Desde Río de Janeiro

Mientras la popularidad del ultraderechista mandatario Jair Bolsonaro sigue desplomándose en alta velocidad, y la tensión política no hace más que elevar la temperatura mientras la crisis económica y social alarga su alcance, este sábado ocurrieron manifestaciones multitudinarias contra el gobierno.

Fue la cuarta movilización desde el pasado 29 de mayo, y se registraron actos en más de 400 municipios brasileños, además de Brasilia, la capital federal.

No hay números oficiales de manifestantes, y es natural que los organizadores inflen las cifras. Pero por el número de cuadras totalmente colmadas se puede afirmar que al menos 500 mil personas marcharon contra el gobierno, con destaque para las dos mayores ciudades brasileñas, San Pablo, con al menos 90 mil protestando, y Rio de Janeiro (foto), con más de 80 mil.

No hubo registro de incidentes. Además de “Fuera Bolsonaro” y “Fuera Genocida”, hubo denuncias contra la corrupción en el ministerio de Salud, y gritos exigiendo vacuna para todos, denunciando la devastación de la Amazonia y pidiendo el expurgo de los militares del gobierno.

No hay, al menos de momento, la más mínima perspectiva de que prosperen en la Cámara de Diputados los 126 pedidos de enjuiciamiento de Bolsonaro. La aprobación de solo uno de ellos significaría su extirpación del sillón presidencial.

Cooptación

Por eso en un rápido juego de cooptación, el presidente abrió de par en par las ventanas para que los partidos de derecha agrupados en lo que se conoce como “gran centro” se apoderasen de tajadas jugosísimas de poder, léase, puestos y presupuestos. Así logró bajar al mínimo la posibilidad de que se le inicie un juicio político, pese a las evidencias y pruebas de que cometió al menos 26 crímenes de responsabilidad que, acorde a la Constitución, lo alejarían del mandato. Queda por ver hasta cuándo.

Las últimas maniobras del ultraderechista demuestran que él y sus asesores directos (o por lo menos estos últimos) se han dado cuenta del peso y el tamaño del peligro ronda sobre sus cabezas.

Mientras, a medida que avanzan los trabajos de la Comisión de Investigación en el Senado sobre la conducta del gobierno y su responsabilidad relacionada a la pandemia que hasta ahora cobró casi medio millón de vidas, la imagen de Bolsonaro se derrite a velocidad olímpica y su desgaste aumenta a cada día.

Militares

Frente a ese cuadro, altos jefes militares, con el ministro Braga Netto, de Defensa, y los tres jefes máximos de Marina, Fuerza Aérea y Ejército a la cabeza, se movilizaron en dos direcciones.

Una, en la de la misma Comisión, dejando en claro que no admitirán denuncias formales contra los militares retirados y activos que, incrustados en el ministerio de Salud, participaron de desviaciones de recursos, retraso en las negociaciones oficiales para la adquisición de inmunizantes y altas, altísimas maniobras de corrupción.

El otro foco de amenazas de los militares fueron las elecciones generales del año que viene. Haciendo eco de lo que reitera el ultraderechista presidente, los uniformados dicen que a menos que se imponga un sistema de votación “auditable”, o sea, por boletas de papel reemplazando el sistema electrónico, no habrá elecciones.

Vale recordar que desde que se implantó el actual sistema, en 1996, no hubo una sola denuncia de fraude que fuera comprobada. Bolsonaro sacó del bolsillo esa exigencia a sabiendas de que, en primer lugar, el Tribunal Superior Electoral la rechazará; segundo, que la propuesta tiene escasísimas posibilidades de ser aprobada en el Congreso; y tercero, que sus chances contra Lula da Silva en 2022 son las mismas de que en el Sahara dromedarios monten guardia de honor en su homenaje.

La tensión proseguirá su escalada, los riesgos de que su derrota en 2022 provoque conflictos violentos persistirán, los choques entre políticos de larga tradición de corrupción y militares insertados en puestos de poder crecerán. Y Bolsonaro seguirá dando muestra cotidianas de total desequilibrio y ausencia total de lazos con la realidad.

Al menos de momento no hay nada qué hacer, excepto salir a las calles como se vio ayer. Fue lo que hice en Río.  Bajo un sol amable, tuve la tenue sensación de deber cumplido al machar entre los jóvenes. Y la fugaz esperanza de que las manifestaciones se multipliquen, al punto de llevar al Congreso el mensaje de que pasó de la hora para intentar rescatar al menos un poco de decencia perdida.