El padre-pulpo no quería ser padre. El hijo, que siempre lo supo, se prometió nunca parecerse a él. ¿Lo conseguirá? Una hija tiene a su madre alojada en la garganta. ¿Qué clase de parálisis atraviesa ese vínculo? Una chica se encarga de cumplir la leyenda familiar: ella nació corriendo, nunca gateó. “Es terrible saber que nunca podré hacer algo por ellos”, dice otra madre que viste a su hija con un disfraz de elefante y a su hijo con el de ratón y que desearía ser un tigre, aunque su agilidad se parezca a una tortuga. Los dieciséis cuentos de Geografía de la oscuridad (Páginas de Espuma), de la escritora peruana Katya Adaui, despliegan un catálogo de padres y madres fallidos que hacen lo que pueden. De la protección extrema al desapego más feroz, la escritora bucea a fondo en esos lazos complejos, horadados por el desencuentro, la sordidez y las frustraciones.
La familia es tan terrenal que lo que perdura parece estar condenado a la desintegración. Como si la escritora peruana tuviera una visión estereoscópica del instante previo al desmoronamiento. Adaui (Lima, 1977) escribe para inventariar los restos del naufragio, antes que se hundan y se pierdan para siempre. “Me interesaba mucho escribir de padres conflictuados, desidealizados. En Perú la familia es como una entidad sagrada, poco cuestionada, y para mí era importante ponerlos a contraluz y ver qué pasaba si iluminaba la sombra. Pero traté de que hubiera ternura también”, cuenta la escritora peruana, que vive en Buenos Aires desde hace dos años. “Mi idea original era que los padres hablaran, pero a medida que escribía fueron los hijos los que hablaron. Eso fue una sorpresa para mí”, reconoce la autora de los libros de cuentos Aquí hay icebergs y Algo se nos ha escapado y la novela Nunca sabré lo que entiendo.
-¿Por qué los que hablan son los hijos?
-Creo que tiene que ver con la distancia con mis propios duelos: mi padre murió hace once años, mi madre hace ocho. Entonces ya estaba lejos de sus muertes y eso también me permitía una libertad absoluta para que donde fallara el recuerdo entrara la imaginación. Cuando escribo no busco la mímesis de recuerdos, sino que parto de una pequeña imagen, como esa narración de mi madre en la que me decía: “pensar que acá veníamos con tu padre y cuando vinimos se murió un niño”. Yo recordé eso y le creé una escena alrededor de un recuerdo que fue real, pero que lo narré como si yo misma lo hubiera vivido. Cuando escribo es como si me hubiera pasado a mí; para que se sienta vivo, lo imagino sucediéndome.
-Desde un elefante a un ratón, desde una largatija a los pulpos, hay muchos animales en “Geografía de la oscuridad”. ¿Cómo explicás su presencia en los cuentos?
-Hay uno de los cuentos en que uno de los padres dice que el mundo parecía siempre en extinción. Creo que ahí viene mi preocupación medioambiental y por el cambio climático. A medida que he ido creciendo así como mi escritura se volvió más asociativa y vincular, yo también me he sentido más pendiente de mi relación con el reino animal y vegetal. La mínima modificación de un entorno afecta incluso al objeto inanimado de ese entorno. Afecta a la piedra y a la planta, al renacuajo, a la rana y a la mosca que la rana se va a comer. Esa mínima alteración que cambia un ecosistema lo mismo sucede en la familia: el mínimo movimiento desbarata todo lo que dábamos por seguro y el mundo cambia en un instante. Cuando escribo, quisiera dar cuenta de ese instante en que el pequeño hábitat está a punto de ser transformado. De ahí viene mi amor por los animales. Como no los puedo proteger en la vida real, doy cuenta de ellos en la escritura.
-La frase “tiene a su madre alojada en la garganta” de uno de los cuentos es similar a lo que sugiere un poema de Sharon Olds, “Ahogándose”, que más o menos dice que lleva una mujer colgada al cuello, arrastrándola: su propia madre que la agarra y la hunde en la luz que se apaga”...
-La madre de ese cuento le dice a su hija a punto de operarse que el doctor dejó paralítico al último paciente que operó (risas). Cuando lo escribía, me reía; hay muchas crueldades que me daban risa porque son dichas en lo real. Yo he visto esa especie de fantasía de parálisis en varias madres para que sus hijos no se vayan y por fin las necesiten y los puedan cuidar; es un exceso de amor que pervierte el vínculo. Así como hay madres abandónicas, están las madres hiper aferradas. La madre alojada en la garganta es la lengua materna, con lo bueno y lo malo que eso trae consigo a lo (Natalia) Ginzburg, que es tanto el insulto como el elogio, la mirada aprobatoria y reprobatoria.
-¿Qué te interesa de la oscuridad a la que refiere el título del libro?
-La madre o el padre son figuras absolutamente idealizadas; ojo con la idealización porque viene de la negación. Hay que dar cuenta de las sombras; no puede haber escritura si nos has puesto en cuestión los vínculos con tus padres, porque si te acuerdas pierdes. Yo pensé en las madres y en los padres como territorios erosionados: quién sabe cuánto esfuerzo les ha costado ser padres o madres y las herencias del desamor con las que ya cargaban. Sin embargo, hay errores que se vuelven a cometer, silencios que vuelven a mortificar. Quizá más que la oscuridad es una geografía de la sombra y la sombra es posible porque hay luz. La sombra es el reflejo de uno mismo oscurecido.
-Hay dos constantes que aparecen en estos cuentos: nadar y correr. ¿De dónde vienen estos movimientos?
-Yo fui una gran atleta cuando era chica, era una gran corredora de cien metros planos. Mi mamá siempre decía: “Katya gateó y corrió; no hubo caminata”. Era parte de la leyenda familiar. La natación es muy importante para mí hasta hoy. Hay algo con el agua que ejerce una fascinación profunda en mí y supongo que tiene que ver con la muerte de mi abuela paterna por ahogamiento. Mi padre tenía un vínculo muy espeso con el mar; siempre se metía hasta el fondo, hasta que lo sacaran los guardavidas.
-¿Cuándo llegó la escritura?
-A los nueve años le dije a mi mamá: “voy a ser atleta y luego escritora”. Yo sabía lo que quería, no sabía cómo ni cuándo, pero tener claro qué hacer con mi vida me trajo mucho alivio, pese a unos padres no amorosos y fallidos de mil maneras. En mi casa nunca hubo una gran biblioteca, lo que hubo fue algo mucho mejor: pocos libros, bajo llave. Desde que era bebé yo gateaba, sacaba la llave y señalaba un libro; lo que hicieron fue volverme curiosa, yo quería saber y aprender qué había ahí. Esa obsesión infantil de la llave y el libro me cambió la vida, cuando no sabía que me la estaba cambiando. Yo iba a entrenar todo el día y luego solo leía; pasaba del movimiento absoluto a la contemplación absoluta. Yo podía leer y podía correr. Yo tenía esos dos mundos para mí.