El 22 de octubre, el Día Nacional por el Derecho a la Identidad, las redes sociales se llenaron de manos con nombres, me llamo tal, sé quien soy y por eso puedo decirlo.

No encontraba como participar de la convocatoria. Sé cómo me llamo, sé quien soy, siempre conocí mi historia, pero todavía no tenía el derecho a ejercer mi verdadera identidad.

Cuando nací, mi mamá y mi papá, Aida Bruschtein y Adrián Saidon, clandestinos y perseguidos, me anotaron en un hospital con sus nombres verdaderos sabiendo lo qué significaba y el peligro que corrían al hacerlo. Los dos fueron asesinados y desaparecidos.

Mis tíos Irene Bruschtein y Mario Ginzberg me adoptaron y me anotaron en los registros como si fuera un hijo propio, hermano de Victoria, su otra hija y me salvaron la vida al hacerlo. Ellos también fueron asesinados y desaparecidos por el terrorismo de estado.

En México, me crió mi abuela Laura Bonaparte. Nunca tuve documentos reales en los ocho años que viví allá.

Sé quién soy, soy hijo de Aida y Adrián, soy hijo de Irene y Mario y también soy hijo de Laura.

Aida y Adrián arriesgaron su vida al registrarme en ese hospital de Avellaneda y me dejaron un mensaje: sabemos que tal vez no estemos, pero fuiste amado y deseado por nosotros, nadie nunca me oculto esa verdad.

En noviembre de 1994, me presenté en la entonces subsecretaría de Derechos Humanos buscando recuperar en lo legal mi identidad biológica.

En 2009, presenté literalmente cientos de folios de pruebas reclamando acceder a mi identidad biológica en el juzgado número 4 de Morón. Entre las pruebas hay tres estudios de ADN, denuncias y relatos hechos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos durante la dictadura, un cuento de Julio Cortázar que narra esta historia, testimonios que confirman el relato de todas las personas que declararon, un nuevo ADN, el de los restos de mi mamá encontrados por el Equipo Argentino de Antropología Forense e identificados con mi sangre, otros ADNs solicitados nuevamente por el juzgado y decenas y decenas de escritos contestados y vueltos a contestar. Siempre había un nuevo papel, un nuevo pedido de prueba, un nuevo plazo para definir.

Me pasaba algo raro, cada vez que me compraba zapatillas pensaba: “estas son las últimas que voy a cambiar antes de recuperar mi nombre. No tiene relación pero pasaba siempre. También me pasó cuando empecé a estudiar medicina pensando en tener un título con mi verdadera identidad, me pasó con mi especialidad y con cursos de posgrado y trabajos, me pasó cuando estaban por nacer mis hijas, Franca y Carmela. Con Paula, mi compañera de vida y madre de nuestras hijas, pensamos sus nombres con la esperanza de que pudieran tener desde el primer día su verdadero apellido. Me pasó cuando estaban por empezar a hablar, cuando empezaron el jardín y la escuela primaria, y me pasa ahora que la más grande está cerca del colegio secundario. Pero eso es lógico, lo raro,  lo curioso es que me pasara con las zapatillas. Las estiraba y usaba hasta que no daban más de gastadas y rotas. Ahí pensaba, bueno, con estas no salió, iba y buscaba unas nuevas que me sirvieran para seguir adelante los kilómetros y años que hicieran falta y conseguir algo tan básico y elemental, nuestro derecho a la identidad.

Esta semana, finalmente y después de 27 años de haber iniciado este camino, me llamó mi abogada para comunicarme la sentencia judicial que nos devuelve a mi y a mis hijas nuestro derecho a la identidad, Hugo, Franca y Carmela SAIDON.

No es solo un papel, el expediente judicial en sus fundamentos, conclusiones y sentencia tiene un recorrido que da cuenta y por probada la historia de una familia perseguida y diezmada por el terrorismo de Estado, pero también de enorme solidaridad de compromiso y entrega, esa identidad no es solo mía, es un pedacito del gran rompecabezas de nuestra historia e identidad como pueblo y como nación.

Es cierto que en este largo recorrido me encontré con puertas cerradas, pero esas puertas me dieron también una cantidad incontable de compañeros y compañeras que acercaron una llave para tratar de abrirlas, a veces con suerte y otras no tanto, no me olvido de ninguna, ni de quienes me tiraron una soga cuando la pendiente parecía interminable.

Tuve la suerte de contar con una gran y comprometida abogada, Elsa Freijo, que agarró la causa y con dedicación de artesana acomodo las pruebas, los escritos, testimonios, presentaciones, idas y vueltas judiciales, trámites, diligencias, que me tuvo una paciencia infinita y de yapa fue psicóloga y docente de derecho conmigo.

Horacio Pietragalla Corti, Nicolas Rapetti y Federico Efron dieron un apoyo institucional contundente desde la secretaría de Derechos Humanos de la Nación, sin especulaciones, sin vueltas, sin dejarme agradecerles, planteándome que era su responsabilidad hacerlo y, en ese gesto fundamental al final del recorrido, pusieron al estado argentino, una vez más, a hacerse cargo de su historia.

Mi prima y hermana, Victoria, no sólo me acompañó con trámites y gestiones que parecían callejones sin salida, también me bancó incondicionalmente en las decisiones que fui tomando y que son parte de nuestra historia común.

Ahora empieza otro camino, el de los miles de trámites para ordenar documentos, registros laborales, títulos, certificados y toda clase de papeles. Sé que no va a ser fácil pero también sé que cada paso va a ser reparador. Tengo zapatillas a prueba de todo, un llavero enorme que no sale de mi bolsillo y sogas para trepar cualquier montaña, “... pero si no tuviera no importa, sé que hay muertos que alumbran los caminos.”

Memoria, Verdad y Justicia.