Y sí, acaba de sucumbir uno de los inmortales. A pesar de que hace veinte años su vida estuvo en serio peligro por la pancreatitis, a pesar de algunos episodios posteriores peliagudos, para mí siempre fue uno de los inmortales, de los que están para los otros, para observar el mapa y el camino, para auscultar las épocas y los panoramas, los que miran las nuevas olas porque ya son parte del mar. Escribo no por obligación, no porque me lo impongan --aunque en estos casos la disciplina tiene algo hermosamente emparentado con las bellas artes-- sino porque creo que a un narrador hay que despedirlo narrando, lo que se pueda, como se pueda. Porque cumplir con un deber también es parte de esto que damos en llamar bellamente, dolorosamente, la literatura, y Juan, para mí, fue en gran medida la puerta de entrada a la literatura.

Siempre me gustó, desde que lo conocí, esa mezcla indefinible entre el escritor y el editor, lo que lo podía volver arrogante frente a los ojos de cierta generación de escritores que ya empezaban a pasar a retiro desde mediados de los 80, a comienzos de los vapuleados 90. Muy autoconsciente, muy ambicioso, con muchas ganas, cuando ya muchos cultivaban los blandos recursos de la nostalgia. Pero para mí, joven desertor de la carrera de Letras con ínfulas de bohemio, artista y militante, su toque altivo, el mito del cadete de clase alta que visitaba a Bioy, era muy atractivo. Parecía haber nacido sabiéndolo todo acerca de las dos cosas que más me interesaban en ese momento: la literatura argentina y la literatura norteamericana.

Lo conocí a raíz de que estaba haciendo una nota sobre nuevos narradores para la revista El Periodista, él estaba de editor en Emecé y yo acababa de leer su primer libro, Corazones cautivos más arriba. Realmente me había gustado mucho, pero sobre todo me había intrigado. Me abría un mundo tan ajeno en lo familiar, en lo barrial, en lo vital y todo lo que pertenecía al orden de una experiencia que más anhelaba que poseía. Y por sobre todo lo anterior, exhibía una sensibilidad que podía ser absolutamente afín a pesar de esas supuestas diferencias de “ambiente”.

A mí, ese primer encuentro me deslumbró e hicimos lo que se dice buenas migas. ¿Cómo intuir, en ese momento, que nuestros caminos iban a estar en el futuro tan atravesados en y por el diario, Radar, Planeta y por Emecé, mi actual casa editorial, tan querida?

Lo que más aprecio, lo que atesoro, lo que más me interesó siempre de Juan fue eso que en algún momento lo puso de culo con todo el mundo en los 90, en los tiempos de Biblioteca del Sur, los fastuosos premios Planeta, los proyectos editoriales a veces intrincados, excesivos. Era peleador, no quería ser solamente un escritor más, que, aunque bueno, pasara desapercibido en el tumulto de las generaciones. Quería intervenir, ser un animador y un protagonista de eso que llamamos el campo literario. Visto a la distancia, esa etapa fue gloriosa, provocativamente gloriosa.

No se me escapa que hoy Juan Forn se va siendo uno de los escritores más queridos y apreciados por los lectores de sus libros y sus contratapas, precisamente por ser un escritor de cercanía, alguien que generaba semana a semana fuertes lazos afectivos con los lectores reales, con el prójimo (uno de nosotros, pero un paso adelante), y él indudablemente fue empujando su oficio en esa dirección. Pero esa etapa del Juan noventoso y peleador y que iba al choque lanza en ristre, me hace reír y me llena de nostalgia y de sed retrospectivas. Porque, a su modo, fue como un Fogwill o en otro momento calculo que habrá sido Osvaldo Lamborghini: un despertador estridente sonando en una olla, sacudiendo el costado provinciano y adormecido de la literatura argentina. La diferencia es que Juan tuvo algunos golpes en la vida diferentes a los de otros escritores, y esos golpes lo llevaron a replanteos profundos y terminaron sacando lo mejor de sí, convirtiendo al editor punzante en un maestro zen, al escritor apasionado en el mejor lector de los libros de los otros (su última tarea en la colección Rara Avis, ni qué decirlo).

Tantas veces, en el trabajo vertiginoso del periodismo, tuvimos que ejercer el discreto arte de la necrológica. Desde los tempranos tiempos de Radar ni más ni menos Juan y Rodrigo Fresán tuvieron que ponerse al hombro el número especial de homenaje a la muerte de Osvaldo Soriano. Y desde entonces la vida nos llevó a pilotear una y otra vez el suplemento y el diario entre la angustia y el profesionalismo, el dolor y el recuerdo no exento de cariño y ternura; en este caso se suma el estupor, el shock, el watsap que arde de incredulidad y tristeza mientras tratamos de cerrar unas líneas decentes.

Las cerraremos entonces, diciendo que lo que nos sale de los labios una vez que empecemos a asimilar la noticia y den comienzo las horas del duelo es un susurro apenas audible de agradecimiento, nada estentóreo, más bien intimista como sus mejores cuentos y sus mejores contratapas. Fuiste la literatura. Yo doy gracias, en mi nombre y --estoy seguro-- en el nombre de muchos más.