exclusión. Hasta que no me suena verdad, no funciona. En un momento, avanzada la escritura del libro, me doy cuenta de que necesito un narrador muy frío, muy distante, para que cuente con la mayor frialdad posible, como si fuera un notario, cosas extremadamente delicadas, como la responsabilidad de mi familia durante la Guerra. Necesitaba el contraste entre ese narrador distante, que narra el pasado con mucha frialdad, con el narrador del presente que cuenta el making of, el proceso de hacer su propio libro, que es mucho más libre, más espontáneo, que incluso se puede tomar algunas licencias. Hay gente que sostiene que este libro es una novela sin ficción, pero para mí es una novela con ficción porque le atribuyo a David Trueba cosas que él no dijo. Cuando pones un granito de ficción, ya todo se vuelve ficción.

–¿Por qué esquivó tanto la escritura de la historia de Manuel Mena, que quería contar hace mucho y la iba dejando en el camino?

–No, no la iba dejando, es que no era capaz, no sabía cómo hacerlo. Hace poco leí una cosa que me gustó en una carta de Ítalo Calvino: “en algunos libros el hecho de contar el propio proceso de hacer el libro es una obligación moral”. Yo no imagino este libro sin que dé mis explicaciones; es una obligación moral y por lo tanto una obligación literaria. La literatura consiste en convertir lo particular en universal. Lo que intento es contar a través de una cosa pequeñita algo que nos atañe a todos porque no somos tan distintos como creemos. Además, me daba vergüenza porque procedo de una familia franquista cuyo símbolo es este chico que murió en combate. Esta novela no habla solo de la Guerra Civil, habla de la herencia de la guerra. No habla del pasado, habla del presente. O habla del pasado en la medida que es una dimensión del presente. Habla de la herencia de violencia con la que todos cargamos. Yo sabía que mi familia era franquista; entonces meterme ahí me daba miedo. Sobre el pasado de violencia siempre flota una niebla. Quienes han padecido situaciones extremas, no las cuentan. No quieren hablar.

–El caso más paradigmático del no querer hablar en El monarca de las sombras es el Pelaor, ¿no?

–Sí. Se ha pasado toda su vida sin contar el hecho determinante de su vida: que mataron a su padre. Nunca lo ha contado, jamás. En el caso de mi abuelo Paco, durante toda su vida se guardó el hecho de que había salvado la vida a un enemigo suyo, a un republicano. Nunca dijo nada a nadie. El silencio es uno de los protagonistas de este libro porque de esas cosas no se hablaba. La gente que ha padecido eso tiene todo el derecho del mundo en no hablar. Pero nosotros tenemos la obligación de saber porque cargamos con esa herencia. Si tú sabes lo que hay en esa herencia, puedes manejarla. Si no sabes lo que hay, ella te maneja a ti. Quien no sabe de dónde viene, no sabe adónde va. 

–¿Por qué Manuel Mena fue falangista? ¿Por qué peleó en esa guerra?

