Cuando saltó al vacío, desde un piso duodécimo en la ciudad de Córdoba, las torres gemelas todavía estaban en Nueva York. El 9 de septiembre de 2001, Jorge Baron Biza, el autor de El desierto y su semilla, periodista y crítico de arte que trabajó incansablemente en busca de la belleza perdida, se suicidó. Su padre Raúl –millonario excéntrico y también escritor- lo hizo primero y fundó un linaje la madrugada siguiente al 16 de agosto de 1964, cuando se gatilló en la sien. Unas horas antes, con los abogados reunidos para ultimar los detalles del divorcio, Raúl arrojó ácido sulfúrico sobre el rostro de Clotilde Sabattini. Jorge, testigo de la violencia patriarcal, acompañó a su madre para tratarse con los mejores cirujanos plásticos del mundo. Pero el tormento físico y psicológico de su cara deformada fue insoportable. En 1978 Clotilde se arrojó por la ventana del mismo departamento donde había sido atacada. Diez años después, en 1988, María Cristina, la hermana menor de Jorge, murió a causa de una sobredosis de barbitúricos.

Baron Biza había presentado El desierto y su semilla al premio Planeta en 1997, año en que ganó Ricardo Piglia con Plata quemada. No quedó seleccionada entre los diez finalistas y rebotó por varias editoriales hasta que optó por pagar de su bolsillo la edición que apareció en Simurg (1998). “En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz”. Así empieza esta novela estremecedora. Eligia es Clotilde. Arón es Raúl y el narrador, Mario Gageac, un alter ego de Baron Biza.

“Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio –confiesa el escritor en el texto de solapa de El desierto y su semilla-. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro a una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como esta quedó atrapada mi soledad”. Baron Biza --que había nacido en Buenos Aires en 1942-- confesaba en esa solapa que se formó en colegios, bares, redacciones, museos de todo el mundo y en manicomios. Trabajó como corrector, escritor fantasma, crítico de arte y periodista de publicaciones patrocinadas por sanatorios psiquiátricos y revistas de alta sociedad. Escribió notas, crónicas y reseñas de arte para La Voz del Interior, Clarín, La Nación y Página/12 y en revistas como Arte al Día. En Córdoba, donde se radicó a mediados de los años 90, dio clases de Estética en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).

Después de la muerte de su autor, El desierto y su semilla fue haciendo camino al andar. En Argentina, Eterna Cadencia la reeditó en 2013 con prólogo de Nora Avaro. En 2007, se publicó en el sello español 451 Editores. En una encuesta realizada en 2016 entre escritores, críticos y especialistas en literatura por el suplemento cultural Babelia de El País de España, la novela de Baron Biza quedó en el puesto 13 entre los cien libros hispanoamericanos de los últimos 25 años. En 2018 fue traducida al inglés como The Desert and its Seed y publicada en Estados Unidos por New Directions. En 2010 Caja Negra editó Por dentro todo está permitido, reseñas, retratos y ensayos; y en 2018 la cordobesa Caballo Negro publicó Al rescate de lo bello, una recopilación de artículos periodísticos realizada por la periodista Fernanda Juárez, que fue alumna y colaboradora del escritor y está a cargo del archivo Baron Biza.

A veinte años de la muerte de Baron Biza este jueves a las 18 la Fundación Proa le rendirá un homenaje virtual (con inscripción previa), coordinado por Daniel Link, en el que participarán Sylvia Saítta, Cecilia Palmeiro y Fernanda Juárez. También se presentarán fragmentos del diálogo entre Christian Ferrer y el autor de El desierto y su semilla, que pertenecen al programa El Fantasma, de Silvia Hopenhayn. “El trabajo con el archivo tiene como objetivo principal reunir una obra dispersa de un autor que cobró notoriedad después de que murió. Esta obra, periodística y literaria, fue concebida antes del auge de Internet, por lo tanto, para poder recopilar esos documentos hubo que buscar en hemerotecas y archivos, así como transcribir y digitalizar materiales que originalmente estaban en soporte papel”, cuenta Juárez, que en 2019 ganó una beca del Fondo Nacional de las Artes para diseñar el blog, donde están ahora digitalizados los materiales del archivo. “Por ahora no está resguardado en ninguna institución, aunque ya iniciamos conversaciones con algunas universidades de nuestro país que están interesadas”, comenta la responsable del archivo.

“Lo recuerdo como un maestro y amigo. Trabajaba mucho, era curioso, muy agradable en el trato y cultivaba el arte de la conversación. Una persona que se había formado de manera autodidacta, era extremadamente culto aunque nunca lo hacía notar –aclara Juárez-. A veces llegaba a su departamento y él estaba leyendo. Entonces, comenzaba a leer en voz alta, en otros idiomas. Era muy generoso. Entre los muchos objetos que aún conservo de él, está la Enciclopedia Británica y un grabado de Santiago Cogorno”. Nunca imaginó que Barón Biza se quitaría la vida. “Dos días antes, me llamó por teléfono, dijo que se iba de viaje a Rosario por el fin de semana. No sospeché nada. Dos años antes, Jorge se había internado en el Instituto Bergman. Ahí sí pensé que se podía morir”.

Daniel Link reflexiona sobre por qué sigue siendo desconocido para el gran público. “El propio Jorge era muy consciente de que su colocación era muy excéntrica: ¿cómo triunfar en un universo literario casi exclusivamente porteñocéntrico? Su fantasma era (Antonio) Di Benedetto, un autor igualmente subvalorado, pese a sus evidentes talentos. En un país como el nuestro, ser un escritor de provincias es casi una condena al anonimato –plantea Link-. Por otra parte, era un escritor de alguna manera ‘anticuado’, sin demasiada relación con los discursos hegemónicos de los últimos treinta años del siglo XX. Esas dos razones lo habrían obligado a un esfuerzo enorme para obtener el reconocimiento que se merecía su novela cuyo tema, por fin, agregaba una piedra más: su tema era su vida, pero él no quería que se identificara su novela con su vida”.

El carácter excéntrico de la colocación de Baron Biza le permitió investigar temas un poco descuidados por sus contemporáneos, como el cocoliche y el neocriollo, “esas zonas en que las lenguas se deshacen y se convierten en otra cosa”, precisa Link. “Pero eso lo dijo en un momento en que casi nadie podía escuchar la seriedad de sus planteos. Hoy la situación es muy diferente y precisamente por eso El desierto y su semilla vuelve con toda su fuerza y su potencia. Nos permite interrogarnos qué es la lengua argentina, y por lo tanto, qué somos, en qué nos reconocemos y, tal vez, cuál es nuestra comunidad de destino”.