La isla del tesoro                       7 puntos

L’ile au trésor, Francia, 2018.

Dirección: Guillaume Brac.

Fotografía: Martin Rit.

Duración: 97 minutos.

Estreno: en Mubi.

Desde el origen del tiempo –al menos desde que este comenzó a ser percibido humanamente, ordenado en minutos, horas, días, meses, años (al infinito y más allá)—, el verano está asociado culturalmente a la abundancia, la fertilidad y, por qué no, al goce. La estación del calor es aquella en la que el florecer de la primavera da sus frutos, donde los cuerpos se liberan de la capas protectoras necesarias para combatir al invierno y la luz, más brillante, multiplica los colores como un caleidoscopio. Los sentidos se excitan y con él las pasiones. Además, desde que las costumbres de las vacaciones y el turismo lograron imponerse, merced su ampliación a todas las clases sociales, esa época del año representa el momento del descanso, aquel donde todos olvidan las obligaciones por un rato para abrazar un espíritu lúdico y hedonista. El verano es una ilusión de libertad. Ese es el paisaje que el cineasta francés Guillaume Brac retrata en su documental La isla del tesoro, en el cual recorre las distintas locaciones de un balneario ubicado en las afueras de París, para dar cuenta de la intensidad con que todo lo anterior se manifiesta de manera colectiva en un conjunto amplio de veraneantes y empleados de dicho centro recreativo.

Lo primero que sorprende del registro realizado por el director de ¡Al abordaje! (su ficción estrenada simultáneamente en Mubi) son las características y la configuración geográfica del lugar. Se trata de un pequeño paraíso natural, como lo define alguno de sus visitantes, que es muy difícil de imaginar tan cerca de la capital francesa, ubicada al interior del territorio galo, bien lejos de las costas. Y es que en realidad el balneario Isla de Loisirs no tiene nada de marítimo. Se trata de un paraje ubicado en Cergy-Pontoise, una pequeña comarca en las orillas del río Oise, cuyas bifurcaciones rodeadas de bosques acaban creando un escenario tan variado como idílico. Una verdadera isla del tesoro a pocos minutos en auto desde París. El lugar representa el destino ideal que eligen quienes no han podido irse lejos de la ciudad, pero que quieren o necesitan escaparle un poco a la rutina y apaciguar el bochorno. Una verdadera horda compuesta por familias numerosas, por hombres y mujeres solitarios y, sobre todo, por las manadas de chicos, adolescentes y jóvenes ávidos de diversión, que buscan (se buscan) establecer lazos vitales con sus semejantes.

En ese imperio de los sentidos avanzan Brac y su cámara, registrando viñetas sueltas de lo que ahí ocurre. Así va articulando un mosaico cuyo dibujo al principio resulta difícil de distinguir, pero al que la acumulación le va dando una forma y un orden. Un grupo de niños que se cuelan porque no tienen para pagar la entrada, pero que son descubiertos por los cuidadores, que los aleccionan sin ninguna intención punitiva. Tirado en la playita, un señor ya grande recuerda el verano en el que conoció a una chica de 20, a la que invitó a mudarse a su hotel cinco estrellas y con quien pasó las vacaciones platónicas perfectas. Chicos cargoseando chicas para conseguir un teléfono; chicas que a veces lo entregan y a veces no. Chicos y no tan chicos saltando al río desde un puente del que no está permitido hacerlo; guardias que deberían evitarlo pero que charlan amistosamente con los infractores. Un nene le enseña los colores en inglés a su hermanito, mientras deambulan por el predio como si el lugar fuera al mismo tiempo una isla y un tesoro que están descubriendo juntos, ahí y ahora.

En las escenas captadas por Brac sorprende la espontaneidad con que los diversos protagonistas actúan, como si la cámara no estuviera o el director fuera invisible para ellos. Montadas con un orden falsamente aleatorio, estas escenas van siendo hilvanadas con una intención concreta: pintar un fresco que dé cuenta de ese caldo de pulsiones y deseos que se cuece al calor del verano. Una instantánea colectiva en la cual, como en los cuadros de los Brueghel (el viejo y el joven), esas pequeñas escenas individuales conviven y se conectan entre sí, hasta articular un relato que cobra sentido recién cuando se toma distancia, para admirarlo completo.