“¿Estamos en una relación tóxica? Últimamente escucho mucho esa palabra”, le dice el personaje de Mae Martin, una standapera andrógina y verborrágica a su novia George. La reflexión, entre el descubrimiento y la desconfianza, se da sobre el final de la primera temporada de Feel good, después de un pico de intensidad amorosa que dejó bastante agotadas a las protagonistas. Esta comedia oscura y tierna, que acaba de estrenar nuevos capítulos, apareció el año pasado en Netflix, en pleno inicio de cuarentenas pero quedó un poco escondida bajo la sombra de la monumental I May Destroy You. Tienen varios puntos de contacto: ambas son británicas, están escritas y dirigidas por sus protagonistas y se basan en sus vivencias extremas. Otra cosa que comparten es que las dos se leyeron desde ópticas acotadas. Las reseñas de I May Destroy You apuntaron sobre todo a la cultura de la violación y las intersecciones de ser una millenial de familia migrante ganesa; y las de Feel Good se centraron en el lesbodrama, presentándola como como la “nueva apuesta LGBTIQ+” de la plataforma de streaming. Pero si bien comparten la cuestión obvia de género como frente y fondo, tienen otra cosa en común: las dos profundizan sobre marcas psicológicas, fisuras, que harán actuar a sus personajes desde la compulsión, devenida en distintos tipos de adicciones. Entonces, si en I May Destroy You está el tema de la ficción contemporánea de las redes sociales, y el high del like como paliativo a la autoestima, en Feel Good aparece lo vincular como un agujero negro donde van a parar nuestros traumas.

No es un tema original: nuestra educación sentimental se basa en historias de amor y dolor. Pero ahora mismo, bajo la órbita de los mandatos del “si duele, rajá” y los discursos del merecimiento y la toxicidad, ahondar en un vínculo amoroso y dignificarlo a pesar de cierto sufrimiento, resulta, paradójicamente, un soplo de aire fresco.

La historia tampoco es nada del otro mundo: chica bisexual conoce a chica heterosexual; quedan prendadas y en dos minutos se arma la rueda amorosa: etapa del espejo, subidón de dopamina, sexo desenfrenado, intimidad, dulzura, conviviencia casi inmediata y ahí, claro, empiezan los problemas. La ansiedad e inseguridad típicas del inicio de una relación no sólo se mantienen más de lo esperable sino que, en el caso del personaje de Mae Martin se agudizan. Su nueva novia tiene algunos problemas de clóset y eso no ayuda. Pero esa será solo la punta de lanza para desnudar uno de los problemas de fondo: el carácter adictivo de Martin (entre otras cosas, ex consumidora de cocaína) sale a la luz con su voracidad y su ansia, y ahí empieza otro núcleo del disturbio. Quien la deja en evidencia es su madre, interpretada por una siempre genial Lisa Kudrow, y ahí se abre una caja de pandora tan brava como divertida - las escenas de Narcóticos Anónimos tienen momentos desopilantes; los diálogos sexuales rankean entre los más creativos de los últimos años- , porque al fin y al cabo a pesar del drama esta es una comedia negra y le hace muchísimo honor al género. Feel good tiene, además, un plantel de personajes secundarios que brilla tanto como sus protagonistas y los temas abordados –la vulnerabilidad en los vínculos, el sexo usado como ansiolítico, la dificultad de conexión– no aparecen como bajadas de línea sino en cuadros absurdos pero profundos.

Martin personaje y Martin de la vida real es una/une (transicionó a la identidad no binarie entre la primera y segunda temporada y acepta que la nombren en femenino o neutro) comediante canadiense que lleva dos décadas en el mundo del stand up. Hija de intelectuales, al parecer siempre fue un bicho raro y desde muy chica se escudó en los chistes para sobrevivir. Los clubes de comedia le dieron un espacio expresivo pero también fueron una cueva complicada. Interactuaba con personas mucho mayores y lo que fue una escuela iniciática de muchas cosas --música, literatura, cine-- también fue el lugar donde empezó a consumir drogas antes de la adolescencia. A los 15 años ya había pasado varias veces por clínicas de rehabilitación --proviene de una clase privilegiada, el dinero nunca fue un problema y eso aparece remarcado en la serie-- pero su voracidad era tal que el fondo no llegaba nunca: terminó presa un tiempo, procesada por tráfico. Luego migró a Londres, donde reside. 

Resulta desconcertante que esta criatura fresca de ojos saltones y pinta de efebo eterna, con una gestualidad neurótica tan desesperante como encantadora, viva con esa sombra larga, esa vacuidad profunda, que llena a base de velocidad mental, chistes autodenigratorios y una lucidez poco frecuente en el ámbito de la comedia identitaria. Pero ahí está la clave del talento de Martin y de la serie: no simplifica, rompe --justamente-- cualquier visión binaria que pueda haber y desafía --sin ser reaccionaria, más bien todo lo contrario-- las lógicas de certeza de lo político y lo correcto: se burla tanto del poliamor pansexual como del modelo heteroburgués, desconfía de cualquier modelo que salde una discusión o se venda como fórmula para la felicidad. “¿Soy trans?”, se pregunta en un momento de muchísimo dolor y confusión en la primera temporada. “¿Podemos decir que sos trans?” Le pregunta luego en la segunda temporada su mánager, con fines mercantiles. “Me gusta porque sos todo lo que ahora está de moda”, le dice en otra oportunidad. Martin no le esquiva a la incomodidad, todo lo contrario, la pone por delante --al fin y al cabo de eso se trata el humor-- y la interroga. Si en la primera temporada la historia de amor obsesivo deriva en desnudar su carácter adictivo, en la segunda da una vuelta más de tuerca y revela el lugar donde viven los monstruos, eso que la que la psicología cognitiva ahora llama “trauma”, la herida original. “¿Es que ahora todos sufrimos trauma?” vuelve a preguntarse una Martin en estado de sospecha contemporánea. . Y sí, sufrió un trauma, y ese trauma tuvo origen, en su caso, en uno de los temas más debatidos de los últimos años: la cuestión del consentimiento sexoafectivo y las relaciones asimétricas.

Martin es valiente, se mete con temas complejos y los trata con dosis parejas de acidez y sensibilidad. Y todo eso a partir de la fórmula más vieja del mundo: el amor como estado de locura sí, pero también de posibilidad.