Aun habiendo quedado ciego, Jorge Luis Borges nunca dejó de ir al cine. Así, en marzo de 1981, asiste a la función privada de un cineclub donde proyectan “La intrusa” (1979), la película de Carlos Hugo Christensen basada en el cuento homónimo de su autoría. Según selectos testigos, durante la proyección Borges disfrutaba de la música de Astor Piazzolla y cuando cesaban los diálogos María Kodama lo auxiliaba susurrándole al oído descripciones de las escenas. Una vez concluida, Borges dictaminó: “Es un filme terrible. Caramba. No sabía que había escrito un cuento tan terrible”. No conforme con eso, hacia fines de ese año, el autor se pronunció a favor de la censura de la película en la revista Somos y hasta el fin de sus días la clasificaría como una “infamia de sodomía e incesto”.

INTRUSOS Y PERJUICIOS

¿Qué había producido esa reacción? El cuento de Borges, “La intrusa”, narra la historia de Cristián y Eduardo Nilsen, dos gauchos malevos que se enamoran de la misma mujer: una prostituta llamada Juliana Burgos. Como la fémina genera rivalidades, sospechas y celos, primero optan por compartirla en la cama y finalmente, el hermano mayor decide matarla para que no se interponga en el amor fraternal. El cuento termina con las palabras de Cristián intentando justificar el crimen (“Hoy la maté… Ya no causará perjuicios”) y con el abrazo entre los hermanos.

En la versión de Christensen, los Nilsen -interpretados por actores tan rubios y musculados que, según Daniel Balderston, podían haber salido de una publicidad de Calvin Klein- utilizaban a Juliana a la vez como súcubo para copular entre varones y para formar esa pareja erótica fraterna que la sociedad reprimía.

Hubo dos escenas que particularmente irritaron a Borges: aquella en que dos hombres tienen que vistear (enfrentarse en duelo a cuchillo) y para ello se desnudan. (“Yo he visto vistear miles de veces y ni siquiera se sacan el saco”). Y el clímax que encuentra a los Nilsen en cópula junto a Juliana y los hermanos aprovechan la confusión de las carnes para terminar besándose apasionadamente entre ellos. Con su habitual ironía, Borges habló de “una actriz que se ha resignado a que la fotografíen desnuda” y “dos señores también desnudos que avanzan de lado y entonces inventan la forma más incómoda del acto sexual: que sea simultáneo”. Y remató: “Al decir yo en el cuento que ellos la compartieron no quiero decir al mismo tiempo”.

Aunque el relato borgeano habilitaba -sino propiciaba- la lectura homosexual, años después, Borges se sintió obligado a aclarar que no tenía nada que ver con la adaptación cinematográfica y, como pocas veces, hasta pasó a explicar la “cocina” del cuento. Según el autor quiso mostrar dos varones que preferían su amistad al amor de una mujer y justamente para que la amistad no fuera “contaminada” por la sospecha de “sodomía”, hizo que esos hombres sean hermanos. De esa manera intentaba excluir la asociación entre amistad masculina y homosexualidad. Pero consciente o inconscientemente, Borges terminó construyendo un cuento radical que podía leerse en términos de ese incesto y esa sodomía que tanto parecían aterrarlo.

LABERINDOS BORGEANOS

Daniel Balderston afirma que, “‘La intrusa’ es el texto en el que Borges expresa más claramente el pánico homosexual”. Concepto polisémico que puede ser definirse como la reacción violenta a  o el miedo irracional de creer tener o ser el destinatario de deseos homosexuales. Pero en un ensayo temprano de 1931, “Nuestras imposibilidades”, más pronto que tarde, Borges manifestaba la fascinación y repulsión alternativas por las relaciones sexuales entre hombres que impregnarán obsesivamente su obra: “…otro ejemplo curioso: el de la sodomía. En todos los países de la tierra, una indivisible reprobación recae sobre los dos ejecutores del inimaginable contacto. Abominación hicieron los dos; su sangre sobre ellos, dice el Levítico. No así entre el malevaje de Buenos Aires, que reclama una especie de veneración para el agente activo–porque lo embromó al compañero. Entrego esa dialéctica fecal a los apologistas de la viveza, del alacraneo y de la cachada, que tanto infierno encubren”.

