Leer reunidos la totalidad de los poemas de Raymond Carver es como despertar un día radiante luego de haber pasado tiempo en la oscuridad.

Esta puesta en valor de su obra poética, revela que quizás Carver fuera poeta, antes que ese gran cuentista revolucionario del género. Antes, en el sentido de lo primero, de lo esencial. Cada vez que le preguntaban por su dedicación al cuento, él decía que escribir corto era lo que le permitía la ajetreada vida familiar y su bancarrota casi continua. Pero nunca hizo esa misma referencia al hablar de poesía. Él mismo, quizás, mantuvo al margen (¿a salvo?) sus poemas. Esos que escribía cada vez que podía, de una sentada y entre cuento y cuento. 

“Si tengo que elegir, prefiero la poesía a la narrativa, sea como lector o como escritor. Cada poema que he escrito fue un momento único. Tanto es así que recuerdo las circunstancias emocionales de su escritura, el lugar, incluso el tiempo que hacía. Si me concentro creo que hasta podría recordar el día de la semana. Puedo recordar el momento del día en que lo escribí, si fue por la mañana, al mediodía, por la tarde o, en muchas ocasiones por la noche. Esta clase de recuerdos no los tengo con los relatos”. Esto escribe Carver en uno de los textos póstumos recopilados por su segunda esposa,Tess Gallagher en el libro Sin heroísmos por favor. Renglón seguido revela el contexto de algunos poemas, como el emblemático “En busca de trabajo”: “Siempre he querido trucha de montaña /de desayuno. / De repente, encuentro un sendero nuevo/ a la cascada. / Empiezo a tener prisa. / Despierta, / dice mi mujer, / estás soñando. / Pero cuando intento levantarme, / la casa se ladea. / ¿Quién está soñando? / Es mediodía, dice ella. / Mis zapatos nuevos esperan junto a la puerta, / relucientes”. 

Cuenta Carver sobre aquel momento: “Lo escribí una tarde de agosto en un departamento de Sacramento, durante un verano difícil para mí. Mi mujer y mis hijos se habían ido al parque. Hacía mucho calor, estaba descalzo y en bañador. Cuando me levantaba, iba dejando huellas en las baldosas”.

Los detalles reales y concretos – como esas pisadas – son también los protagonistas indiscutidos de sus cuentos. Pero en el caso de la poesía, quizás por su economía y brevedad generan un efecto de primer plano donde asistimos anonadados a la maestría de Carver para engarzar esa poca cosa, esa nimiedad, a un submundo bajo la superficie que da por resultado un estallido de sentido. Como “el huevo espléndido de gallina Leghon” que casca con indiferencia la esposa de “Por la mañana, pensando en el imperio”. Los dedos como babosas de “Los dedos de los pies”. También “los gusanos vivos y calientes bajo el labio inferior” que conserva el padre de “Boya”. O “el vientre velludo que sobresale de la camiseta” de “Ruina”.

Es en un poema breve, “Domingo por la noche”, donde quizás se pone de manifiesto este trabajo a conciencia con lo que está a la mano: “Utiliza las cosas que te rodean. / Esta ligera lluvia / del otro lado de la ventana, por ejemplo. / Este pucho entre los dedos. / Estos pies en el sofá. / El débil sonido del rock and roll. / El Ferrari rojo del interior de tu cabeza. / La mujer que anda tropezando / borracha en la cocina. / Agarrá todo eso. / Utilízalo”.

Todos nosotros incluye los primeros poemas de Carver nunca compilados hasta el momento. Ellos dan cuenta de que, ese poder de alcanzar lo que no está a simple vista y extraer de la realidad todo lo que ella tiene para dar, está en su obra desde un principio. Está en su primer poema publicado a los 24 años por la revista Targets, “El aro de latón”: “Qué habrá sido de aquel aro de lata de la calesita. El aro que las niñas y niños pobres pero felices agarraban justo en el momento mágico”. En una especie de caleidoscopio, coagula el paisaje entero de la infancia de Carver como hijo del proletariado, y que se volverá otra marca de su literatura: contar las vidas de los desclasados. Eso mismo que le valió la acusación de un sector de la crítica, de hacer una literatura deprimente, donde no había ni una escena dichosa. Y así respondía Carver en una entrevista dada poco tiempo antes de morir en París: “La gente se preocupa por su alquiler, sus hijos, su vida hogareña. Así es como vive el 80-90 por ciento, o Dios sabe cuántas personas. Escribo historias sobre una población sumergida, gente que no siempre tiene a alguien que hable por ellos. Soy una especie de testigo y, además, esa es la vida que yo mismo viví durante mucho tiempo”.

