Resulta que el mismo sujeto que habla de valores republicanos para evitar una supuesta dictadura envía material bélico a un país hermano para consolidar un golpe de Estado. Quienes lo apoyan acuñaron durante la pandemia el concepto de “infectadura”, e instalan ahora la idea de que siete bancas legislativas nos separan de la ruptura democrática. Alguien dirá que estas contradicciones no son nuevas: que la “revolución libertadora” hizo todo menos liberar, empezando por los bombardeos a civiles. Que la última dictadura cívico eclesiástico militar y empresarial se impuso oficialmente como un “proceso de reorganización nacional”, y en cambio organizó una biopolítica hasta entonces insospechada, con centros clandestinos de detención y tortura, desaparición forzada y apropiación ilegal de bebés. Y que, mucho antes de Bolivia, Macri había ganado las elecciones defendiendo los valores republicanos que Argentina debía recuperar, para luego vender el país entero al mejor postor.

Tienen razón, pero olvidan que en verdad no existe nada nuevo. Que la pretensión de novedad nos enceguece y que lo único nuevo podría ser en verdad el pasado, si nos atreviéramos a pensarlo una y otra vez. Y nuestra capacidad de olvidarlo, que siempre encuentra nuevas vías para sólo mirar hacia delante. Ahora bien, advertir que el nudo de esa supuesta contradicción está en los significantes con los que comerciamos a diario, y que los usos de la palabra sirven una y otra vez a los intereses de cierto poder real, ¿tiene que sumirnos en la condena de un acontecimiento que ya sería inalcanzable? Si queremos una vida un poco más sana deberíamos cuánto antes abrir esa discusión entre disciplinas y entre banderas.

De lo contrario vamos a seguir en el juego de la repetición compulsiva, como sitúa Jorge Alemán en su libro sobre la ideología. Por lo demás, que la repetición nunca lleve a lo mismo no invalida el carácter mortífero de ciertos modos de compulsión, ni sus efectos. No hay peor ciego que aquel que no quiere ver, dice el dicho popular, y la ceguera selectiva es hoy el modo de lazo social por excelencia. La identidad de bandera que no piensa en situación, su herramienta principal. Mientras tanto la derecha neoliberal, el libertarismo idiota y el nuevo fascismo instagramer se reproducen con nuevas y más efectivas torsiones de la palabra.

¿Qué sería entonces algún orden de acontecimiento? Seguro que nada cercano a la revolución porque, como señaló Lacan, eso nos llevaría a una vuelta en círculo para encontrar un nuevo amo, especialmente si pretendemos una sociedad perfecta. Pero al menos estaría presente el intento de lo verdaderamente colectivo; el acto de pensar en situación para reordenar lugares devastados por la catástrofe capitalista. Cuando el dilema aparece en debates ajenos a una militancia partidaria, más temprano que tarde alguien impone una exigencia que tiende a la homeostasis: “Sí, las cosas no andan bien, pero yo tengo que seguir con mi vida”, cuya traducción podría ser, incluyendo el pasaje del plural desresponsabilizado al singular que interpela: “Si lo pienso a diario me angustio porque tengo que pensar en mi existencia y en la muerte”. Esta idea, que en términos generales es entendible, debiera preocupar cuando se encarna en la voz de quien dice haber arribado a un fin de análisis. Si esa estructura analizada evita pensar lo político proyectando el mal en el Otro de forma individualista, entonces el campo lacaniano perdió la brújula del síntoma. En el país del psicoanálisis, atravesarlo implicaría sólo un cuadro para colgar.

La política de un psicoanálisis ajeno a lo político

Hace tiempo decimos que nuestro presente está atravesado por la reproducción de las crisis. La tesis es acertada, pero desconoce la relación entre los escenarios: por comodidad pensamos a lo sumo en crisis adyacentes, como si en nuestra vida cotidiana sólo existiera el azar. Eso facilita que la noción de crisis circule con el pegoteo imaginario de una etiqueta que hace tiempo dejó de reconocer su etimología, ligada a una decisión que urge precisamente porque está pendiente. La raíz griega de la palabra implica eso mismo: un llamado a decidir una solución.

¿Qué coordenadas comparten crisis tan heterogéneas como la social, con índices enormes de pobreza, y la relativa al consumo mundial de agua? ¿Qué convergencia existe entre escenarios aparentemente disímiles como la crisis migratoria y la violencia de género o los transfemicidios, que aumentan de forma proporcionalmente inversa a su visibilización? ¿Qué relación tiene el extractivismo, como política económica supuestamente inevitable, con la desigualdad creciente entre los países que negocian deudas eternas y los que arman bunkers subterráneos con semilleros? ¿Qué asociación podemos establecer entre magnates que quintuplican su fortuna durante una pandemia, y los fenómenos de segregación que se intensifican a diario?

