El ferrocarril subterráneo

(The Underground Railroad)

(EE.UU., 2021)

Dirección: Barry Jenkins.

Guión: Jihan Crowther, a partir de la novela de Colson Whitehead.

Fotografía: James Laxton.

Música: Nicholas Britell.

Montaje: Joi McMillon, Alex O’Flinn.

Intérpretes: Thuso Mbedu, Joel Edgerton, Chase Dillon, Aaron Pierre, Amber Gray, William Jackson Harper, Kraig Dane, Sheila Atim.

Duración: 9 horas, 53 minutos.

Disponible en Amazon Prime Video.

10 (diez) puntos

Basada en la novela de Colson Whitehead, ganador del Pulitzer, la serie El ferrocarril subterráneo ofrece 10 capítulos de una intensidad que permanece luego de sus inevitables 10 horas. La dirige Barry Jenkins, cuya película Moonlight (2016) fuera premiada con tres Oscars, entre ellos el dedicado a Mejor Película. Galardones aparte, la serie de Amazon Prime es de una contundencia notable. En varios aspectos.

Ambientada en los años previos a la guerra civil norteamericana, El ferrocarril subterráneo narra la historia de Cora (Thuso Mbedu), esclava fugitiva que de alguna manera reitera los pasos de su madre. A la manera de un fantasma que la impulsa y cuida, la figura materna oficia en Cora como un impulso no dicho mientras mantiene vivo el desvelo de Ridgway (Joel Edgerton), el implacable cazador de fugitivos que nunca dio con el paradero suyo. En su cólera hacia Cora, Ridgway perseguirá también sus fantasmas propios: la situación asegura ser irresoluble.

De este modo, huida y persecución trazan un recorrido dual, que abre las venas de la sociedad estadounidense, y la puesta en escena de Jenkins orbita evidentemente esta cuestión: el norte y el sur, la superficie y los túneles, los blancos y los negros. El tren subterráneo aparecerá como un imposible necesario, a la manera de un mundo paralelo donde caerá esta Alicia afroamericana. Lacerada y humillada, cuando Cora llegue a las entrañas de la misma tierra que trabaja, la espera la promesa de un tren libertario. La locomotora llena de humo el túnel y anuncia otra vida. O tal vez sólo se trate de un medio mediante el cual escapar. ¿Hacia dónde y cuántas veces?

En este sentido, los 10 episodios bien podrían pensarse a la manera de 10 estaciones, con sus correspondientes estados, cuyos nombres Jenkins utiliza para titular de manera rotunda el comienzo de cada uno de ellos. Cora los atraviesa desde un andar casi indolente, presa de un horror que le es familiar, de toda la vida. No espera encontrar nada diferente, y cuando lo hace, el matiz de la sospecha amenaza. Es un sentimiento que hábilmente la serie comunica, desde una sutileza que crece, hasta mostrar las fauces del mismo monstruo. Otros ropajes, otros gestos, para una dualidad que prosigue: el negro es negro, el blanco es blanco.

En este periplo, Jenkins ofrece momentos románticos y desgraciados. Cora ama y es amada. También mata. Y es allí cuando la tarea feroz del cazador de fugitivos –un admirable Joel Edgerton– encuentra un justificativo todavía peor, mientras perfila una relación de atracción malsana: ¿qué es lo que moviliza a Ridgway?, ¿el orgullo herido?, ¿un odio “natural”? Mientras los episodios se suceden, entre Ridgway y Cora se teje una intensidad que oficiará de síntesis: esclavitud y racismo, pero también machismo y sometimiento (cualquiera sea la época).

Ahora bien, hay algo realmente extraordinario en la serie de Barry Jenkins, y tiene que ver con la puesta en juego de los géneros narrativos. Desde una recreación histórica que duele –pero que habla desde el presente y ningún otro lugar, más vale tenerlo claro–, la serie incluye la figura de un tren fantasma. Tan imposible como la camaradería entre Ridgway y el niño negro, de traje y bombín, como si fueran El Llanero Solitario y el indio Tonto. Hay un clima de folletín y de estereotipos de historieta muy disfrutable, que evitan lo lúdico y ofician como vehículos reconocibles, tópicos. De esta manera, la historia de Cora sucede desde capítulos que bien podrían ser parte de La Dimensión Desconocida de Rod Serling. Pero con la atención puesta en lo lacerante y brutal, como ese camino de bienvenida al pueblo donde los negros están prohibidos y cuelgan desde los árboles en largas hileras, a la manera de un disfrute perverso, como el que guarda en su carroña racial el grupo de religiosos fanáticos que lo habita.

La serie atraviesa los pliegos del racismo estadounidense.

Cora pasará por todos los estadios imaginables, en su tal vez imposible persistencia por, si no llegar a algún lado, al menos huir. Justamente, ¡Huye! (Get Out) es el título de esa gran película de terror de Jordan Peele, donde la amabilidad blanca troca en su reverso verdadero: el odio racial. Y es esto mismo lo que en un claro y perfecto momento El ferrocarril subterráneo exhibe, cuando en su ámbito de reunión comunal, el pueblo negro casi idílico al que Cora llega, discuta sobre qué hacer con ella. Esa escena recuerda, no casualmente, a la discusión en la iglesia de A la hora señalada (1952), donde el director austríaco Fred Zinnemann y su guionista Carl Foreman metaforizaban la delación y la cacería macarthista de aquellos años. En el caso de El ferrocarril subterráneo, lo que se asevera es el racismo y el desprecio de los blancos, el de entonces y el de ahora. Con una claridad exultante y que, nada casual, preanuncia la tragedia que el argumento ofrece a continuación, porque Estados Unidos, tal como se dice, nació preñado de violencia.

“¿Hacia dónde huir, si se es negro y se vive en Estados Unidos?”, pareciera concluir la serie de Barry Jenkins. En su desenlace, el agobio se respira y apela a puntos suspensivos, que sin embargo subrayan la necesidad de decir: “aquí estamos”. Una ratificación que al llegar al desenlace se convierte en historia reiterada, en situación cíclica, que comunica la vida de aquella madre fugitiva con la de esta hija, igual de persistente, que cuida en su abrazo a quien es más joven, a quien seguirá, también, huyendo.

En síntesis, El ferrocarril subterráneo es una serie estupenda, porque es una obra audiovisual de claridad formal, en la cual –entre varias consideraciones– la cantidad de episodios obedece a una puesta en escena capaz, por ejemplo, de alterar la duración y el formato de dos de ellos. Algo más o menos así sucedía también en esa otra gran serie que es Too Old to Die Young (2019), de Nicolas Winding Refn. En ambos casos, se trata de directores de cine. Un gran detalle.