Ray Ray Perkins, el gurú de la secta de sexoadictos que copó el pueblo de Harford Road, Maryland, se eleva en trance orgásmico sobre la multitud de hombres, mujeres, animales, árboles, flores que componen un todo indistinguible en el que las diversas formas del placer se fueron encontrando, intercalando, moldeando hasta llegar al movimiento sexual único definitivo. Ray Ray levita sobre esa masa orgiástica ya casi inescindible de cópula comunitaria hasta llegar al propio clímax. Entonces su cabeza se expande y explota. Y su coronilla despide hacia el firmamento un líquido blancuzco, brilloso, turbio, pegajoso, que asciende y desciende para terminar impactando sobre la pantalla. “Una eyaculación facial para todo público”, escribe John Waters a propósito del final de su película A Dirty Shame (2004), en Consejos de un sabelotodo, libro recientemente editado en la Argentina por Caja Negra, y concluye: “Mi último lechazo”.

17 años pasaron desde esa escena y de la última vez que el Pontífice del Trash estuvo detrás de cámaras. ¿Por qué no ha vuelto a filmar? Bueno, en más de una entrevista, Waters se encargó de aclarar que lo suyo era contar historias, que de un tiempo a esta parte dejó de haber espacio en la industria del cine para artistas que se relacionaban con sus producciones de la manera en que él lo hacía, y que en definitiva, su labor nunca se vio interrumpida, ya que siguió encontrando otros medios para que esas historias tuvieran su lugar. Consejos de un sabelotodo viene a engrosar la lista de caminos alternativos que tomó el realizador para volcar su particular narrativa, entre los que se cuentan una serie de libros publicados, monólogos con los que gira desde hace años y exposiciones en museos y galerías. Es decir, no hay adversidad que le ponga freno a este señor, precursor en aquello de habilitarle un lugar preponderante en el cine -y en el arte en general- al mundo de los distintos, queers, marginales y descarriados, que a los 75 años sigue haciendo de las suyas, demostrando su infinita capacidad de reírse de los preceptos y las imposiciones.

“De alguna manera me volví una persona respetable. No entiendo cómo”, arranca el Rey de la mugre y la sordidez en “El sabelotodo”, capítulo que abre esta guía de recomendaciones que despliega a partir de lo que da en llamar “la sabiduría desviada de un viejo repugnante”. Y unas líneas más abajo, se lamenta: “De pronto, me ha sucedido lo peor que puede ocurrirle a una persona creativa: ser aceptada”. Lamento que se encargará de desglosar, explicar y expiar en la primera parte del libro, que abarca su período como director ya fuera del circuito independiente, aquél que lo convirtió en personaje de culto con clásicos trash como Pink Flamingos (1972) y Female Trouble (1974). Tras una breve introducción, Waters se sumerge directamente en sus primeros pasos en el cine comercial de la mano de Polyester (1981) y su reinvención del cine de smellploitation a través de la incorporación del sistema Odorama: un raspá y olé que le permitía al público ampliar la experiencia cinematográfica y sentir olor a pedo, a zapatos sucios, a pizza o a nafta, entre otros.

¿Cómo vender tus ideas? ¿Cómo lidiar con los ejecutivos de los estudios que una vez aceptado el proyecto intervendrán de mil maneras para manipularlo e intentar hacerlo más rentable? ¿Cómo actuar ante la censura de los organismos encargados de calificar las películas? ¿Cómo tratar con estrellas de Hollywood? ¿Por qué es tan importante afiliarse a los sindicatos? La idea fuerza que atraviesa esta primera parte puede resumirse en lo que el autor llama “fracasar con éxito”. Waters elige un interlocutor, lo define: quien recibe estos consejos debe estar trastornado y decidido, creer, tener ambición, estar dispuesto a hacerlo todo mal para que resulte bien. Rompe la cuarta pared, le habla directamente en segunda persona a ese otro que está leyendo, que es alguien muy parecido a él en sus comienzos. ¿Se está hablando a sí mismo? ¿Es este libro una manera de decirse “todo lo que hiciste estuvo bien”? “Mis películas son como los libros de un catálogo editorial. No desaparecerán”, se enorgullece.

La segunda parte de estos Consejos… está dedicada a un punteo de recomendaciones de lo que se podría describir como una educación sentimental watersiana. La música, la comida, los viajes, el activismo, las drogas, el sexo se suceden en ensayos en los que el autor da cuenta de esa inagotable capacidad que tiene para tomar cualquier tema y estirarlo y retorcerlo hasta volverlo deforme y extravagante.

“Divine vio a Jordan (Pamela Rooke) una sola vez y lloriqueó: ‘ahora me siento una del montón’”, recuerda a propósito de su amigo drag, protagonista de sus primeras producciones hasta Hairspray (1988) en el apartado dedicado al punk del capítulo “Tengo ritmo”. “Odié a los Beatles ni bien aparecieron porque eran demasiado alegres. No consumí música pop entre 1964 y 1976 hasta que escuché a los Sex Pistols por primera vez”. Esa simbiosis punk/trash se mantuvo firme a través del tiempo y sus producciones, con participaciones de Stiv Bators, Debbie Harry, Iggy Pop y L7 en sucesivas películas de Waters, alguien que se dedicó a hacerlo él mismo mucho antes de que el DIY fuera un estandarte.

La cosa se va poniendo cada vez más delirante a medida que se avanza en la lectura. La descripción de “Cartílago”, el anti-restaurante que le gustaría regentar; la casa de sus sueños, de arquitectura brutalista “chic stalinista, nostalgia stasi, diseñada para ser antipática”; la recomendación del arte simiesco, en “Betsy”, una descarada burla al mundo del arte contemporáneo, dan cuenta de lo ilimitada que es su paleta de temas a subvertir en ese in crescendo de situaciones que terminan siempre desembocando en un paroxismo irremediable.

Los últimos capítulos son los que, dentro de esa misma línea de absoluto desconocimiento del concepto de límite, lo muestran quizás más vulnerable o en contacto con la posibilidad de la finitud y lo colocan en un lugar si se quiere más de más introspección. La crónica del viaje de LSD a los 73 años junto a Mink Stole, actriz que participó en todas sus películas y amiga de toda la vida. La carta dirigida a su “hijo” Bill: un muñeco bebote tuneado según sus indicaciones (“un bebé furioso con cabello feo”), con motivo de su cumpleaños ¡número 14! Y el capítulo final, “La Parca”, en el que comienza ensayando algunas instrucciones a propósito de sus funerales para terminar describiendo su propia resurrección en clave de película clase Z. “Mi pasado ya no significa nada, sigo siendo John Waters, pero la noción de mi carrera ya no forma parte de este mundo”, arroja hacia el final este Waters resucitado, un Jesucristo SuperTrash que 300 páginas antes se sobresaltaba: “Dios mío. Tengo 73 años y mis sueños se hicieron realidad. ¿No les dan ganas de vomitar?”