Y ante todas estas crisis, ¿qué dice del psicoanálisis lacaniano que resulte tan cómodo el refugio conceptual en una crisis fundante, como la declinación del nombre del padre que ubicó Lacan al inicio de su enseñanza, en lugar de abocarnos a indagar todas las problemáticas del lazo social como analistas y profesionales de la salud mental? ¿Cómo puede resultarnos tan simple repetir las palabras que dedicaron Freud y Lacan al tema de la segregación, para luego direccionar todos los fenómenos actuales a fuerzas ajenas, sobre cuyo texto el psicoanálisis no podría aportar una lectura, a riesgo de exceder los límites del consultorio? Que el soporte de nuestra práctica sean las reglas de la abstinencia y la neutralidad, y por ende la imposibilidad ética de una línea moral en nuestra escucha, no invalida el hecho de que trabajamos con el discurso. Y el discurso es el modo en que cada ser hablante se las ingenia para hacer lazo social en torno a un vacío. De eso, el consultorio “que no habría que exceder” es testigo central.

Quienes encarnan hoy un saber hegemónico respecto de la palabra de Freud y Lacan,¿no pueden leer en el malestar en la cultura freudiano --derivado de la renuncia pulsional necesaria para vivir en comunidad-- una advertencia para saber hacer con el síntoma, en palabras de Lacan? En lo social, ese campo que ninguno de los dos desdeñó jamás, esto podría traducirse en saber hacer con lo que no cierra, partiendo de la relación éxtima (íntima y exterior al mismo tiempo, señala el francés) entre barbarie y civilización, aportando nuestra lectura de lo real imposible a la construcción comunitaria de un porvenir simplemente un poco más sano.

Lo que vemos, en cambio, es una suerte de “identidad pesimista analizada” que convive con otras prácticas características de un mundo cruel, entendida ésta no como contingencia sino como necesidad, y bajo el pleno convencimiento de que el fin de las utopías se debe sólo al avance del neoliberalismo: “El Otro, que no existe, es neoliberal y por eso sucede lo que sucede. Yo no tengo nada para hacer”. Así, la práctica analítica queda reservada al consultorio o a la banalización virósica de un saber masticado para las redes sociales, abonando a la ceguera que recibe el material y se identifica con reglas generales.

Hay quienes esgrimen la bandera de lo singular. Lo bien que hacen, pero que el psicoanálisis trabaje con el síntoma de forma singular no implica que no pueda aportar, aunque desde otro espacio, a un análisis de lo social. Existe una enorme distancia entre no querer negociar conceptos centrales y el rechazo a interrogar lecturas propias que hacen dogma moral de una práctica que en verdad debiera estar en movimiento. En este sentido, la imposibilidad de pensar las crisis actuales no como escenarios contingentes, sino como efectos de una catástrofe que está en pleno estallido mientras el campo lacaniano se separa de lo político, dice mucho más de lo que parece sobre la posición que adopta un conjunto de practicantes ante lo real.

No se trata de negarlos presupuestos analíticos de base, sino de situar lo que podríamos estar escondiendo detrás de cierta racionalización. Que nos permitamos interrogar esa identidad tan estática y estética de un psicoanálisis que habla en idioma lacanés, y cuyo plus de gozar apunta al desentendimiento absoluto de su práctica respecto de lo comunitario. Obviamente lo mismo sucede a la inversa, dado que nadie lo entiende. ¿O no es para eso que sirve un idioma? ¿Es eso lo que se filtró de la palabra de Lacan, cuando dijo que hablaba para no ser entendido? Una cosa es un “ser de pensamiento” (como lo define a Marx) que pretende escaparle al sentido que surge de la articulación significante para ir más allá, y otra muy distinta es entenderse demasiado bien entre pocos, desdeñando de antemano cualquier movimiento que se pretenda emancipatorio porque escapa a la endogamia identitaria. De allí a pensarse ajeno a lo político, tan sólo un paso.Y es obligado.

Sin embargo, no deja de ser una política. Mucho de lo sucedido en el siglo pasado tuvo como soporte el “...malentendido ideológico” de ciertos discursos, dice Althusser, que armaron un saber estanco con la palabra freudiana y obturaron su apuesta subversiva. Que el campo lacaniano se separe de lo político mientras las psicologías de la conducta lo atacan por derecha tiene consecuencias. Quien quiera hacer de su práctica una doctrina, para después decir que no había entendido la premura del momento, podría asumirlo en favor de su salud mental. No en público, en una irrupción de responsabilidad moral que a nadie interesa, pero que asuma en su esfera íntima que decidió desentenderse de la subversión analítica que tiene al síntoma como norte. Que asuma su identidad con orgullo, como quien cree ser amo de sí mismo y está dispuesto a vivir bajo esas coordenadas, hasta que la muerte lo separe de su amor al saber.

Sebastián Piasek es psicoanalista. Docente e investigador UBACyT. Integrante de Zona de Frontera.