Con una mirada no exenta de afables ironías, uno de los soci@s de Página/12 despliega en este decálogo una serie de registros sobre el lenguaje inclusivo: no hay una oposición franca al lenguaje inclusivo; sí un reducto, una opinión al cabo, de lo que el autor ve como la trama de ciertas veleidades en el empleo de un lenguaje que sigue dispensando adhesiones y resistencias.

Uno. El feminismo más reciente se ha dedicado a la tarea de lapidar aquellos límites que el lenguaje tradicional ha impuesto. Wittgenstein anota que los límites del lenguaje son los límites de nuestro tiempo. El lenguaje inclusivo ha sido (creo entrever) su especie oral y escrita más pendenciera. Roland Barthes nos habla del placer del texto. El empleo del lenguaje inclusivo es también un placer físico, y, creo entrever, su placebo más ostensible. Hay, en efecto, en los litigantes del lenguaje inclusivo una suerte de goce, de regodeo, cuya justificación ética abona la discusión.

Dos. El argumento capital de quienes abogan por el lenguaje inclusivo no es, claro está, de orden gramatical. No interesan su morfología, su origen ni su fonética. Entre otras razones, porque para que interesen hay que saber de gramática y lingüística. Así, la discusión se ciñe a una antropología de la igualación. El lexicógrafo Santiago Kalinowski anota que el lenguaje de marras es un fenómeno retórico cuya configuración discursiva es la lucha política. Más eficaces que esas generalidades épicas son sus inferencias o su hermenéutica de la lucha política: lo que busca el lenguaje inclusivo, según dictamina el licenciado Kalinowsky, es “terminar con mujeres asesinadas, mujeres que cobran menos por el mismo trabajo, mujeres que no pueden caminar tranquilamente por las calles.” Con esas teleologías, la petición de un careo con los instigadores del lenguaje inclusivo corre el albur de parecer una extravagancia, un mero tumulto de bravuconadas.

Tres. De las vocales disponibles, la vocal e ocupa un lugar central en la disputa de los géneros variopintos. En esta especie de juego de los 7 errores (hay escuelas y universidades que han sometido a sus alumnos a pruebas y testeos para medir sus fervores vocales e inclusivistas), la vocal e se desplaza de un lado a otro, de una palabra a la otra, de una frase a la otra, sin que medien mayores consideraciones filológicas, vale decir, sin que importe un bledo el conocimiento que se tenga de la gramática. Si una palabra viene históricamente con la vocal e, el inclusivismo te incrusta la vocal a, que es la morfema femenina, y ahora feminista por antonomasia. Ejemplar afamado, hoy más vigente que nunca, de esos allanamientos es la palabra presidente. Estas disfunciones o variaciones o amplificaciones o versatilidades de nuestra identidad, las resolvíamos -con antelación al inclusivismo- con los artículos determinados: la, el, las, los. El presidente, la presidente, la vicepresidente, la ex presidente, las ex vicepresidentes.

Cuatro. Ahora bien, si la palabra viene con su opción binaria, con la o y con la a, vale decir, con el asunto resuelto de antemano, tampoco nos basta, y así como nos fuimos de la e, verbigracia, con presidente, volvemos con fuerza de axioma a la e. Decimos diputado y diputada, pero para su plural, para que ningún legislador se perciba desplazado (o expulsado de la cámara), decimos ¿bajo el influjo del afrikáans?, diputades. La e, imprevistamente, declara su neutralidad o su unanimidad, aunque no lo haga con las voces presidente y vicepresidente: cosas del inclusivismo militante; cosas de pibas, pibes y pibis. ¿Pibis? ¿Presidentis? ¿Cuando hablamos de unos y otros? La digestión del lenguaje inclusivo no ha concluido.

Cinco. La u, por ahora, dispone de su albedrío. La información que procede de los paraísos informáticos (al que acudimos para disipar dudas e ignorancias y soslayar bibliotecas), refiere que la u se remonta a un jeroglífico de origen egipcio, cuyo ideograma representaba a un bovino llamado urus (a falta de una u, dos úes), con alusión a su cuerno. El sentido de la palabra cuerno lo conocemos. Ajena a las embestidas del inclusivismo, con Hijitus y con Neurus la vocal u ostenta su especie latina más afamada. Sin embargo, no creo que nadie se atreva a la usurpación de sus terminales. Pero Hijitus, finalmente ¿qué cosa es? Del caballo consular de Calígula no invoco eventuales objeciones porque es previo a nuestro idioma colosal.

Seis. Tampoco le han bastado al inclusivismo las palabras que concluyen con una consonante, por ejemplo la voz fiscal. El artículo, una vez más, definía al género: el fiscal, la fiscal. Ahora, sin que importen los determinantes, decimos la fiscala. Para hablar de la ex mandataria boliviana Jeanine Áñez, escuché, a un afamado periodista, decir: la presidenta de facta. Con esas correrías lingüísticas cualquier cosa es posible.

Siete. Más insalubres que estas displicencias retóricas o que la disputa de los géneros, son sus efectos colaterales. Al cabo, nada grave hay en la mudanza de los morfemas, o en las displicencias de la gramática en general. Lo que importa, para más o menos calibrar la densidad del objeto en cuestión, son sus recetas. Las alergias que la prescripción de las terapias feministas ejerce sobre ciertos hábitos lingüísticos, son, a veces, un poco molestas. Pero no es, aunque se fragüe alguna sobredosis de vocales y de artículos, la muerte de nadie. Dalmiro Sáenz decía (pensando en los menesteres de la patria) que jamás daría la vida por el sistema métrico decimal. El lenguaje inclusivo, como el sistema de múltiplos y submúltiplos, no debería diferir de esas nadas.

Ocho. Hay un segundo lenguaje, que no es inclusivo y que no es exclusivo, o que puede ser entrevisto como el más exclusivo de todos, porque no es generalizado, sino tristemente restringido su empleo a unos pocos: es el lenguaje léxico, el que figura en diccionarios, y que las generaciones se empeñan en no usar, bastándose (es lo que creen) con el empleo de trescientas palabras para comunicarse. ¿Cómo se puede (me pregunto) discurrir, seriamente, de que Dios existe o de la inmortalidad o de la fe con un arsenal de sólo trescientas palabras? Acaso sí basten para hablar de la mujer del otro o para sepultar un matrimonio. Por lo demás, yo prescindiría del Diccionario del argentino exquisito, que el mismo Bioy Casares se encarga de que no se adopten sus términos. Con el mismo énfasis, Bioy sugiere, y con razón, que a la hora de escribir, el diccionario de la Real Academia no basta para hacerlo bien. De esa afición al diccionario, Juan Fillol ha sido, de los incesantes escritores argentinos, acaso el más notorio. Con la admiración inclaudicable de Mempo Giardinelli.

Nueve. Con el Gulag ya afincado en el pasado, y con un Occidente averiado por la información desaforada, Solzhenitsyn proclamaba nuestro derecho a no saber. No hablaba del derecho de persistir en la ignorancia sino de no embarullarse con una información banal.

Diez. Solyenitzyn tiene razón.

*El autor es soci@ de Página/12. Se puede consultar la contribución en su contexto original y en respuesta al artículo publicado por este diario acá.