LEER, ESCRIBIR, BORRAR

A muchos les sorprenderá enterarse que antes de la publicación de su primer libro de relatos Quieres hacer el favor de callarte por favor en 1976, que fue un éxito de público y crítica, Carver ya llevaba publicados tres libros de poemas: Near Klamath (1968) Insomnio de invierno (1970) y Los salmones se mueven de noche (1976).

Sus primeros poemas datan de poco tiempo después de casarse a los 19 años con Maryann Burk de 17, tener en seguida dos niños, y mudarse desde Oregon (se habían conocido en el bar donde Maryann era camarera) a California, en una ruta desquiciante tras empleos temporarios. Para cuando escribió “En busca de trabajo”, donde los zapatos esperan salir en busca de un futuro mejor, Carver ya se había empleado en aserraderos (como su padre), había sido cadete de farmacia, vendedor puerta a puerta, asistente de biblioteca. En paralelo, firme, crecía su deseo de ser escritor. En cada lugar en el que recalaba la familia, asistía a diferentes cursos de escritura creativa. Uno de los primeros fue al de su gran maestro John Gardner, quien no solo le entregó la llave de su despacho para que Carver pudiera ir los domingos por la mañana a escribir, sino que le dio aquel famoso consejo: “Lee todo Faulkner que encuentres y luego lee todo lo de Hemingway para limpiar de Faulkner tu manera de escribir”. Fue también quien le enseñó el valor de la honradez: si un autor escribía sobre cosas que no le importaban o en las que no creía, tampoco a nadie iban a importarle nunca.

Tiempo después Carver fue maestranza en el Mercy Hospital y en paralelo asistía al curso de poesía de Dennis Schmitz. Alguna vez dijo aquel había sido de sus mejores trabajos, dado que al ser nocturno y volver a su casa por las mañanas, la familia ya no estaba y la quietud le permitía escribir. De su paso por el hospital da cuenta ese formidable poema que es “Sala de autopsia”, inspirado en lo que Carver se encontraba cada vez que debía entrar a limpiar allí. “Un pequeño bebé quieto como una piedra/ y más frío que la nieve. Otra vez un negro corpulento /de pelo blanco con el pecho partido al medio/ todos sus órganos vitales/ en una bandeja a un costado de su cabeza. / Yo siempre estaba solo, ahí. / La manguera derramaba agua. / Las luces colgadas del techo encandilaban. / Una vez dejaron sobre la mesa una pierna, / una pierna de mujer, pálida y bien formada. / Yo sabía qué clase de pierna era, / las había visto antes. / sin embargo, me dejó sin aliento”. El final del poema condensa cómo iban las cosas por aquellos tiempos: “No pasaba nada. Todo estaba pasando. La vida/ era una piedra, moliéndose, tomando filo”.

Es necesario dejar sentado, que, para un sector de la poesía más tradicional, la transparencia de Carver, como dice Gallagher en la introducción de Todos nosotros, “puede ser considerado un insulto al intelecto”. La mayoría de los poemas giran alrededor de un tema o argumento, y pueden considerarse, como Carver mismo aseguró, poemas narrativos o relatos en verso. En el prólogo de una compilación de su poesía escribió: “Leyendo ahora estos poemas, tengo la sensación, de estar ante una radiografía de mi mente, un mapa aproximativo pero auténtico de mi pasado. Me ayudan a hilvanar mi vida, a percibir su continuidad. Y me gusta la idea”. Y aquí van algunos pasajes que bien pueden valer como ejemplo: “Sufría la familia entera. / Mi mujer, yo mismo, los dos niños y la perra/cuyos cachorros nacieron muertos. / Nuestros asuntos, como siempre, iban mal.  o: “Así de sencillo. Sales y cierras la puerta/ sin pensarlo. Y cuando te das cuenta/ de lo que has hecho/ es demasiado tarde. Si parece/ la historia de una vida, perfecto”. 

