El semáforo no cambia, ni él ni Juan tienen apuro. Juan espera tras el volante del “renol”; en la grey de los taxistas un Renault será siempre un “renol”, como el 12, el 6, o el 4L. Juan se hizo al oficio en las paradas que compartió, por azar o gusto, con el viejo Carlos. Éste le dijo una vez: "El apuro es del pasajero, nunca tuyo".

Allí, en el semáforo, los ojos de Juan se cruzan con los del pibe que limpia vidrios, el que sin saberlo lo saluda por tercera vez en el día y le dice de nuevo: -¿Loco, no te sobra una moneda? Por tercera vez en el día, Juan le dice que no moviendo la cabeza, aunque ahora y para adentro sigue cantando “quiero estar la vida entera, escuchando Rocanroll…” en la voz de Charly, en vivo. “Loco, No te sobra una moneda” fue la canción que le hizo estallar la cabeza de rocanroll, de adolescencia, de rebeldía gritada.

Verde, primera, embrague y segunda. Adelante, más allá, sobre la parada de colectivos alguien parece esperar un taxi, lo delata la forma de estar parado, como balanceándose en el cordón de la vereda. El que espera un bondi se apoya en algo; si está en el borde, si se hamaca para consumir el apuro, espera un taxi. El apuro siempre es del pasajero le dice Carlos desde la memoria y por encima de la canción que trajo el limpiavidrios.

Se acerca, ve la mano con muñeca de puño de camisa abrochada que le hace una seña, está apurado, confirma, porque antes se hamacaba en el borde y ahora camina hacia el auto que no se ha detenido como acortando la distancia, mientras extiende su mano izquierda a la altura de su cintura moviéndola de arriba a abajo en un ruego ritual para que desacelere y se detenga. Con la derecha sostiene un celular por el que habla. Sube, no lo saluda y sin siquiera mirar al conductor, dice "al aeropuerto".

Ese destino a Juan lo hace sentir importante, como si se contagiara de la mano de muñeca de puño de camisa abrochado, del celular caro y de ese apuro. De inmediato arranca, primera, embrague, segunda, y se siente un boludo por esa efímera sensación de categoría. Se esfuerza en volver a la canción, no puede.

Luego repara que es un buen viaje, un trayecto largo que le dejará una diferencia en guita, eso logra rescatarlo de lo boludo. Lo escucha a su pasajero en la conversación telefónica. ¿De que hablan los apurados rumbo a los aeropuertos? Esa canción no la debe saber ni Carlos.

–¡No! Esa posición está agotada, vendé, acordate, vendé y después encajá el resto en Leliqs, poné todo la guita en Leliqs, acordate, después me contás, ¿tenés el contacto?, de verdad, no pueden defoltear, es posta, sabés que yo hablo con nambers guan del Central, este país es siempre igual, no tiene salida, ya sé, ya sé, pero vendé…-

Al rato, el pasajero corta sin saludar, respira hondo mientras susurra: -Este ispa está lleno de giles-.

Más tarde, por el espejo, Juan lo descubre con la cabeza apoyada en el vidrio de la ventanilla, mirando sin ver el paisaje inmóvil al que otro semáforo los expone. El pasajero ahora parece triste. Primera, embrague, segunda, la canción vuelve a sonar adentro. Juan siente que es uno de los giles de los que está lleno este ispa, aunque él es uno de los giles sin Leliqs ni otra cosa para vender que no sea su laburo. Estuvo a punto de volver a sentirse un boludo, pero la letra de “No te sobra una moneda” lo rescató

 “…No doy mucho por mi vida y me tiene sin cuidado, si me usan de propina…

Carlos, el viejo, le había dicho:–¿Viste flaco que en el taxi ahora solo hablan los tristes? Los otros están con su celular, ya nadie conversa.

La calle aburre y sin conversar es peor, tal vez por eso los semáforos en rojo parezcan largos y sin apuro. A Juan se le ocurre que el pasajero quizás charle un poco si lo invita, lo hace con una de esas frases triviales que sirven para iniciar conversaciones en los taxis: –Jefe ¿voy por Newbery? Es más rápido.

Por primera vez, como si recién reparara en su existencia, el pasajero lo mira. En la imagen que le devuelve el espejo retrovisor, Juan ve que sus ojos están tristes de verdad, y luego de unos segundos le dice con voz cansada: –Está bien, solo quiero ir al aeropuerto, voy a buscar a mi hijo que llega-. Y siguió sin que fuese necesario: -Hace mucho que no lo veo, nunca nos pudimos entender demasiado, con su madre tampoco.

Le contó que estuvo casado y que vivían con la que fue su esposa en Rosario, que eso fue hace mucho, cuando eran jóvenes, que él era empleado bancario –un laburo de mierda- aclaró. Que en el Banco no le iba mal, que eran los noventa y que unos inversores que conocía del trabajo lo invitaron a sumarse a una financiera que habían armado ya que necesitaban alguien con su manejo y experiencia. Parecía rendido a la nostalgia cuando hablaba con esa voz cansada. Le dijo que tuvieron un solo hijo que se crió con la madre después de la separación, y que ambos se marcharon de Rosario justo cuando él empezaba a manejar buena plata.

Volvió a decir que con su hijo nunca se pudo entender, que eran muy distintos y que siempre habían estado lejos. Se detuvieron en otro semáforo y a Juan le pareció que le iba a contar de donde venía el chico de viaje cuando lo interrumpió otra llamada en el celular, entonces lo vio inflar los pulmones y atender, allí la adrenalina deshizo todo vestigio de tristeza.

Primera, embrague, segunda –¿Cómo era “Loco, No te sobra una moneda?” Quiero estar…- embrague, tercera, embrague, cuarta, Juan se apura y canta, lo hace para escapar del tedio de conducir, de la abulia pesada de las calles, de la historia del hijo y de su propio hijo al que ve solo los domingos, y por eso las semanas se hacen tan largas como los semáforos.

El pasajero del apuro, de los puños abrochados, del celular caro, del destino de tristeza y aeropuerto, habla frenético y desatado nuevamente: “Vendé, vendé, vendé acordate, …ya fueron las Leliqs…van a defoltear…yo hablo con numbers guan…, este país es siempre igual...

Juan no prestó atención. Al rato, se dio cuenta que había cortado solo por el silencio, ya que, como era habitual, no hubo saludos. El pasajero respiró hondo, apoyó de nuevo su cabeza en el ventanilla y vio que ya estaban detenidos en el aeropuerto.

-¿Cuánto es?- y le dio a Juan un billete de mil. Sobraba, pero rechazó el vuelto con un ademán que hizo parecer que ese viaje siempre hubiese costado un mil, una unidad de medida equivalente a cualquier viaje largo. Se bajó y por la puerta abierta dijo: –Matías, mi hijo se llama Matías- lo hizo de nuevo mirándolo a los ojos y con la voz cansada, como para darle un final a la historia y luego se marchó sin saludar.

A Juan le costó poner primera y emprender el regreso, le esperaba un aburrido retorno por culpa de la calle y los semáforos. Embrague, segunda, embrague, tercera, Juan buscó el amparo de la canción y al rato, sin proponérselo, estaba cantando a viva voz la parte que dice “Yo sé que un día me iré a un planeta sin nadie, y no veré más calles…”.

[email protected]