­­­­­Bendito sea el inventor de la escritura. Con este pregón, justo y agradecido, empezaban muchos libros indios según nos cuenta Voltaire. Si somos sujetos de lenguaje, si estamos hechos tanto de átomos como de palabras, la escritura ha de resultar una necesidad imperiosa para cualquier forma de trascendencia. Podemos apelar a la oralidad, pero a las palabras, literalmente, ya se sabe, se las lleva el viento.

"El lenguaje es la casa del ser", decía Heidegger. Si queremos ser hospitalarios, invitar a que otros puedan visitar nuestra íntima morada, debemos poder dejarlo, al lenguaje, materialmente impreso. Los sumerios, según parece, fueron los primeros en practicar incisiones en la húmeda arcilla que al secarse podría perdurar y ser leída por gente del futuro. Benditos sean, pues, los sumerios.

Los griegos hallaron un sustrato más original, económico y democrático para escribir sus historias: el cielo. La aparente inmovilidad de las estrellas, el hecho de que año tras año estuvieran siempre allí, impertérritas, fue una invitación a respaldar en ellas sus historias y sus mitos. Así, por ejemplo, la expulsión de las Híades a manos de un irritado Zeus, que no podía soportar su llanto permanente, quedó registrada en una región del cielo que anticipa cada año la temporada de lluvias. Así como las religiones monoteístas leen un libro a lo largo del año, también, a su modo, lo hacían los griegos. Sólo que los níveos caracteres en el manto oscuro de la noche son, en un sentido absoluto, de autor anónimo.

Siglos más tarde, la invención de la imprenta significó una revolución de enorme calado. El sustrato material del texto y el método de impresión se convirtieron en uña y carne de un nuevo organismo, la humanidad, capaz de comunicarse más allá de las fronteras espaciales y temporales. Como decía Carl Sagan, sólo con posar tu mirada en el interior de un libro "ya estás adentro de la mente de otra persona, quizás de alguien muerto hace miles de años; a través de los milenos, alguien te habla clara y silenciosamente en el interior de tu cabeza, directamente a ti". No es concebible el concepto de humanidad sin la existencia de este vaso comunicante entre personas de todas las épocas y lugares.

Sin los libros y, sobre todo, sin su amplia disponibilidad a través de innumerables bibliotecas públicas, el mundo sería hoy irreconocible. Así como el ADN es el vehículo de la herencia en la evolución darwiniana, el libro es la esencia de la evolución lamarckiana a la que llamamos cultura. Los "caracteres adquiridos" galopan de generación en generación, rápida y acumulativamente, a través de los libros. Quizás el ejemplo más claro de esto lo brinda la ciencia.

Cualquier estudiante más o menos avispado de física sabe mucho más que, digamos, Isaac Newton, pese a que sus capacidades intelectuales no resistan la menor comparación. Un caudal de nutritivos libros fue alimentando a sucesivas generaciones, dotándolas de "saberes adquiridos" a partir de los cuáles pudieran llegar cada vez más lejos. Eso sí, la existencia de los nutrientes es insuficiente: es imprescindible su disponibilidad.

Las últimas décadas han visto el alumbramiento de una nueva revolución: internet. En este ovillo planetario digital que nos conecta a todos de manera inmediata, van y vienen, a velocidad de vértigo, textos e imágenes, audios y vídeos. Cierto es que gran parte de ese flujo incesante no es más que ruido y furia, pero también lo es que, en sus inicios, de la imprenta salían casi exclusivamente biblias. Hoy parece una obviedad la idea de utilizar este entramado para irrigar a la comunidad científica con los nutrientes de su trabajo: la información de lo que se está haciendo en cada rincón del mundo. Mucho mérito, en cambio, tuvo el físico teórico Paul Ginsparg al concebirlo y llevarlo adelante hace 30 años, un 14 de agosto de 1991.

La creación de arXiv, un repositorio que hoy tiene casi dos millones de artículos científicos de decenas de disciplinas, de acceso gratuito e instantáneo, ha sido un hito en la historia de la ciencia moderna. Cada mañana, científicos de todos los países, acompañamos el café del desayuno con una lectura de todos los trabajos escritos por nuestros colegas el día anterior, organizados por tema. Ya hemos visto a jóvenes autodidactas brillantes que se han formado leyendo arXiv, pese a vivir en lugares apartados, así como a autores que publican de forma abierta sus libros, conferencias o clases. Todavía nos sorprende encontrarnos con artículos que refutan a otros aparecidos apenas el día anterior, algo impensable sin esta herramienta.

Venas y arterias irrigadas de un modo tan altruista han dado renovada vida a la comunidad científica. Muy especialmente en los países periféricos. Antes de que existiera arXiv, había que esperar a que los trabajos fueran publicados en una revista científica, normalmente de precio elevado, y a que ésta llegara a la biblioteca de nuestra universidad o instituto. Esto significaba un retraso de no menos de seis meses y una sangría económica para las instituciones científicas. Salvo las editoriales, pocos añoran ese antiguo régimen. Bendito seas, Ginsparg.

Ya no hay que esperar a que se seque la arcilla. Tampoco hay que afanarse en interpretar constelaciones y asterismos. Ni siquiera mancillar un folio inmaculado con el martilleo de la imprenta. El lenguaje, eso que nos hace humanos, frases y ecuaciones, fluye incesante en la difusa materialidad de los ríos de bits. La casa del ser se ha expandido y, como nunca antes, somos todos bienvenidos.

Físico teórico, IGFAE, Universidad de Santiago de Compostela ([email protected])