La actual Villa General Belgrano, 80 kilómetros al sur de la capital cordobesa, se llamó en sus comienzos Paraje del Sauce y era un pueblito habitado por criollos. Pero en los años ’30 llegaron al lugar Paul Heintze y Jorge Kappuhn, quienes compraron tierras para fundar un asentamiento que pronto acogió a inmigrantes de origen alemán, suizo y austríaco. “Solo se necesita saber alemán” para vivir en la zona loteada, publicitaban medios de prensa de ese origen.

Dora Salas
La Cumbrecita, enclave centroeuropeo para recorrer y deleitarse caminando.

RECUERDOS Y BUENA CERVEZA En esa década el pueblo fue creciendo y llegó a tener un centenar de habitantes que, a inicios de la Segunda Guerra Mundial, recibieron un grupo de 120 marineros sobrevivientes del acorazado alemán Admiral Graf Spee. Un impacto demográfico importante en una localidad tan pequeña.

El buque había sufrido daños en diciembre de 1939, en la llamada Batalla del Río de la Plata, frente a tres unidades de la Royal Navy. Como consecuencia buscó refugio en Montevideo, que era un puerto neutral. Al vencer el plazo de 72 horas concedido, la nave levó anclas y fue hundida por la propia tripulación en aguas rioplatenses. Los hombres del Graf Spee fueron transferidos a la ciudad de Buenos Aires, donde el capitán Hans Langsdorff se suicidó. “Los marineros internados en la actual Villa General Belgrano tenían entre 18 y 25 años y mucho éxito con las chicas”, relatan ahora algunos vecinos. De esos sobrevivientes el último en fallecer fue Fritz Sander, a los 93 años, en abril de 2013. 

Lejos de aquel primer centenar de habitantes, la Villa –con 7795 habitantes y fuerte impronta alemana– recibe miles de turistas durante la Fiesta Nacional de la Cerveza, de la cual Susi Schlotzer es la cara y la sonrisa más conocida. “Llevo 37 años desfilando”, cuenta el alma mater del Oktoberfest argentino mientras saboreamos platos alemanes, brindamos con cerveza artesanal local y la banda Rosamunde nos contagia el ritmo alegre de sus temas.

Susi, que nació en el Hospital Alemán de la ciudad de Buenos Aires, se instaló en la Villa en agosto de 1972. Su carácter expansivo, su amabilidad y carisma se hicieron notar muy pronto y siete años después fue elegida para representar al “Monje Negro” en los desfiles del Oktoberfest. “En el ’79 se pensó incluir carrozas y personajes típicos en la fiesta de la Villa, tal como se hace en Munich. Pero se presentó el problema de los caballos para las carrozas, que no eran los percherones alemanes sino más flacos. Entonces surgió la idea de poner al personaje más importante de la fiesta, el “Pequeño Monje” (Münchner Kindl) para encabezar el desfile. Enrique Roth, que lo organizaba, consiguió el traje y Ottilia Schwab, que había tenido la idea de poner al Monje, me pidió que buscara una chica para el personaje. Pero nadie quería. El primer día de la Fiesta estaban todos enojados por eso. El traje estaba pero faltaba el cinturón. Yo sé coser y entonces hice el cinturón, que es este mismo que tengo puesto hoy”, dice Susi y muestra esa prenda que es parte de su vida y de la tradición local.

“Don Roth se emocionó al verme con el traje y exclamó: ‘¡Este es el verdadero Pequeño Monje’!”, relata Susi y agrega: “Después me dijo ‘Entrá con el chopp y sonreí’. Así que fue una sorpresa para todos, incluido el locutor, que anunció ‘El Monje Negro es Susi’”.

Hoy la fiesta es solo uno de los eventos que muestran la pasión de la comunidad por mantener las tradiciones de sus pueblos de origen. Otra señal es la arquitectura típicamente alpina, donde se destaca una Torre del Tiempo de 23 metros de altura. 

Lo mismo ocurre en La Cumbrecita, otro poblado de sello centroeuropeo, cuyos recorridos se pueden realizar íntegramente a pie porque no está permitido el ingreso con vehículos. Cascadas, bosques, jardines floridos a uno y otro lado de los senderos le dan un encanto particular, sobre todo ahora en otoño, enfatizado con esculturas de duendes y gnomos realizadas en los troncos de árboles destruidos por una gran tormenta de viento.

Dora Salas
Despliegue de seducción en los jóvenes bailarines del restaurante Lo de Acevedo.

