La pasión por la estadística recrea los titulares del periodismo masivo. El hambre por encontrar cifras que asombren en los noticieros clásicos, en las investigaciones forzadas o minuciosas, blogs y redes virtuales, se sacia mediante la multiplicación “del caso”. Un caso, miles. Por eso, tiene sentido que el Huffington Post, ya famosa publicación online, haya lanzado hace un par de semanas un extenso artículo llamado con estrépito “La epidemia de la soledad gay”, a partir de una sucesión de testimonios de gays (no pobres) desencantados con su contexto. Desde el centro hacia la periferia del universo manflor se infla el debate, y hay que admitir que el pesimismo que lo habita es un buen punto de partida para una crítica de los instrumentos que fueron en su momento tan necesarios para la constitución de una política emancipadora de la homosexualidad. En fin, que el HuffPost es progresista no se duda, que muy a menudo se interesa en las cuestiones lgtbi, menos. De hecho, en un capítulo anterior de la novela del modelo gay global, analizó los efectos de un blog llamado Twin Friends, dentro de la plataforma virtual Tumblr, donde los devotos de sí mismos sueñan con convertir a sus propias parejas en sus clones. Imagínense la proliferación de egos idénticos acreditados mediante selfies, las barbitas hipsters en serie, las musculaturas  playeras simétricas, las poses aprendidas a dúo. Qué sopor, más para alguien como yo, cuyo motor es el resentimiento, y que si algo no quisiera a mi lado es un dios marica equivalente que me disputara el cetro de lo freak.

Epidemia de soledad, pues, entre nosotras. Si no nos mató el sida, ¿nos matará la angustia indescifrable que nos lleva de la disco al diván y a veces del diván al cementerio? El informe revela que es mucho mayor el porcentaje de suicidios dentro de nuestra comunidad que entre los heterosexuales. Que muchos gays se sienten aislados, ya fuera del closet y quizá sin haber estado jamás adentro. Incluso en las ciudades donde se supone que ya no significa mucho ir contra el deseo mayoritario, o que se cree mayoritario, justo en un tiempo en el que el capital produce y fracciona nichos de identidades y deseos, como se dice ahora, para ponerlos en valor. Incluso, dice, donde las leyes igualitarias se leyeron como la victoria definitiva contra el oprobio. Pero que, ya promulgadas, ya expandidas por Occidente, fueron perdiendo el poder de encantamiento para dejar a las locas frente al fantasma de su propia soledad y sus cada vez más divulgadas dificultades para encontrar en el desierto de las redes aquel amor reclamado, aunque ese gesto romántico no fuese más que una construcción del lenguaje que se pierde en la arena. En esa arena que son los espejos, las geometrías miméticas, el hábito del rechazo, lo que se desea de antemano como imposible. La queja de los entrevistados es que la salida del closet no los condujo a ningún país de maravillas sino a una comunidad de afines donde las rivalidades son suplicios, y las exigencias sobre la subjetividad (el cero pluma, el cero ambiente) y la fisonomía (desde lo opulento a lo desgrasado, de lo depilado a lo hirsuto) reemplazan el dolor por las condenas homofóbicas de antaño, o las autocondenas.

La inquietante “epidemia de la soledad gay” no sería para el HuffPost mucho más que el estrés de una minoría que debió guarecerse desde muy temprano de la injuria pero que llevará en todas partes y a todas partes sus cicatrices. El informe provee números para el espanto: además de los suicidios, existiría más proclividad a enfermedades psicosomáticas o con origen en la falta de cuidado. Agobiantes esfuerzos para entrar en la curva de la norma gay y como objeto de deseo. La proliferante sexualidad se vive, para muchos, como recompensa alimentaria en un mundo desolador, con calorías suficientes para pasar la noche pero cada vez más en automático. La intensidad ya no sería posible extraerla de ese yacimiento, porque en la obligación de gozar el sexo hay solo repetición, y en la repetición sufre el placer.

Ahora, yo no creo ver en estas descripciones pesimistas sobre un modo de vida la marca de una singularidad, una exclusividad de un colectivo. 

Más allá de las estadísticas del HuffPost. Los gays hemos sido heraldos de la liberación de las costumbres, de tal modo que anticipamos lo que los heterosexuales modificarían luego de sus propias prácticas. Quizá nos toque ahora serlo de la necesidad de barajar y dar de nuevo: el dispositivo de la sexualidad tal cual unos y otros lo venimos experimentando pareciera haberse ido agotando en sí mismo, como un producto más de mercado; en esto apelo al conservador René Girard: la antigua fe romántica está en el origen de su agotamiento. Los primeros románticos se consideraban dioses solitarios desfallecientes de amor, pero solo buscaban la comunión consigo mismo. Al final de ese recorrido, salidos nosotros del armario donde estábamos confinados, pero también los heterosexuales de los suyos, se reveló que somos apenas sus epígonos. 

Concebimos las relaciones como combates divinos; el amor y sexo como sus instrumentos. La queja por un mundo de relaciones desolado atraviesa la vida moderna. Homosexual y heterosexual. Nadie quiere ser el primero en desear por temor al desprecio. “Este viene entregado”. El yo como dios solo espera del otro una renuncia incondicional. Y al verlo renunciado, se aburre de inmediato. ¿Cómo puede ser, se dice, que todo dure apenas un instante? Al cabo de su informe, el Huffington Post acude a una reflexión a lo Rousseau: solo si encontramos nuevas formas de sociabilidad, que admita que somos en las multitudes apenas mortales tan malvados como solidarios, tan diferentes como capaces de crear y ser apetecibles, la angustia por haber encontrado fuera del armario un desierto podría irse mitigando. El desierto evoca un repliegue en sí mismo, pero para ponermos en religiosos o psicodélicos, también la oportunidad de pensar de nuevo nuestro ser en los mundos en común, donde habitar una endeble felicidad, la única posible.