No sonrías porque te escribo en segunda persona. Hablo de vos, pero también de mí. Literatura del doppelgänger, si lo querés. En todo caso persigo esa segunda persona tan íntima que emplea Pratolini en esa novela de dos hermanos, dos destinos, donde uno le habla al otro, confesional. Nos cautivaba esa novela. Ponele también que te escribe tu hermano, tomalo así. Los dos odiamos los golpes bajos. Probaré evitarlos, pero perdoname si dada la circunstancia, esta madrugada, abuso de la memoria. Es que no puedo escribirte desde otro lugar que no sea este tuteo que impone nuestra historia.

1. Me acuerdo, hace casi cuarenta años, yo cargaba una novela sobre mi padre. Pretendía decirlo todo. Vos, aunque más pibe, ya eras editor. Te la llevé, la dejé, me fui. Unas semanas después me llamaste. Bajamos a tomar una cerveza. Me explicabas los motivos de tu rechazo del original, sobre la mesa de aquel bar de la 9 de Julio. Estaba cruda. Tus argumentos eran sólidos. No los aguanté. Cómo querés que te la escriba, te cancherié. Discutimos. Sin embargo había un reconocimiento recíproco en el medirse: vos eras un desclasado del Newman y yo uno de Mataderos que laburaba en publicidad y escribía historietas. Sin embargo, en el medirnos, en los contragolpes, al coincidir en tantos autores, nos dimos cuenta de que compartíamos, a pesar de las disidencias, no sólo una misma biblioteca. No la habíamos tenido fácil para llegar a esa mesa y las que seguirían. Dueños de esa impunidad de los intensos, nos respetamos de entrada.

2. Desde entonces, en cada libro que publicábamos, nos agradecíamos el aguante en las lecturas antes de imprenta. Nos fuimos afirmando en el oficio. Presentabas mis libros, presentaba los tuyos. Vos, editor, empezaste a publicar las mejores voces de la post dictadura, quitándole almidón a los prestigios caretas, apostando por los apartados. Y esencialmente, por los pibes que eran como habíamos sido nosotros hacía un rato. Pero no estaban sólo los libros en la amistad que urdimos. No fue casual, creo, que publicaras tu primer libro de cuentos cerrándolo con uno impecable sobre el padre. También yo seguía escarbando en el tema. Y me di cuenta de lo que dice Cheever, que no se puede arreglar en la literatura lo que no se arregló en la vida. Ninguno de los dos, creo, lo consiguió. Eludiéndolos como fantasmas, terminamos perfeccionándolos.

3. A la vez nos curtimos en amores fugaces y despedazados. Noches desenfrenadas, también. Y fuimos padres. No quiero irme de la cuestión. Padres, escribí. Hijos, también. Está esa foto con nuestras madres, cada una, orgullosa, con el diploma del hijo, un premio municipal flamante. Esa foto dice más de lo que muestra. La cuestión del padre, en efecto. Ambos habíamos tenido, en clases distintas, padres duros, que nos habían exigido una templanza que enfrentamos como pudimos para persistir en lo que más nos gustaba contrariando los imperativos en “la lucha por la vida”. A nuestros viejos ausentes les habría gustado comprobar que los hijos, tercos, habían acertado en algo: este oficio de escribir, que es también, ningún secreto, el de vivir.

Guillermo Saccomanno y Juan Forn al recibir un Premio Municipal, acompañados por sus madres.

4. Salto en el tiempo. Vos dirigías un suplemento cultural. Tu suplemento -y el posesivo no es gratuito- de entrada se convirtió en ese Radar de la diversidad. Cuál era la clave: un staff de escritores jóvenes apasionados, más que de periodistas adocenados y críticos obsoletos. En tanto, sacaste dos novelas. Te sulfataste en la exigencia. Una pancreatitis te dobló. Con años más que vos -era tu hermano mayor- la ciudad me había sulfatado antes, ya me había afincado en la costa. Te convencí de que acá podías limpiarte. Te viniste con mujer e hija. Te costó al principio. Pero, en tu estilo empecinado lo lograste. No obstante me decías: no puedo con la ficción. Sin embargo, la estabas haciendo. Como no podías arrancar una novela -eso decías y merece un sic- empezaste a escribir contratapas en el diario del viernes.

5. Disculpame las elipsis, obvio que me gustaría que esta madrugada estuvieras acá, al lado, editándome este cuento, porque se trata de un cuento.

6. La vida en la costa no es tan idílica como los tilingos del verano y los fines de semana suponen. Nuestra vida acá, un pueblo desolado en el invierno glacial, las sudestadas contra las que caminábamos. Pero la intemperie tenía su encanto. Se corporizaba la idea de solidaridad en los prójimos. Y estuvimos cerca de aquellos que, al venir, nos abrieron la casa y el corazón. Aunque, se sabe, pueblo chico infierno grande. Hubo un tiempo en que nos peleamos, ya ni recuerdo por qué ni tiene relevancia.