–Hay un momento en el libro en el que estoy con mi mamá, recogiéndole la mano en el lugar donde murió Manuel Mena, donde yo pienso y no le digo: “Manuel Mena no murió por la patria, ni murió por defender a la familia –que es lo que ella creía de niña porque tenía cinco años cuando empezó la guerra y siete cuando murió él–, sino que murió por una panda de hijos de puta que envenenaban el cerebro de los niños y los mandaban al matadero”. Para empezar Manuel Mena era un niño, tenía 17 años; los niños son los que hacen la guerra, siempre ha sido así, ahora mismo. Y somos los adultos los que les mandamos a la guerra. Manuel Mena fue a la guerra porque no sabía lo que era la guerra. El epígrafe del libro es de Horacio: “Es dulce y honorable morir por la patria”. ¡Mierda! ¡Mentira! Manuel Mena fue a la guerra creyendo que iba al cuadro La rendición de Breda. David Trueba distingue entre la guerra del cuadro de (Diego) Velázquez y la guerra del cuadro de (Francisco) Goya. En el cuadro de Velázquez la guerra es una cosa maravillosa, idealizada. Los chavales han ido y siguen yendo a la guerra creyendo que ellos van a arreglar el mundo, pero lo que se encuentran es la guerra de Goya. La guerra como lo que es: una cosa espantosa, horripilante, absurda, que no sirve para nada más que como matadero. Manuel Mena lo supo, no tengo ninguna duda, pero ya era tarde. Por eso lo describo como un soldado perdido en una guerra ajena, como tantos niños que van a la guerra, que crecen y se vuelven mayores en meses y se dan cuenta de que les han engañado. O que ellos se han engañado a sí mismos. El fascismo era antisistema, anticapitalista, épico y sentimental. Hay una cosa que nos cuesta mucho trabajo aceptar: que con las mejores intenciones se crean infiernos. No hay ninguna duda de quién tenía la razón política en la guerra de España: la tenía la República, que era un régimen democrático. Pero esto todavía no está nada claro en España. Entre quienes no tenían la razón política, estaba toda mi familia. Pero la razón moral estaba repartida, también hubo republicanos que cometieron canalladas, con miles de curas y monjas asesinados a sangre fría. 

–¿Cómo que no está nada claro? Los falangistas dieron un golpe de Estado contra la República y empezó la guerra. No hay adjetivación acá; hay hechos. Si no hay consenso sobre esos hechos, se está ante un gran problema.

–Estamos ante un gran problema porque la mitad del país no acepta eso y es tremendo. No hay consenso sobre el pasado. Como no hay consenso sobre el pasado, no hay consenso sobre el presente porque ese pasado no ha pasado del todo. Escribo sobre ese pasado porque todavía es una dimensión del presente. Sin ese pasado, el presente está mutilado.

–El monarca de las sombras dialoga con El desierto de los tártaros de Dino Buzzati, con un relato de Danilo Kis, “Es glorioso morir por la patria”, y la Ilíada y la Odisea de Homero. ¿Por qué eligió dialogar con estas obras?

–En el fondo este libro es una relectura de Homero. Cuando mi madre me hablaba de Manuel Mena, yo sentía que para ella era Aquiles, que es el prototipo del héroe griego: joven, valiente, puro, que combate en primera línea y es capaz de jugarse la vida y perderla luchando por valores que considera superiores y de este modo accede al cielo de los griegos, que era la memoria. En el libro muestro que estaba equivocado porque en la Odisea hay un pasaje en el que aparece Aquiles, cuando Ulises baja al Hades, al reino de los muertos, y le dice: “Tú, que en vida fuiste el rey de los hombres, aquí en el Hades, debes ser también el rey de los muertos y vivirás para siempre en la memoria de todos”. Aquiles le contesta: “Yo preferiría ser el siervo del último campesino y estar vivo antes que estar muerto y ser el monarca de las sombras”. Mi mamá no me estaba hablando del Aquiles de la Ilíada, me estaba hablando del Aquiles de la Odisea. Esta es una novela belicosamente antibelicista porque se nos ha olvidado lo que es la guerra. Es mil veces mejor una mala paz que una buena guerra. Pero eso se nos ha olvidado eso y en Europa estamos preparados para repetir los mismos errores.

–¿Otra guerra?

–De hecho estamos en guerra. Tú vas a Francia y sabes que están en guerra... No sé si una guerra... las guerras cambian de forma, pero estamos cometiendo errores que ya cometimos en los años 30. Así que recemos para que no salga la señora (Marine) Le Pen.

–Emmanuel Macron tampoco es gran cosa; es triste tener que votar “al menos malo”, ¿no?

–Yo siempre voté al menos malo. Y no me arrepiento. Me dan miedo los que parecen muy buenos. En política soy partidario del aburrimiento, de un aburrimiento suizo o como mínimo escandinavo. Entonces yo votaría a Macron y a quien haga falta. Le Pen es horripilante, esa mujer refleja a una Francia profundamente racista.