La pequeña Moisés se aferró a la espalda de su madre con la voluntad furiosa con que los recién nacidos luchan por sobrevivir. Con el color pálido de la hipotermia se quedó inmóvil, congelada, sin parpadear, sin queja ni llanto, sin latido en el alma. De inmediato le arrancaron la ropa húmeda y la envolvieron en una manta. La niña fue despertando poco a poco. A sentir la calidez del templado cosquilleo de la sangre. Ella, que conoce lo básico de la felicidad, el olor a madre, el sabor de la leche, la placidez del sueño, y de la pena, el hambre, el desamparo, el frío hiriente: ella que solo siente los fundamentos básicos que conducen al bienestar o al miedo, no puede comprender que en la otra orilla, en Europa, haya quien la califique de invasora. Carece de ideas de frontera y de raza. Solo desea olfatear de nuevo el olor de su madre, el olor de su “patria”. Su única patria.

Hay gente que molesta. En abundancia. Como los carpinchos. Gente que va de un lado a otro del mundo saltando vallas, escarbando fronteras, molestando. Van en busca de sus “humedales”, atravesando las alambradas de los “Nordeltas” del mundo en un aquelarre de muertos vivientes que conviven con los vivos sin saber muy bien cuales son unos y otros. “Roedores” que forman un mar tempestuoso que se bate contra los acantilados del hambre, y que han obligado a los ricos a hacerse invisibles en sus madrigueras blindadas. Huelen, rascan, husmean. Molestan. Muchos no alcanzan la costa. Los devora un océano largo y estrecho, como un ataúd. En ocasiones el mar escupe a la arena blanca una vértebra, una costilla, con aroma a algas y salitre. Fragmentos azarosos de vida cancelada que se posan serenos en los recodos del arenal, a metros de las toallas de los bañistas. Huesos que molestan. Todo molesta. No los quieren. Ni vivos, ni muertos.

Sesenta mil tumbas a cielo abierto deambulan por las aguas turquesas del Mediterráneo, según ACNUR. Así se desayuna Europa todos los días. De espaldas al genocidio más lacerante de la nueva modernidad. Un cinismo endémico sostenido en la doble moral. El fútbol lo sabe. La “otra” inmigración es otra cosa. Desprende otro glamour. Como los “negros” del París Saint Germain. Así definió un periodista de la televisión polaca al plantel parisino. No hizo distinciones. Les llamó “negros” a todos sus jugadores extracomunitarios. No sorprende. Para millones de europeos Messi es “negro”. Bueno, blanco. Bueno, blanco “sudaca”. O sea, “negro”. Que es lo mismo. No distinguen. Son espacios de imperfecta humanidad que han desarrollado una dialéctica del miedo con fobias asociadas y aversiones profundas. Lo que Zygmunt Bauman llamó “pavor líquido”: “Sesgos cognitivos de pura epistemología tribal”, que satura “sociedades en riesgo” a través de un terror acusador cada vez más sofisticado que da forma a una amenaza invisible que alimenta nuevas obsesiones.

Todos somos inmigrantes. Venimos del largo y luminoso viaje de la africana Lucy, hace 3,2 millones de años. Sus dolores deberían ser los nuestros, y su hambre también.

Se extiende la idea de que la pobreza no está provocada por una injusticia social, sino por el resultado de un fracaso personal. Una idea muy extendida en el fútbol profesional. La tiranía del mérito. En ocasiones es conveniente bajarse del Olimpo, caminar por la arena, escuchar los alaridos roncos del océano, quedarse aterido, empapado, famélico, cegado, con el cuerpo ulcerado por tanto infierno desatendido. Con una lágrima sería suficiente. La pequeña Moisés lo agradecería.

(*) Ex jugador de Vélez, y campeón del Mundo Juvenil Tokio 1979.