Hay dos librerías en la calle principal, una frente a la otra. Vos eras asiduo de una y yo de la otra. Nos evitábamos. Pero los libros necesitaban hablarse, nos pedían un armisticio. Contado así, da risa. En el pueblo se respira una atmósfera solidaria y popular en la que nos sentíamos abrigados, un aura entre hipismo cutre y criollaje, chetos venidos a menos, expulsados de lo urbano. Soy de acá, loco, decías como credencial. Lo que explica por qué cuando los Newman, espectros de tu pasado, te invitaron a la ejecución del saqueo, te negaste con un asco que ya no era sólo el del renegado sino el de quien eligió pararse en la vereda opuesta. Miren al pibe que fue del Newman. Mírenlo caminando en el viento, coleccionando piedritas de la playa. Cada piedrita, un texto.

7. A los dos el tiempo nos pasaba facturas. El cuerpo se cobra los excesos. Vos, otras pancreatitis, internaciones. A mí, me las cobraba parecido. Si estabas internado, te iba a ver. Si estaba internado, vos venías. Así éramos. Acordate cuando me trajiste el libro de Walser al Interzonal de Mar del Plata. Lo perdí en el traslado a otro hospital en Buenos Aires. Últimamente discutíamos si era o no El paseo. No llegamos a un acuerdo.

8. Hace un par de años mi compañera me arrastró de urgencia, descoyuntado, a una clínica. Con el suero conectado, me resultaba graciosa la situación y te llamé. Atendiste: estabas también internado, también de urgencia, en Mar del Plata. Los dos, cada uno en su camilla, a cuatrocientos kilómetros uno del otro, más cerca que nunca, hablamos una vez más de libros. De Chejov, que era médico, hablamos. Y de William Carlos Williams, que también. Incurables. Corresponde aclararlo: no se nos veía tan mal. Seguiste nadando, caminábamos la playa todo el tiempo. Y nos jactábamos de nuestra apariencia saludable.

9. A esta altura tus contratapas son un imán. El caudal de lectores aumenta semana tras semana. Si bien es cierto que el input inicial estuvo en las “Vidas imaginarias”, de Schwob, que Borges empleó antes como modelo para su “Historia universal de la infamia”, vos le encontraste una vuelta de tuerca. No eras un creyente, pero la escritura era tu religión. Te las ingeniaste para que esas historias de artistas, locos y criminales se leyeran como milagros existenciales. Te infiltrabas en el texto, entre los personajes, guiándolos y diciéndole a los lectores pasen y vean, transmitiendo el entusiasmo por una trama que era siempre imperdible. Se tratara de Isak Babel o María Félix, Wittgenstein o Elizabeth Bishop, la del arte de perder. Todas esas vidas, desplegadas viernes tras viernes, eran tan tuyas y fantásticas en sus desgracias, peripecias y hallazgos como las que le gustaría vivir a un pibe que recién aprende a leer y descubre las novelas y quiere estar ahí, vivir la epifanía. En este punto, tus notas eran autobiográficas, cada una un capítulo de tu vida de lector. Encontrabas prodigios aún en las vidas más oscuras.

10. Ayer fue el día del padre. Te llamé en la mañana. Estabas entusiasmado con una nueva edición de tus contratapas, la más perfecta. En la cubierta, una silla que levanta vuelo hacia el cielo. Yo recordaré por ustedes el título. Iba a ser una edición “definitiva”, si es que un texto se termina de escribir alguna vez. Un obsesivo, vaya novedad. A tu mirada no se le escapaba detalle. Si reviso alguno de los libros de tu biblioteca voy a encontrar no sólo subrayados los pasajes que te conmovían, también las marcas de las erratas detectadas.

Leonard Cohen aconseja que antes de antes de partir hay que cerrar las cuentas. En los últimos años te reconciliaste con aquellos antiguos contrincantes con los que persistía una resaca de entripados. Un broche de sabiduría, convengamos. Lo hiciste. Eras otro, y no venía del porro. Venía del alma. Una enseñanza, quisiera imitarte. Prometo intentarlo.

Festejabas con amigos el libro cerrado y tu día. Te sentiste mal. Te volviste a tu casa en el bosque. Estabas con tu hija. El malestar te ganaba, te quedabas. Y ella llamó a un amigo guardavidas, trató de reanimarte con rcp. Te quedabas, te quedaste. Después la ambulancia cuando ya no se podía nada. Chau.

Y también, te gustaría que contara que el almacenero, buen lector, cuando fui a comprarle una botella de whisky, me contó que el hijo le preguntó quién era el finado del que hablaba todo el pueblo, todo, y le dijo que, si quería averiguarlo, que te leyera. Esta anécdota, además de probar la eficacia de tu escribir, al darle un sentido a tu escritura, te coparía. Y que nombrara a todos, cada uno de los que vinieron a despedirte esta tarde, una banda que te adoptó.

11. Te lo decía. Por lógica etaria, me tocaba partir antes. Así que a vos te tocaría escribir sobre mí. Jodíamos con el asunto. Quiero que me dediques un viernes, te contestaba. Quedamos en que, al que le tocara escribir al otro, citaría ese poema de Auden. Ganaste, perdí. Me toca transcribir esos versos: “Detengan los relojes// Creía que el amor perduraría por siempre: me equivoqué. No precisamos las estrellas ahora, apáguenlas todas, / empaquen la luna y desmantelen el sol/ drenen el océano y barran los bosques/ porque ahora nada será como antes”.

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Esta columna forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que se completa con los artículos de María Moreno, Ángel Berlanga, Paula Perez Alonso y Miguel Russo.