Para 1975, Carver no pasaba más de dos horas sin tomar alcohol. Durante una discusión con Maryann la golpeó con una botella y le cortó una arteria cerca del oído. Ese episodio, lo decidió a rehabilitarse en Alcohólicos Anónimos. De aquellas desgracias nace ese monumento a la degradación que es el poema “Milagro” donde un matrimonio vuela de Los Ángeles a San Francisco, odiándose y completamente borrachos. También “Mi mujer”: “Mi mujer ha desaparecido con toda su ropa. / Me dejó dos medias de nailon y/ un cepillo del pelo que encontré detrás de la cama. / Me gustaría que te fijaras / en esas medias y en los pelos negros/ entre las púas del cepillo. / Tiró las medias al cubo de la basura; el cepillo, / me lo quedo para usarlo. Solo la cama/ resulta extraña. Imposible valorarla”. Carver es como un caballo de fuerza tirando de lo condensado en los objetos concretos. 

Su famoso poema “Matrimonio” fue escrito en abril de 1978. Maryann y Carver se habían separado hacía unos meses, pero habían vuelto una vez más para intentar salvar la pareja. Los hijos ya eran adultos y estaban independizados. Pero a pesar de que Carver ya estaba recuperado, no lo lograron. “Vivía con agobios de todo tipo y escribí el poema una tarde. Mi mujer en una habitación y yo en otra. Mis miedos de aquellos días encontraron su vía de escape en el poema”. “Seguimos/ comiendo ostras, mirando televisión, /comentando sobre la ropa elegante y la maravillosa gracia/ de la gente envuelta en esta historia, algunos de ellos/ tensándose bajo la presión del adulterio, / la separación de los seres queridos, y la destrucción/ que deben saber aguardando justo después/ del siguiente cruel cambio de circunstancia, y luego del/ siguiente”.

PEQUEÑOS MILAGROS

Sabemos del hombre nuevo, de su oportunidad, de la segunda parte de su vida que llamó “regalo”. El periodo comprendido entre 1978 y su muerte el 2 de agosto de 1988 a raíz de un cáncer de pulmón con metástasis cerebral. Carver lo vivió limpio y junto a su segunda esposa, la poeta Tess Gallagher. Ella es quien en la introducción da testimonio del valor de la poesía para Carver en estos años tan productivos, donde, por ejemplo, solamente entre 1983 y 1985, escribe más de doscientos poemas.

Es en esta segunda etapa de su vida cuando en la escritura aparece el Carver agradecido, esperanzado, enamorado, casi permitiéndose la felicidad. Como esa frase que da título a su último libro de poemas que corrigió hasta el mismo día de su muerte, parecía haber encontrado “un sendero nuevo a la cascada”. “No lloren por mí”, / les dijo a sus amigos. Soy un hombre con suerte. / he vivido diez años más de lo que nadie/ esperaba. Una propina. Y no lo olvido”. O lo expresa sin atajos: “Yo me dirijo hacia una nueva vida, distinta, / de hecho solo yo presto atención con mis pensamientos/ en otra parte.” (La luna, el tren”)

En estos diez años de regalo, Carver escribe la mayor parte de su obra cuentística: De qué hablamos cuando hablamos de amor, Catedral, Tres rosas amarillas, Si me necesitas, llámame. Todos ellos editados por Gordon Lish, que en su momento era una especie de editor estrella dentro del panorama literario y había posicionado a varios escritores famosos. Cuando Tobías Wolff vino a Buenos Aires para el FILBA 2013, en la entrevista pública que dio en la Alianza Francesa, contó cómo él y Richard Ford, (los amigos de Carver dentro del circuito literario) lo alentaban a que cambie de editor. Pero “el bueno de Raymond no podía decir que no a nadie” aseguró Wolff. Tampoco pudo con los tijeretazos de Lish, quizás acorralado también por su siempre inestable economía y la imperiosa necesidad de publicar antes de que se le acabara su tiempo.

