Nina era más amiga de Laura que mía, porque eran del mismo pasillo. En el barrio de mi infancia les niñes se agrupaban territorialmente: un grupo por pasillo, dos por manzana. Atenti a las personas capitalinas que no hablo del pasillo angosto de una villa, sino de un barrio de viviendas estatales, uno de los primeros programas del peronismo para urbanizar la ciudad de Formosa, según me contaron hace poco.

Cada manzana tenía 4 hileras de casas alineadas en torno a dos veredas comunitarias repletas de árboles de mango -al menos fue así hasta los '90 cuando los empezaron a sacar para poner los autos-.

Laura y Nina vivían en la manzana siguiente a la mía, la de ellas era de casas más precarias pero también era más grande, porque tenía una cancha de fútbol 5 en un costado, y en la punta una virgencita colocada en una pequeña gruta de ladrillo visto, que oficiaba de faro moral durante el día, y antro del pecado por la noche.

Yo era amiga de Laura y a Nina la veía cada tanto, en los cumpleaños, en las comuniones que se celebraban en la canchita y también en las fiestas de San Juan. No éramos amigas pero tampoco enemigas, había un respeto mutuo, un acuerdo de paz entre fronteras diferentes y quizás, algunes enemigues comunes. Aquellos encuentros esporádicos fueron, de todas formas, muy perseverantes a lo largo de nuestras vidas. Es lo que tiene crecer en el mismo barrio, hay una identidad común subyacente a las categorías más universales, reforzada por la precariedad de la vida en los ´90, cuando todes estábamos tratando de sobrevivir los inicios del neoliberalismo.

En la adolescencia a Nina la conocíamos como Naty. Yo la sentía próxima en un transitar un tanto alejado de los rituales femeninos que la sociedad nos demandaba. Fuimos al mismo colegio pero ella iba a otro curso, mirándolo en perspectiva, siento que toda la vida nos rodearon las rivalidades pero nosotras mantuvimos, tácito y estoico, un pacto de complicidad secreta resumido en la frase: “con esa piba está todo bien”.

La firma del acuerdo seguramente fue en la casa de Laura, en donde algunas tardes nos juntábamos a pasar el rato en la habitación que estaban construyendo en el techo de la casa. Pienso que quizás, fue en esa eterna obra en construcción, donde comenzamos a de-construirnos, un poco alentadas por la madre de Laura que cuando no transformaba el comedor de su casa en un salón de clases particulares, enseñaba biología y educación sexual en la escuela nro 1 de la capital.

La cosa es que le perdí el rastro cuando me fui a la universidad, pero redes sociales mediante, le fui midiendo el pulso con los años. Estuvo en pareja con un hombre cis, tuvo una hija, militó en la izquierda, estudió periodismo deportivo. Había algo raro en todo eso, o mejor, me resistía a pensar que la Naty de mi infancia, la que se le plantaba a los pibes en la canchita de fútbol como nadie, la que andaba altanera -porque tenía con qué- por los pasillos de todas las manzanas y del colegio, sentara cabeza como la compañera de algún militante de izquierda, para quedar relegada a las tareas de cuidado. No era posible, la Naty que yo conocí no podía tener ese final.

Le escribí a Laura para explicarle esta contradicción que comenzaba a quemarme por dentro, pero Laura me sacó cagando porque yo estaba bastante intensa por esos años, etiquetando a todo el mundo como lesbiana, sin dimensionar los demás colores del arcoiris, dejandola a ella y a su bisexualidad fuera del horizonte de posibilidades. Frené el carro con la confianza en los límites que solo una amiga puede poner, y dejé el asunto reposar, después de todo algo se mantenía inmutable en la vida de las tres: la precarización laboral.

Entonces todo sucedió como un presagio, Nina se le plantó al mundo como trabajadora sexual, escribiendo además un libro de poemas titulado Puta Poeta que fue como el big bang de las pibas, revolucionando a todo y a todes a su alrededor, incluyendo a Laura quien era ahora la que no paraba de hablarme con orgullo de su amiga Naty, que las subió a todas las pibas al camión de AMMAR en la marcha del orgusho, y que le presentó a todas las doñas formoseñas del gremio, (que por cierto están ahora vendiendo pastelitos y mbeyú para quien quiera colaborar con las trabajadoras sexuales formoseñas, afectadas por la pandemia).

Hoy le escribí a Nina para pedirle su visto bueno con esta crónica y contarle además, mis elucubraciones secretas acerca de su identidad, “fue la única vez que me falló el radar”, le dije, “aunque no por mucho, porque algún closet intuía” terminé refiriéndome quizás más a mi pasado abolicionista que a su realidad. Se rió y me dijo “soy bi, así que tanto no la pifiaste”, y se despidió sin mucho protocolo, después de declarar su confianza a mi pluma y de absolverme por una historia de la que no reniego, pero a la que no quiero volver.