En la primera entrevista que le realicé a Abelardo Castillo antes de ser su alumna, el 4 de diciembre de 1996, habló de que ningún escritor elige sus temas, sino los temas al escritor. Y todo lo que éste tiene que hacer es elegir la forma para contar esa historia y, quizá, su sentido: “Un escritor, en realidad todo creador, tiene muy pocas ideas y muchas obsesiones muy profundas, y todo lo que escribe gira alrededor de eso”.

   Castillo: jeans, remera blanca, chaleco, borceguíes con los cordones desatados. La nariz rota. La mirada esquiva. La potencia de su voz, con una musicalidad extraña que le daba a su timbre de voz el contrapeso exacto para no resultar desagradable. Sentado en su sillón savonarola, aquella tarde encendía una y otra vez su pipa, mientras me decía: “Todo escritor hace su propio taller literario, sin darse cuenta, con su biblioteca, con aquellos autores que lo apasionan o que siente espiritualmente como de su propia familia. Lo único que yo hago es poner en la conciencia ese trabajo de escritura y poner mucho énfasis en la lectura. En el taller se habla únicamente de la estructura del cuento, porque no creo que se pueda hablar de la novela o de la poesía…”

   La poesía. “Indudablemente”, escribió en una entrada de 1958 que consta en el primer volumen de sus Diarios, “la poesía no puede morir. No porque exista por sí misma como entidad que emana de los huertos florecidos, de la mirada azul o de la luna fugitiva cruzando la tarde, no porque pueda o deba cumplir una función social, sino porque el hombre, aunque esté viviendo en este miserable siglo XX, es por instinto un creador de cosas bellas”. 

   Aquella tarde, Abelardo continuó: “La poesía es una cosa totalmente al margen de la literatura, es un modo de vivir, de percibir el mundo, y está al margen, sobre todo, de la técnica literaria. Yo lo pongo al margen del mero trabajo de escribir porque me parece la más alta expresión de la literatura. El poeta es otra cosa. Se puede ser Walt Whitman y escribir poemas libres, o Rimbaud o Mallarmé o Rubén Darío. Y todo lo que tiene que saber de preceptivas un poeta se lo podés decir en media hora: qué es un endecasílabo, un octosílabo, un soneto o un romance. Cuando García Lorca dice algo que parece tan disparatado como Tamar estaba soñando pájaros en su garganta, sabemos que no es una metáfora construida. Soñar pájaros por cantar es una manera casi mágica que tiene el poeta de unir dos realidades aparentemente antagónicas. Soñar con la garganta, tener pájaros en la garganta, debe ser algo muy incómodo (nos reímos). El verbo soñar y la palabra pájaro, unidos a la palabra garganta –que no es una palabra poética– dan una imagen poética. El poeta lo ve en la realidad donde los otros no lo ven”.

   Castillo siempre escribió versos. Poemas de amor y parvas de versos negros, patéticos: decía haber estado como erotizado con la muerte. Escribir era para él como pensar, como hablar solo: pura expresión o catarsis. Lo explicaba con el ajedrez. No había para él creación más personal y secreta que la de una partida, algo hecho entre dos individualidades puras, aisladas, una especie de teorema estético que no trasciende su propio código. No intenta convencer, ni comunicar, ni conmover. El escribía más o menos así. Hasta que a sus veinte años descubrió la prosa, quemó casi todos sus versos, rescató algunos pocos. Había en la prosa algo que lo comprometía entero. El no era, ni remotamente, como aquellos poetas que admiraba (“la poesía, cuya alta fiesta a mí me está vedada”, escribió en el Posfacio de Israfel), pero supo que podía, en cambio, escribir cuentos, dramas, quizá novelas. Sintió que si no hacía bien eso, no valía la pena escribir. En cuanto a sus versos, si alguna vez iban a ser publicados, llevarían este título: La fiesta secreta.

Y en aquel remoto fin de año de 1996, Abelardo compartió algo de esa fiesta, porque sobre el final de la charla fue hasta su escritorio y, después de un par de minutos, regresó con un poema suyo que acababa de imprimir. Era “Espejos”: “Antes que yo, dos hombres han sentido/ el sagrado pavor de los espejos./ No soy yo, es mi miedo lo que mido/ con esos dos, tan altos y tan lejos./ Poe y Borges supieron de esta rara/ maldición de la luz: la que duplica/ el horror paulatino de mi cara/ que en vejez, tiempo y muerte se disipa./ Dios debiera velarnos a estos jueces/ de la ruina del alma y de sus grietas./ Ya es pecado morir, por qué mil veces/ matarse entre cristales y aguas quietas./ Por eso no hay espejos en mi casa./ En la pared, un gran dibujo intenta/ fijar mi antigua cara. El tiempo pasa/ y me asesina sin que yo lo sienta”.

   Mientras me decía que me podía quedar con la copia, reparé que el gran dibujo que intentaba fijar su antigua cara estaba allí, en la pared, firmado por Carlos Alonso.

   Fue una verdadera fiesta haberlo conocido. Gracias, Maestro.