El hombre almuerza junto a uno de los ventanales que da a calle Sarmiento. Bife con fritas. Los pliegues que se forman en su rostro al masticar indican que le faltan varios dientes. Cada tanto, bautiza la copa de vino tinto con un toque breve de agua.

El bodegón está atrapado en el ámbar de otras épocas. No responde a ninguna de las pautas sobre las cuales florecen esos lugarcitos nuevos, decorados con jarros enlozados y cuadros que mandan a sonreír, amar y soltar semillas de panaderos.

Dos carteles al frente, con el menú escrito con tizas de colores. Milanesa con puré $300. Adentro parece haber solamente hombres. Arriba del local hay piezas de pensión.

Un tipo fuma al lado de la puerta de entrada, con el barbijo apenas corrido bajo sus labios.

Entro, empujada por esa intuición que guía a quienes presentimos que lo auténtico o lo noble suele renegar de las máscaras.

El mozo es joven, pero su edad me resulta indefinible. No tiene chaqueta, ni delantal. Le planta cara al frío obligatorio de la puerta abierta con un jean y un pullover claro. Me explica el tamaño de la milanesa. Se puede llevar. Hace un gesto para redondear la idea de que el puré es de papas y no de sobre.

-Siéntese si quiere, doña.

No me saco la campera.

Un cuadro de Los Beatles cerca del baño. Una vitrina con un juego de tazas japonesas y cuadros con dibujos. Una fotocopia de la cara del Gordo Porcel enmarcada junto a un mandala. Una publicidad de Coca que parece antigua, pero no lo es. El tubo de desagüe del aire acondicionado guiado hasta la maceta de un palo de agua.

En la televisión, instalada en altura, están pasando la noticia del derrumbe de un edificio en Miami. Ahí nomás de la playa. Dicen que cerca de esa zona hay un lugar al que llaman “Little Buenos Aires”, por la cantidad de argentinos que viven allí, y por la abundancia de restaurantes de “gusto rioplatense” que ofrecen su menú.

Se me da por imaginarme una “Little Rosario”, situada a unas cuantas cuadras de su referente pseudo porteña, con una réplica del Monumento y ningún bar similar a este. Seguramente, en localcitos primorosos, servirían un combo Carlito + Pfizer, y la foto del Gordo Porcel se repetiría al estilo de la Marilyn de Andy Warhol. No reemplazarían al Gordo con Olmedo, porque el Negro nunca se fue a vivir a Miami ni hizo una película con Brian de Palma. De hecho, el combo de tostado + vacuna se llamaría, sin dudas, “Carlito´s Way”.

Una pareja franquea la puerta. Los dos cumplen con los ritos del alcohol en gel y eligen ubicarse frente a la TV. La mujer tiene un barbijo con una imagen estampada de una Virgen que lleva una corona roja. Deja el bolso de friselina debajo de la mesa. Tampoco se quitan la campera. La de él es blanca, con la inscripción de la Juventus en la espalda. La de ella conoció una versión más prolija de azul marino.

No alcanzo a escuchar lo que piden, pero no pasa mucho tiempo hasta que el mozo les apoya la panera y una botella de Toro tinto. El líquido que contiene la copa del hombre sentado junto al ventanal de Sarmiento es, apenas, una transparencia con volutas de púrpura. El comensal nunca levantó la vista de su plato, salvo para embocar la bendición.

Desde una mesa que no alcanzo a ver muy bien, otro cliente que terminó de almorzar invoca al mozo. La primera vez, el muchacho no lo escucha. Parece estar en la cocina. El hombre llama de nuevo. Desde una mesa más cercana a la barra, otro habitué se solidariza y reitera la voz: -Mozo…. Hacía mucho tiempo que no escuchaba ese llamado franco, simple. Más allá del paréntesis inducido por la pandemia, me he acostumbrado a los gestos: levantar la mano, apenas, mientras se busca con la mirada.

Siento la necesidad de tomar apuntes. Temo que, cuando llegue a casa, se me habrán olvidado muchos detalles que quiero escribir. La misión de búsqueda de almuerzo se ha convertido en algo más. Tanteo los bolsillos de mi campera: dejé el celular en mi casa, enchufado al cargador. Al levantar la mirada, veo la birome que reposa sobre la planilla de recolección de datos asignada al protocolo. Me estiro y la tomo, porque ya divisé, como al descuido, un servilletero salvador. Cuando anoto las cuatro o cinco cosas que surgen en dos papelitos traslúcidos, siento que estoy cumpliendo con un rito, con algo que debía suceder.

En la pantalla, el vivo del derrumbe vuelve una y otra vez desde distintos ángulos. Una periodista especula acerca de la razón por la cual una mujer argentina, en medio del revuelo provocado por el nubarrón de polvo, chocó su cabeza con una palmera. Pienso que Little Buenos Aires puede ser, tal vez, producto de una confusión parecida: algo parece derrumbarse, el polvo se levanta y da la sensación de que hay que salir corriendo. Solo que, en este caso, el derrumbe es literal, y ha ocurrido allí donde parece estar la salvación. 100 por ciento mampostería made in USA. El incidente con la palmera completa el color local.

Antes de ir a cobrarle al hombre que lo ha llamado, el mozo apoya la bolsa con las bandejas en mi mesa y me agradece la compra.

Mientras camino a casa, pienso en el menú rioplatense de Miami: ¿incluirá, acaso, milanesas con puré?