¿Sería posible arriesgar que por fuera de ese desierto gélido que son los cuentos desguazados por Gordon Lish, este corpus poético viene a traer el más auténtico Carver? Su humanismo y compasión. Elementos que también vieron la luz cuando se publicó Principiantes, la versión sin editar de De qué hablamos cuando hablamos de amor, y que Carver le hizo prometer a Gallagher que publicaría cuando él ya no estuviera. También en Principiantes como en los últimos poemas hay -por más oscuros y desencantados que puedan resultar- una pátina de ternura. Ese otro elemento fundamental que Carver rescató en el último discurso que diera en vida citando a Santa Teresa. “Las palabras llevan a las acciones… Preparan el alma, la alistan y la mueven a la ternura”.

En Un sendero nuevo a la cascada, escrito durante los últimos seis meses de vida, Carver intercala entre sus poemas, fragmentos de cuentos de Chéjov. Gallagher cuenta cómo en los últimos días de vida de Carver buscaron juntos esos pasajes, para después tipearlos a máquina. El escritor ruso, a quien Carver dedicó ese bellísimo texto que es “Tres rosas amarillas” y su poema “Insomnio de invierno” (“Ojalá estuviera aquí Chéjov para recetarme”) fue su gran maestro en la búsqueda de lo parco y simple por sobre la retórica y el lenguaje abstracto o pseudo poético. Esos fragmentos seleccionados tan cuidadosamente por Carver, demuestran cómo la prosa puede funcionar como poesía. Que los límites entre un género y otro, tratados con maestría, se difuminan: la asertiva intensidad del fraseo en la narrativa, no obtura la historia. Y viceversa: la poesía puede también contar una historia sin perder su efecto de compresión. Si no, basta acercarse a los referentes del género que Carver citaba: Ezra Pound, William Carlos Williams, Robert Frost. Y sus contemporáneos: Galway Kinnell, WS Merwin, Ted Hughes, CK Williams, Robert Hass.

Nos queda claro al leer estos poemas uno tras otro, como vasos de agua fresca después de una gran maratón, que la poesía fue para Carver una tabla de salvación. No solo por lo autobiográfico, sino también como ese espacio entre las publicaciones de sus libros que permitía que la llama de la inspiración no se apagara. También que era el lugar donde iban a parar sus sentimientos más genuinos y quizás el género que mejor le permitió mostrar lo que él se proponía: la verdad desnuda, sin adornos. Como lo es la muerte; “¿Qué hago aquí, / solo y lleno de remordimientos? / sigo comiendo sin apetito/ frambuesas de un bol. Si estuviera muerto/ me recuerdo a mí mismo, no me las podría/ comer. (“Simple”) O la pérdida. “¡Qué noche más dura! Sin soñar nada en absoluto/ o soñando algo que podría ser o no/ un sueño del que presentía su pérdida. Me habían dejado/ sin mediar palabra en una carretera secundaria”. (“Sémola y lluvia”).

Todos nosotros viene a poner en valor ese otro edificio sublime que conforman los poemas de Carver y que fueron quedando un poco al margen del éxito masivo de los cuentos. Deja claro que su poesía es quizás la savia que nutre la densidad encapsulada en sus relatos, y la que permite contemplar más acabadamente, la maestría de Carver para hacer brotar las emociones como una buena siembra, en tan solo una línea.

A diferencia del trabajo meticuloso con los cuentos que reescribía hasta treinta o cuarenta veces, Carver experimentaba los poemas como un milagro. “Son pequeñas sorpresas que estallan en las manos”, decía. “Un poema debe estar siempre en movimiento. Moverse con energía. Tener chispa. Puede hacerlo en una u otra dirección: volver al pasado, proyectarse en el futuro o perder el rumbo en un sendero cubierto de hierba. Puede incluso dejar de estar en el suelo y buscar un lugar entre las estrellas. Puede surgir como una voz de ultratumba o moverse como salmón, como los gansos salvajes o como un saltamontes. Pero no se queda quieto. Se mueve. Se mueve y, aunque se desplieguen elementos extraños en su desarrollo, hay una secuenciación, una cosa llama a la otra. Y al final, reluce”.

Y así es. Terminamos y nos quedamos quietos. Pensamos en lo que acabamos de leer y puede que nuestra mente haya dado un salto, que nuestro corazón se haya acelerado. Podemos sentir el aire entrar y salir por las fosas nasales. Porque estamos vivos.