Alberto Greco (1931-1965) es un nombre de pasaje, el punto de contacto entre un modo de hacer arte y otro. Sería -para ponerlo en términos totalmente académicos-, el nombre de una articulación entre el cierre de un modo de entender la vanguardia y el comienzo de la llamada posvanguardia en su versión local. Aunque siempre conviene aclarar que Greco fue la viva muestra de que, en la década del 50-60, ciertos artistas parecían tener de todo menos un país. Yendo y viniendo de un lado al otro, de Argentina a Francia, él se hizo un eremita artístico que vivió con lo justo, apostando todo a tener en forma de reconocimiento lo que le faltaba en el bolsillo (y no estamos hablando de un sujeto proveniente de las clases más necesitadas). Greco adoptó el ascetismo, el empobrecimiento dandy y la construcción de una periferia estética a medida de sus ideas, hasta el punto de transformar su propio cuerpo en el lienzo en donde plasmar sus exploraciones. Cualquiera puede visitar, hasta el 1º de febrero del año que viene, la muestra que tiene lugar en el Museo Moderno de la Ciudad de Buenos Aires, llamada Alberto Greco: ¡qué grande que sos!, para poder comprobar esto. Allí se recupera la obra desarmada y múltiple de alguien que jugó con todo lo que pudo (inclusive, el autobombo) para armar la performance definitiva: la del artista genial, exótico, banal y con reconocimiento póstumo. La primera novela de Paula Klein, La luz de una estrella muerta, es una obra que trata de atrapar algo de la estela de Alberto Greco y, para ello, arma una narrativa también ascética, laberíntica, en torno a un fracaso: hacer de Alberto Greco un monumento.

La novela se centra en la figura de Elena, una joven en la siempre complicada labor de terminar una tesis de doctorado que la convierta en una especialista en algo y que, al mismo tiempo, justifique esos largos períodos de becaria en Francia. Greco es su objeto de estudio y, para darle el punto final a una escritura que parece pesadillesca, espera encontrar a alguien que se haya topado con él y le dé un conjunto de fotos, textos, algún diario desconocido, algo, cualquier cosa que amerite la luz pública y la convierta en la investigadora a consultar para cualquier otro estudiante de posgrado venidero interesado en el tema. En una de las pocas noches de licencia que se toma de esta aventura del pensamiento, se encuentra con Grace, otra chica que también proviene de la Argentina, como ella, pero que está tan mimetizada con el ambiente snob de las noches parisinas que hasta parece haber perdido el acento, el recuerdo del lugar de donde viene. Elena se hace amiga de Grace (mejor, se hace “conocida de”) en un extraño boliche, y a partir de ahí se va a convertir en una figura recurrente cuyas intenciones comienzan a enrarecerse paulatinamente: ¿qué hace Grace de su vida? ¿De dónde conoce tanta gente? ¿Por qué, de repente, Grace también tiene un súbito interés por Greco? ¿Cómo puede ser que, a medida que Elena empieza a preguntarse qué es lo que pasa, Grace se haga más y más presente en su rutina, casi hasta el punto del acoso? La novela, que empieza con una premisa mundana en torno a una chica encerrada en el drama pequeñoburgués de terminar un posgrado, se convierte en una historia que tiene algo de Misery, algo de Atracción fatal, y mucho de un juego de dobles que parece parte de una performance a lo Greco.

La novela de Klein se apropia del tono académico para sumergirse en un aire de suspenso y tensión, pero también hay algo de trasfondo que regresa, a veces, a la manera de los recortes de testimonios sobre o de Greco intercalados en la obra. Otras, como menciones en la misma historia acerca de detalles de la ciudad, de bares, de esquinas, de noches. Y ese trasfondo es casi el centro de la novela: la presencia de un sudaca en París. El centro gravitatorio es, en definitiva, el propio Greco como argentino en la capital europea, tratando de abrirse paso vía contactos o demostraciones de talento, al mismo tiempo que incorpora como sufrimiento melodramático no sólo el amor por alguien, o por la ciudad, sino la pena de saberse invisible, no visto. Así como Greco desafía ese silencio con carteles que lo anunciaban como lo más grande que hubo, o con puestas melodramáticas en textos o presentaciones (melodrama camp que, como bien dice la novela, él funda), así Elena transforma la paranoia de que alguien se le adelante con la publicación de material desconocido de su objeto de estudio en un deambular por París, participar de rituales psicomágicos que invita el propio Jodorowsky o recorrer con distancia el mundo de las muestras de arte (¿se puede participar de eso sin distancia? ¿No es acaso un “requerimiento”?). Klein logra algo que nos recuerda a Cortázar, un objeto de estudio en sus recientes trabajos académicos: así como en Rayuela se podía ver esa París recorrida por argentinos que quieren hacerse más franceses que los franceses, más modernos que los modernos, etc., así también lo intenta Elena. Al menos, hasta que ciertos giros de la trama le hacen ver con distancia ese mundo y preguntarse, en el fondo, no sólo quién es realmente, sino para qué está haciendo lo que está haciendo. La luz de una estrella muerta es una novela de iniciación, a fin de cuentas, en donde un personaje abandona un mundo, no sin antes sumergirse en él hasta el fondo para después mirar con melancolía lo vivido. Es también una novela cruzada por duplicaciones y obsesiones: Greco, a fin de cuentas, es algo de lo que no puede alejarse, así como tampoco de ese místico cuasi-anagrama que es Grace, una “Greca” que parece tanto su doble oscuro como uno del artista “suicidado por el arte” en 1965.

Paula Klein logra una primera novela que le permite transformar su lugar como especialista a través de una narración “vital” en el sentido de que está concentrada en una vida (la de Alberto Greco) al mismo tiempo que compuesta por nudos de sentido, fragmentos que resultan pequeñas exploraciones cuyo significado no se encuentra. Porque, básicamente, ese significado último no existe: en la transformación del personaje, lo que se comienza a entrever es que en esas aventuras banales y nocturnas por las casas de los más aclimatados al aire parisino, todo resulta caprichoso. Pero, a la vez, extrañamente atractivo: ¿qué hay para la protagonista en ese espejismo que la cautiva? De ahí, la tensión se internaliza en una pregunta que tiene cierto tono existencial, casi, hasta hacer variar el camino del retrato de lo chic al hastío de ese mundo tan muerto y paradójicamente luminiscente evocado en el título. La luz de una estrella muerta es más un punto de vista argentino sobre ese “cielo” que denunció Viñas leyendo a Cortázar, sólo que la respuesta no va por el lado de volver a la patria, sino en radicalizar la extranjería. 

La novela traza con tiza sobre un vacío y se anima a mirarlo de frente a ver qué puede emerger de allí, como el último capítulo de la tesis que Elena no puede o no quiere terminar: un vacío que resignifica el todo. Como un Vivo Dito de Greco, un círculo de tiza sobre algo rutinario o sobre un vacío que indica que aquí pasa algo, y que hay que mirarlo para ver qué termina por salir.