Habría que analizar el impacto de la vergüenza en el errático andar del mundo. Muchas de nuestras acciones u omisiones están basadas en la fatal capacidad para sentir vergüenza. Vergüenza de lo que somos o de lo que no somos. De opinar o de no hacerlo. De disentir, de no pertenecer. Si la posibilidad de sentir vergüenza está en nuestra personalidad o esencia, tarde o temprano alguien se aprovechará de eso.

Por ejemplo, el gobierno siente vergüenza demasiado a menudo. O, por vergüenza, se frena antes de hacer algo. ¿Vergüenza de qué? De ser considerado violento o grosero. De tener a un Durán Barba propio que nos cuide las espaldas virtuales y que lo acusen de hacer las mismas trampas que nos hacen a nosotros. De decir que somos mejores. Entonces cuida las palabras a niveles ridículos, como si alguien se pudiera ofender.

Y lo cierto es que si uno dice lo que piensa, alguien se va a ofender. ¡Y eso no está mal!

Los que sentimos vergüenza somos los que pensamos en el otro. En la salud del otro y en la mirada del otro. Nos importa ser y parecer. Nos importa ser recordados como buena gente. Esa es nuestra debilidad, nuestro karma. Sobre eso hay que trabajar cada día para que no nos lleven de las narices, sea como individuos o como proyecto político.

En cambio, los hijos de puta y los fundamentalistas (los que creen que tienen la verdad, o no les importa no tenerla y no saber nada de nada y aun así siguen hablando y hablando) no sienten vergüenza ni por sus acciones ni por sus palabras. Eso, como arma política, es relativamente novedoso. Y es muy poderosa.

Por eso nosotros somos más débiles a la hora de defendernos. A la hora de hacer una campaña, nos llevan esa ventaja. Mienten sin vergüenza, dan números falsos, confunden adrede derecha con izquierda o lo que les convenga confundir. No les da vergüenza mostrarse burros y básicos. Mientras que nosotros vamos al psicólogo dos años antes de manifestarnos con claridad ante la posibilidad de ofender a alguien, incluso a alguien que merece ser ofendido.

Nos da vergüenza decir qué espanto, qué feo, qué porquería, qué tontería, qué idiota, y oponernos así, sin mayores explicaciones a tanto palabrerío imbécil. Nadie dice (aunque lo piense en privado) que Mirtha, la Bullrich, Carrió o los amigos del alma de MMLPQTP son basuras, personas horribles, ladrones y mentirosos (y estoy usando estas palabras adrede).

Ellos nos odian y lo dicen con claridad. Mientras, nosotros buscamos eufemismos para no caer en la vergüenza de vernos tan desagradables como ellos. Ni siquiera nos animamos a llamarlos enemigos (algo que ellos sí tienen en claro con nosotros) y buscamos palabras alternativas como contrincante que en realidad no dicen lo que queremos decir.

Veamos la fogoneada meritocracia, tan promocionada por el enemigo. La meritocracia está basada en la vergüenza de no estar a la altura de los hechos, de no haber trabajado lo suficiente, de no ser lo suficientemente “vivos” para progresar. 

Y cuando nos dicen vagos y mantenidos, balbuceamos respuestas en lugar de recordarles que ellos son ladrones, herederos sin mérito alguno, mantenidos y nenes de papá. Además de burros y medio pavotes, diría Don Segundo Sombra.

Y así nos van arrinconando, al menos dialécticamente. Ayudados por un tremendo poder de comunicación que nosotros no nos animamos a construir… por vergüenza (entre otros factores).

Hay que aprender de los que te mandan a la mierda sin preocuparse de lo mal que se ven. Los que no tienen vergüenza de odiar. Eso incluso sana, porque no decir lo que se piensa te deja un agujero en el estómago más temprano que tarde.

Hace rato que los que controlan el mundo no necesitan armas de fuego. Usan medios, redes, instituciones tipo FMI. Desde allí apelan a nuestro miedo e ignorancia. Cuando eso no es suficiente, apelan a nuestra infinita capacidad de sentir vergüenza.

La vergüenza de ser argentinos, por ejemplo, ha pasado de ser un chiste a ser una herramienta para desalentarnos cada día más. Que nosotros no lo creamos así apenas logra equilibrar la cantidad de gente que cae en la trampa. Nosotros, los argentinos orgullosos de serlo, nos la pasamos justificándonos ante gente que no lee y no viaja y no sabe nada de nada.

Recuerdo que en una época nos daba vergüenza decir que nos gustaba el Negro Olmedo. La intelligentsia había decidido que era grosero y que nos tenía que gustar Woody Allen, por ejemplo. Así toda la vida. Lo que había que hacer era mandarlos a la mierda y reírnos de su sabiduría al divino botón. Curiosamente, hoy esa intelligentsia nos diría que está mal que nos guste Woody.

En una época (algo que cambió de tantos vaivenes en el panorama político), el obrero no sentía vergüenza de serlo. No compraba espejitos de colores. Quizá el peronismo entendió eso y fue suficiente. Hoy eso también cambió: el obrero quiere ser de clase media y de ahí a ser cuentapropista. Y cuando es cuentapropista intenta hacerle sentir vergüenza al obrero.

Otros que apenas sienten vergüenza son los políticamente incorrectos, especie en extinción por lo duro que resulta ir contra la corriente, recibir puteadas y que te crean contrera u obtuso. Pero ese es otro tema.

Todos estos caminos llevan a una curiosidad muy de esta época: opinamos una cosa en privado y otra en público. Porque la vergüenza se construye ante la mirada de los otros. En privado somos honestos con nuestras ideas. Pero… desgraciadamente nadie nos está viendo.

La vergüenza es mala consejera. La peor consejera. Y nuestros enemigos y los que modelan el mundo lo saben. Habría que aprender a sentir vergüenza de, a veces, ser tan corderitos, tan influenciables, tan vergonzosos. Entonces sí te quiero ver.

 

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