Las lesbianas y el mundo de los títeres pueden contar una larga historia de amor. La referencia más cercana es la pareja que formaron Mané Bernardo y Sarah Bianchi, las dos pioneras del teatro de títeres moderno en Argentina a quienes aún se nombra como amigas, que seguramente también lo eran. Siempre fui refractaria a las lesbianas en actividades artísticas o literarias para niñes. Siempre me dio la impresión de que eran un gran armario donde se escondían las lesbianas. Era una conclusión un poco apresurada, que solía tomar cuando no me daba cuenta de que el feminismo cumplía la misma función. Cierto que eran lenguajes que, dentro de las limitaciones de la sociedad porteño-pampeana del siglo XX, nos permitían expresar rebeldía y poco apego al orden institucional.

Por muchos años fui pareja de una titiritera, en sus últimos días pasamos por el registro civil. Martha Ferro cuando no tenía las manos manchadas de tinta de diario, porque era periodista de crónicas mitad sangrientas/mitad justicieras, las tenía pegoteadas de engrudo. A mí me gustaba la cara periodística de Martha. Nunca entendí la pasión por la justicia social explicada para niñes. Ella detestaba mi falta de sensibilidad para el mundo infantil. Hoy le diría que a ser niñe se aprende.

El único títere que me quedó de Martha fue el que nadie quiso. El títere despojado y saltarín que representa la finitud. Martha siempre me hacía preguntas sobre el misticismo que nadie está en condiciones de responder. Quizá sí podía responderlas en sus diálogos de títeres.

Hace unos días recibí un inbox de Fermín Acosta. “Te mando un mail invitándote a la muestra. Conseguimos el títere Isolina y una foto de Martha con un títere a través del contacto que nos pasaste”.

Isolina, ahí estás expuesta con vestido rojo y el pelo blanco. Te hicieron un mechón verde para estar acorde al siglo XXI. Por suerte estaba cerca Nico Cuello que me sostenía con su presencia y su guía durante esa parte de la muestra. “Mirá, acá hay dos tapas de Cuadernos de Existencia Lesbiana con ilustraciones de Josefina Quesada. Y unos textos de Elena Napolitano”. Una arañita colgaba del pelo de (¿doña?) Isolina y proyectaba sombra contra la pared. Estaba muy viva la araña, observándonos.

En sus distintas versiones, Isolina pasó por el sótano de Martha donde se reunían lesbianas y militantes del Partido Socialista de los Trabajadores, campana en la esquina mediante, entre 1978 y 1980. Títeres y truco era el menú principal de superficie. Con ginebra, Legui, café y todos esos brebajes que solían calentar las gargantas karmáticas. Porque así se decía lesbiana en el universo Ferro, “karmática”.

Anduvo Isolina también por algún rincón del Lower East Side, como herramientas de rehabilitación manicomial de la adicción a la heroína. Por un par de escuelas de Liniers donde la llamaron al orden o la expulsaron por mala conducta o por tortillera, por la Biblioteca de La Boca donde le pegaron con les niñes unos cuantos chímpete chámpata al malvado títere Carlos Temen, en el mundo mágico y riverplatense de Margot Della Bosca (porque River también nació en La Boca), en los poemas que salvaron de la destrucción las manos de Anna Fioravanti.

En estos días Isolina está en la muestra Inventar a la Intemperie – Desobediencias sexuales e imaginación política en el arte contemporáneo, en el Parque de la Memoria, diciendo ¡Presente! a su manera el nombre de Adriana Zaldúa y las compañeras trotskistas asesinadas por el terrorismo de Estado.