Desde Barcelona

UNO Ver a Rodríguez viendo otra foto de otro escritor junto a ese santuario y campo de batalla que es su biblioteca. Y de ahí que Rodríguez alguna vez pensase pensando lo que yo pienso que debe pensar (de ser él escritor y a la pregunta de cómo ordena su biblioteca) que él respondería que no la tiene ordenada sino des/ordenada. Que todo intento (alfabético, editorial, genérico) siempre acabó disolviéndose en el más armónico de los caos de nunca encontrar lo que se busca y de capturar lo que no se sabía que se estaba cazando. Y que tal vez --añado yo que añadiría él-- el orden ideal e imposible de una biblioteca doméstica pero nunca domesticada sería el de que estuviese dispuesta, libro a libro, según el orden en que se los fue leyendo desde que se aprendió a leer. Una bioteca. Y así --uno junto a otro, uno tras otro-- poder determinar conexiones, rupturas, reencuentros, libres asociaciones de nombres y títulos y, por tramos, concentración de hasta un estante completo en una vida y una obra. Entonces, la biblioteca de autores deviniendo en biblioteca de autor. La biblioteca como algo único: como huella digital o pupila de ojo. Y entonces la comprensión de que la biblioteca no es mueble que contiene libros sino que son los libros que sostienen y dan razón de ser y de estar a ese mueble (en muchos casos vacío y rellenado con fotos y souvenirs olvidables y en el mejor de los casos una ya senil enciclopedia incompleta) que alguna vez fue central en las casas y que hasta acabó reclamando y nombrando a todo un recinto: la biblioteca como la habitación donde se descubre un cadáver victoriano, o se espía la petite mort de un inexpiable orgasmo vestido de verde, o uno se aleja de todos para --pensar leyendo o leer pensando-- acercarse con todo a uno mismo.

DOS En cualquier caso o sistema, ahí está todo: esa otra vida. Y, si uno pasa más o menos la tercera parte de su vida durmiendo (soñando), entonces cuál será el porcentaje que se pasa soñando (despierto) mientras se lee. De acuerdo: hay gente que no lee y que, seguro, tiene uno de esos sueños pesados que más de una negra noche blanca Rodríguez ha envidiado. Esos sueños de no-lectores que, seguro, no van más allá de aquellos oníricos lugares comunes (esta parte Rodríguez no la envidia) del volar, del caer, del descubrirse desnudo en público o de regreso y examinándose en la escuela/universidad o en brazos y piernas de esta o aquel. Y, claro, ninguno de esos superficiales soñadores profundos contará en sus álbumes (teléfonos) con foto ante, junto, con biblioteca. Y recordando aquella foto que reveló hace unos días, la de William H. Gass de espaldas a la cámara, tocando y acariciando lomos como si se tratasen de teclas de órgano imprescindible para la vida, libros de otros que también son suyos ("mis libros", se dice, aunque uno no sea su autor), a Rodríguez ahora se le ocurre una nueva posibilidad biblio-fotogénica. Rodríguez se pregunta si, en términos ideales y justicieros, los escritores tendrían que posar no de espaldas a sus bibliotecas sino detrás de sus bibliotecas: con los libros por delante de ellos, sus rostros apenas visibles en esa delgada ranura --como de puesto de vigía-- entre la parte superior de los volúmenes y el estante de arriba.

TRES Y la biblioteca como río que fluye y nunca es el mismo porque sus corrientes cambian con cada relectura e inmersión.

Y otra biblio-foto: la de la biblioteca del crítico y profesor y teórico literario Harold Bloom. Allí, Bloom aparece sentado en una cama entre reflexivamente estoica y combativamente espartana, con aire de tribuno patricio más entre la cicuta y la columna que entre la espada y la pared, y con ese look inequívoco de Charles Laughton/Peter Ustinov como candidatos perfectos a la hora de su hipotética biopic cortesía de resurreccionista CGI (aunque, pienso que piensa Rodríguez, gracias a la misma tecnología, en lugar de actor podría ser la misma persona quien las protagonizara haciendo de sí mismo, ¿no?). Y Rodríguez espera que no se trate de pasajera ocurrencia escenográfica de fotógrafo: después de todo, leer en la cama es uno de los grandes placeres.

En la cama está ahora Rodríguez, leyendo a Bloom: acaso uno de los autores que más escribió sobre leer. Y Rodríguez leyó bastante de Bloom siempre sabiendo que leyéndolo solo a él le iban a dar muchas ganas de leer a tantos otros. Sus siempre discutidos y alabados cánones (con omisiones que, en verdad, son menciones invisibles), su angustia y anatomía de la influencia, su hipótesis entonces muy original (y hoy, en tantos casos, tan socorrida, auxilio) de que una pequeña judía fuese la autora de las mejores partes de la Biblia, sus listados de genios y su incuestionable pero también un tanto cómoda y mullida idea de Shakespeare como Big Bang y agujero negro y Alfa y Omega. Y --nadie es perfecto-- a Bloom nunca le gustó Stephen King y, parece, siempre le gustaron las princesas de pupitre.

Lo que lee ahora Rodríguez de Bloom (su vida se abrió en 1930 y se cerró en 2019) son dos antológicos libros póstumos pero ya escritos sabiéndose largos adioses que ahora se convierten en más que bienvenidos holas:The Bright Book of Life: Novels to Read and Re-Read (recuento de novelas que deben visitarse o revisitarse en la terminal y próximos a la partida) y Take Arms Against the Sea of Troubles: The Power of the Reader's Mind Over a Universe of Death (lo mismo en lo que hace a la poesía). Rodríguez espera estar mucho tiempo aún junto a su biblioteca y el tono encandiladoramente crepuscular de Bloom y sus convocados le da una cierta vitalidad en días en los que la vida es la muerte: calor insoportable, precio de electricidad y petróleo, Eurocopa y Messi, sardanas de independentistas y minués de Sánchez y pogo de la cada vez más siniestra Derecha, operación salida/entrada y turistas que vienen o que no llegan, indultados o imperdonables y, claro, las constantes del virus de modales inconstantes y otra vez España en "alto riesgo" y Cataluña otra vez en "riesgo extremo" por aumento de "incidencia". El último "episodio pandémico" ha sido el de los estudiantes en viajes de fin de curso "secuestrados" para sus cuarentenas luego de danzar y frotarse con euforia contagiosa unos con otros. Todos invocando a la democracia y aullando desde otros balcones para (finalmente "liberados" los que dieron negativo en las pruebas) volver a sus casas donde empiezan a dar positivo y... Rodríguez vio fotos de cómo dejaron las habitaciones del hotel. Dignas de Clan Manson: basura de comida trash, botellas vacías de alcohol (no en gel), cigarrillos muertos y ni un solo libro de esos que solían dejarse olvidados en vacaciones para recordarse a lo largo del trabajo de la vida.

Cansado de toda esta nada poética no-ficción, Rodríguez se dice que ya no quiere ir más de la cama al living y, por lo tanto, florido como Bloom, va a mudar sus aposentos junto a los libros. Y claro: su lecho tan Ikea como su biblioteca (un tanto más voluminoso y un tanto menos voluminosa que él y la de Bloom) no pasa por el marco de la puerta.

 

A enmarcar/encuadernar foto/ex libris de Rodríguez: metido dentro de un saco de dormir, en el suelo y a los pies de muy buena compañía pero más alto que nunca y en muy buena compañía, solo y sólido, fluyendo y fluido, despierto y soñando, pasando páginas que nunca pasarán.