El hombre que mató a Don Quijote

(The Man Who Killed Don Quixote)

España/Bélgica/Francia/Reino Unido/Portugal, 2018

Dirección: Terry Gilliam.

Guión: Terry Gilliam, Tony Grisoni.

Fotografía: Nicola Pecorini.

Música: Roque Baños.

Montaje: Teresa Font, Lesley Walker.

Intérpretes: Adam Driver, Jonathan Pryce, Joana Ribeiro, Olga Kurylenko, Stellan Skarsgard, Óscar Jaenada, Paloma Bloyd.

Duración: 132 minutos.

Disponible en Netflix.

8 (ocho) puntos

Finalmente, Don Quijote se sumó a la iconográfica galería del director Terry Gilliam. El hombre que mató a Don Quijote está en Netflix, y hasta el momento es la película más reciente de uno de los realizadores más imaginativos y libérrimos. A la vez, significa la concreción de un proyecto (casi) maldito, perseguido por el realizador una y otra vez a lo largo de más de dos décadas, de las que un documental imperdible –Lost in La Mancha, 2002– supo dar cuenta cuando el proyecto (inconcluso, caótico, terrible) supo ser protagonizado por Jean Rochefort y Johnny Depp como Quijote y Sancho. Entre otros intentos, todos fallidos, uno contó con John Hurt. A Hurt y Rochefort (fallecidos en 2017) está dedicado este film, que es de 2018 y no tuvo en Argentina estreno en salas (sí por streaming, el año pasado).

En aquel documental, Gilliam reflexiona sobre la atracción por el Quijote de Cervantes, y confesaba que no había llegado a él por su lectura, que ésta había sido tardía. Lo notable (pero no tanto) es cómo la vida y obra del ingenioso hidalgo se parece a las del Sam Lowry (Jonathan Pryce) de Brazyl, el Parry (Robin Williams) de Pescador de ilusiones, y el Raoul Duke (Johnny Depp) de Pánico y Locura en Las Vegas. En el cine de Gilliam conviven referencias cruzadas, de poéticas dispares o parecidas como las de Hunter Thompson, Lewis Carroll, y el barón Munchausen. Pero Gilliam es Gilliam. Un Monty Python de pura cepa. Toda película suya vale ser vista. Algunas son mejores que otras, como sucede con tantos realizadores. O como sólo sucede con los que son buenos de verdad.

Por eso, que El hombre que mató a Don Quijote sea finalmente la película que es constituye un logro, que además actualiza la mirada del director sobre su industria, la del cine, siempre preñada de personajes nefastos y en contraste con otros, estrafalarios y creadores. ¿El Quijote es un alter ego de Gilliam? Puede ser, tanto como lo sería cualquiera de los demás protagonistas de su cine y sus sueños (y pesadillas). Justamente, el sueño oficia como el lugar verdadero y cierto de sus películas, como el ámbito que espera a ser alcanzado (o recordado) para así develar la falsedad de las mascaradas sociales, las que habitan en la superficie diurna de las cosas.

Por esto mismo, es crucial la manera desde la cual el “Sancho” de este film (Adam Driver) desgarra la pantalla de tela roída tras la cual descansa su Quijote reencontrado (Jonathan Pryce, nada casualmente él, sea por su rostro y talante precisos, pero también como prolongación de su tarea en Brazyl, aquella película megalómana y hermosa, hoy una pieza de culto que hasta la serie Loki cita en su iconografía bizarra). Atravesar la pantalla como al espejo de Alicia para preguntarse, entonces, qué es el cine. Hacerlo implica un riesgo, porque la luz del proyector y su película queman e incendian (como sucede en Bastardos sin gloria de Tarantino). Al hacerlo, el caballero de la triste figura recobra bríos, vuelve a pelear contra molinos de viento y a ofrecer gestos galantes, en una época donde predominan los brutos adinerados y la pobreza multiplicada.

Para llegar a este punto, a esta pantalla que (re)cobra vida (una variación más sobre la misma pregunta que se hicieran tanto Woody Allen con La rosa púrpura del Cairo como John McTiernan en El último gran héroe), a este descubrimiento lento pero inexorable que Toby hace de sí mismo como Sancho, deberá abandonar el rodaje y las presiones de algo que se parece a una película del Quijote pero no lo es; de algo que se parece al cine pero tampoco: una publicidad. De ese rodaje sin vida, de sus marcas y ejecutivos de traje, huye y se inmiscuye en problemas de sábanas y el progresivo (re)descubrimiento de una temprana película suya, que casi no recuerda: El hombre que mató a Don Quijote. ¿Qué es lo que guardan esas imágenes de un blanco y negro primerizo, independiente y arrojado? Hay que desgarrar, por eso, la pantalla de aquella historia, de esa experiencia de vida que parece lejana y parecida a la que aquí, acto reflejo mediante, el comercial resucita como mala paráfrasis.

Cuando el Quijote vuelve a la vida, la acción acontece. Este Sancho oficiará como escudero obligado, desorientado, atenazado entre el devenir de una profesión cuya motivación ha olvidado por perderse entre comerciales de vodka y dólares fáciles. Entre estas imágenes de un recuerdo difuso, asoma la de Angélica (Joana Ribeiro), como un sismo personal que Toby prefirió ocultar. Y entre todo, a no olvidar, la certeza de un título profético, de trágica predestinación. ¿Podría alguien matar al Quijote?

La película de Gilliam se interna en una vorágine. No es algo raro en su cine, sino consustancial. En algunos casos, logró contener más o mejor estos viajes, pero cada una de sus películas es una invitación a ellos, alocados y también oscuros (como sucede en la no muy recordada Tideland). Y tales espirales (de ecos hitchcockianos a veces, como sucede en 12 monos) son la verdadera experiencia. Como tales, la relación causal o de continuidad queda a veces relegada, y eso es para celebrar. ¿Analizar el cine de Gilliam desde la construcción “precisa” de un guión? No tiene sentido. Mejor dejarse llevar por la propuesta, el viaje, la experiencia, y que el devenir determine los sucesos.

Si el móvil descansaba en la pregunta sobre qué es el cine, también entonces por qué filmar. El Toby de Adam Driver comienza inmaculado, de blanco, atento a las correcciones políticas publicitaras, y cae lento en una huida que lo lleva a poner en duda lo que le rodea, en un límite impreciso entre lo real y su fantasía. De un lado, el Quijote; del otro, el rodaje de una publicidad que odia. ¿Cuál Quijote elegir? ¿Cuál, entonces, “matar”? Hacia allí se dirige el caballero de la figura triste, mientras batalla por quimeras que otros desprecian, entre risas burlonas y rebaños de humanos asustados. ¿Quién mejor que él como guía?