La dialéctica fecal a la que alude Borges no le impidió convertirse en el escritor paradigmático que celebró ese mismo mundo de malevos, de cuchilleros, de gauchos y de guapos y tantos otros universos de varones sin mujeres que el fragmento parece desdeñar. Así dejó inmortalizados en cuentos, tangos y poemas los nombres de Jacinto Chiclana (“nadie habrá habido como él/ en el amor y la guerra”), de los corajudos y entrañables Juan Muraña, Rosendo Juárez o el “hombre de la esquina rosada” y la amistad apasionada entre Martín Fierro e Isidoro Cruz, entre tantos ejemplos de exaltación de las masculinidades y los lazos masculinos. Frecuentemente en estos mundos homosociales -caracterizados por una profunda misoginia y mujeres reducidas a objetos intercambiables- los sentimientos eróticos más intensos corren entre varones y se expresan en amistades leales o rivalidades hasta la muerte, es decir, en el amor y en la agresión como caras de la misma moneda.

Y si bien renegó de la escena cinematográfica de varones desnudos enfrentados en un visteo, a Borges no le pasó desapercibido que los duelos a cuchillo tenían una connotación fálica y erótica. Así expresó en Alguien le dice al tango: “Tango que he visto bailar/ contra un ocaso amarillo/ por quienes fueron capaces/ de otro baile, el del cuchillo….”. En ese sentido, su relato “El encuentro”, gira en torno a dos cuchillos pertenecientes a guapos pendencieros, Juan Almanza y Juan Almada, que se buscaron toda la vida para matarse mutuamente. La muerte de dos jóvenes, “uno rubio y robusto, el otro movedizo y moreno” cuando toman por azar los cuchillos de Almanza y Almada de una vitrina anticipan las muertes de Juan López y John Ward en el relato homónimo situado en las Islas Malvinas. En ambos casos, los varones mueren unos a manos de otros y son enterrados juntos como los amantes de los relatos clásicos.

ESPEJOS Y TRIANGULOS

A su vez, Borges fue un maestro de la estrategia literaria del deseo mimético y triangular que supieron describir intelectuales como Eve Kosofsky Sedgwick y René Girard. En relatos como “El otro duelo”, guapos, gauchos, tahúres o matreros pasan sus existencias deseando el mismo objeto de deseo -un campo, ganar una trucada o una mujer- y ese deseo mimético y la rivalidad que éste produce pueden ser leídos como excusas para encubrir las corrientes libidinales entre varones. Lo mismo sucede entre las dos solteronas de El duelo que dejan sus vidas compitiendo en concursos nacionales e internacionales de pintura. “La vida exige una pasión y ambas mujeres la encontraron en la pintura o, mejor dicho, en la relación que aquella les impuso”, escribe Borges. Cuando una de ellas muere, la otra deja de pintar.

En tiempos en que el amor no osaba decir su nombre, Borges fue ambivalente en relación con el tema. Habiendo nacido en los años del affaire Oscar Wilde, estaría sin dudas aterrado con su destino de humillación y trabajos forzados. Eso no le impidió escribir uno de los ensayos más laudatorios sobre el escritor irlandés. “Nos cuesta imaginar el universo sin los epigramas de Wilde”. Algunas de las frases wildeanas que más festejaba eran aquellas dirigidas contra el matrimonio heterosexual, institución a la que el escritor argentino tardó en sucumbir. 

En su libro Atlas (1984), del inventario mundial de maravillas, Borges destaca “el cuarto de hotel d´Alsace en París donde murió Wilde”. A Walt Whitman, el poeta de las amistades viriles, le dedicó su admiración en tres ensayos y un poema breve y le declaró su amor afirmando que “Whitman era para mí toda la poesía”. En cambio, no ahorró epítetos desagradables contra Lorca, al que tildó de “exhibicionista y amanerado insoportable”. Sin dudas -como en la versión cinematográfica de La intrusa- a Borges lo aterraba todo lo que oliera a homosexualidad explícita. Sin atreverme a afirmar con Balderston que Bioy fue su amor no correspondido, es seguro que, de haber deseado o amado a otros varones, Borges habría optado estéticamente por el secretismo literario de un Henry James (a quien solía citar), a la metáfora de la Secta del Fénix o al lema proustiano que reza: “En cuestiones de homosexualidad se puede contar todo, pero con la condición de nunca decir ‘yo’”.