“PUEBLO PATRIO” Declarado “Pueblo Patrio” en 2006, Los Reartes es un “refugio de tradiciones criollas”, comenta Valeria Calarco, directora de Turismo local. Hija de un arriero y conocedora de las costumbres y la historia del pueblo, lo define como “un lugar privilegiado para relajarse”.

Caminatas y cabalgatas, ocho kilómetros de costanera junto al río Los Reartes, playas de arena, de piedra y ollas de hasta tres metros de profundidad: todo invita a disfrutar de la naturaleza. “La identidad criolla se palpa en las casas coloniales de adobe del casco céntrico, en la pulpería Don Segundo Sombra o la capilla”, destaca Valeria y nos acompaña a  visitar la posada Antigua Casa Criolla, construida hace 300 años, de la historiadora Margarita Narvaja, quien ilustra con videos su amena charla.

Antes de la llegada de los españoles, los comechingones habitaban casi toda la zona serrana, cuya presencia atestiguan varios morteros tallados en piedras cercanas al río. Tras la conquista española y a partir de las mercedes de tierras, se formaron estancias que con los años fueron en muchos casos el embrión de pequeños pueblos como Los Reartes. La familia Reartes, Iriarte o Riarte fue, en el siglo XVIII, la propietaria de la finca que dio nombre al río y al poblado.

Fiestas Patronales el 25 de Mayo, encuentros de pintores, de escritores y de cine son parte del calendario “fiestero”de Los Reartes, cuando el pueblo se engalana y despliega sus destrezas, música y danzas. Y para demostrarlo, en el restaurante Lo de Acevedo, una casa de 1727 en donde saboreamos empanadas y cordero asado, una pareja joven nos supo seducir con la elegancia del baile criollo.

Dora Salas
El paisaje del río Los Reartes, con sus remansos y ollas para disfrutar bajo el sol.

NUEVA VIDA CON MAGIA “La crisis del 2001 me golpeó muy fuerte, me dejó casi sin nada y entonces decidí reiniciar la vida en un lugar nuevo”, recuerda Carlos, dueño del actual complejo Posada el Durazno. A siete kilómetros de Villa Yacanto y 36 de Santa Rosa de Calamuchita, el paraje El Durazno, con su río caudaloso y sus arboledas nativas, es ideal para desconectarse y descansar. “Me enamoré del lugar, que en 2002 no tenía nada, ni luz ni baño, ni agua salvo la del río, y que estaba prácticamente despoblado. Planté una carpa y acá nos quedamos con mi esposa”, sigue contando Carlos que, con esfuerzo y siendo su propio obrero, logró construir un camping, cabañas y habitaciones, un bar, una proveeduría y una piscina, aunque el complejo cuenta con una bajada propia al río.

Aunque bastante aislado, el paraje ofrece ahora distintas posibilidades para los turistas, entre ellas el acogedor Hotel Patios del Durazno, de estilo colonial. No muy lejos reside Daniela, que en su casa de té Lahuen y en sus cabañas promete “duendes, aromas y dulzuras”. Entre más de cien muñecos de elfos y gnomos, Daniela afirma que su casa tiene una “energía especial” y que cree en “dimensiones paralelas” en el espacio-tiempo. También asegura que en algunas fotos aparecen luces, alas o señales fuera de lo común.

Fuera de lo común, por cierto, son sus exquisitos dulces y sus alfajorcitos artesanales, complemento ideal para un té bien aromático.

A pocos kilómetros de El Durazno, en el asentamiento Santa Mónica, ubicado entre Santa Rosa de Calamuchita y Yacanto, don Sergio Arcuri no oculta su satisfacción por haber abandonado su profesión para dedicarse al sueño de su vida: ser cocinero. 

“Arrastré a toda la familia en esto y me siento satisfecho”, dice mientras los abundantes platos que inventa y prepara se suceden y el mozo, su hijo, nos da explicaciones minuciosas sobre las características de cada uno. La Vaquita Almacén Gourmet es un local pequeño, con pocas mesas y cocina a la vista, donde se elaboran los platos cuando llega el comensal. La hija del dueño es la encargada de los dulces y helados y la esposa se dedica al jardín y la huerta. Un lomo adobado y cocido en horno de leña, unas pastas frescas deliciosas y una gigantesca tortilla de dos pisos cierran así el viaje y el menú en La Vaquita, uno de los tantos lugares que suman encanto al generoso Valle de Calamuchita.