No era alto, pero si espigado, de una esbeltez que sabía acentuar con la indumentaria que elegía cuidadosamente y que renovaba cada vez que debía asistir a algún acontecimiento de su interés. Nada superaba a las bodas porque garantizaban el encuentro con gente nueva a la que podía cautivar con su elegancia, su porte y el halo exótico con que la naturaleza lo había dotado. Una pequeña porción de sangre aborigen le había valido un cabello vigoroso y una piel suavemente morena. Los ojos eran de un verde subido y los huesos delicados. Sabía vestirse con ropa casual, pero se distinguía con los trajes ajustados en los que los pantalones terminaban apenas arriba del tobillo para dar lugar a largos zapatos brillantes.

Estando en Barcelona con amigos entre los que se contaba el más querido, se había acercado la periodista que cubría la afluencia de viajeros a la ciudad en la primavera y le había preguntado, antes de la nota, si era modelo de alguna agencia de publicidad. “Ah, claro, argentinos”, había dicho después.

No tenía ninguna boda hasta fin de año cuando se casaría su prima. Lo que venía era más modesto: un bautismo, pero del hijo de su hermana a quién jamás le fallaría. Iba a tener lugar en Rafaela, la ciudad donde vivía ella y en la que había nacido. Estaba tranquilo y con ganas de volver por un par de días a ver a su gente. Todos lo habían aceptado, incluso sus padres. 

Gracias al ejercicio que seguía semanalmente en el consultorio de una psicoanalista que lo atendía desde hacía, ya, cuatro años, había podido revelar su condición de gay. Recordaba las lágrimas de su padre en aquella tarde cuando se lo dijo y supo por su madre del dolor que el hombre pudo ir superando. De allí en adelante la relación con él se convirtió en una complicidad alegre y dulce, difícil de prever. Aprendieron a estar juntos el tiempo necesario para manifestarse su mutuo amor y, en su caso, la paciencia por la lentitud que iba colonizando a su padre. Se sentía un hombre joven y amplio que ya había superado muchos de los escollos que la vida depara.

Como tantos, tenía amigos, no como Emanuel con el que viajaba regularmente y por el que nunca, o apenas, sintió deseo. Si no de los otros con los que sí dejaba vía libre al goce físico en esa suerte de contrato que existe entre hombres para satisfacerse y para el que muchas veces es necesario cambiar de ciudad. Iba regularmente desde Rosario a Buenos Aires para ver a Eduardo y se quedaba una noche con él, después iba a Palermo y solía pasar otra con Laura, su amiga de la infancia que trabajaba en el Ministerio de Educación.

No le gustaba la palabra y, por eso, la había transformado en “amigacho”, para evitar la erre después de la segunda a. Eso era Eduardo y, tenía otros, aunque a él era a quien frecuentaba más. Hacía una semana que había viajado a Buenos Aires para verlo. Nunca le había reclamado que se movilizase hasta Rosario porque necesitaba visitar la gran capital y aprovechar sus ofertas culturales. Eduardo era conversador, tendía a mostrarse melancólicamente alegre y sabía ser discreto.

Siempre le había llamado la atención el departamento de su amigo. El mobiliario era de calidad y todo estaba dispuesto confortablemente, pero a él le parecía mustio, como los departamentos amueblados que ya hubieren pasado por varios inquilinos. Nada estaba roto, pero sí cubierto por un halo de tenue decadencia. El castaño predominante realzaba la impresión. Él siempre había querido saber y alguna vez le deslizó una pregunta. “Aquí en la capital hay poco tiempo para decorar, a veces los departamentos ofician de hoteles”, le había contestado y a él le llamó la atención la palabra ofician.

Sin enamorarse ninguno, la pareja había durado cinco considerables años y los encuentros ocasionales sumados a la buena piel, habían contribuido a mantener el vínculo. Él sentía que los límites se habían ido consolidando y que cada uno sabía disfrutar de lo que el destino les había asignado. Era claro que él, tal vez, hubiese querido avanzar un poco más y en algún momento pensó en una pareja estable porque Eduardo le gustaba mucho. Llegó a referirle problemas que lo inquietaban y Eduardo sabía escuchar y dar pareceres que, aunque generales, sonaban atinados. De su trabajo casi no hablaba y a él le pareció entender que hacía algo así como suplencias profesionales. No quiso avanzar más. En sus encuentros era él quien solía abrirse y le gustaba llevarle algún regalo cuando viajaba.

El fin de semana anterior había estado en Buenos Aires y, como suele suceder, cumplido el propósito de la cita, había quedado relegado hasta que el recuerdo, que tanto puede ser progenitor como hijo del deseo, trajera la intención de un nuevo encuentro, siempre en departamento de la calle Junín, donde estaba el bar al que bajaban a tomar el desayuno.

Se sentía doblemente satisfecho por haber viajado y por tener delante el bautismo que le permitiría volver donde su familia. Vería a su madre con su sofocante e inalterable cariño y a su padre a quien, de vez en cuando, solía consultar y contarle cómo iban sus cosas. Pero, sobre todo, a su hermana a la que amaba más que a su hermano, con quien siempre se habían mantenido distantes, quizás por la diferencia de edad. Los niños no lo convocaban especialmente pero sí verlos en manos de madres felices.

Y ahora resulta que estaba allí, recuperándose del impacto, retirado en un rincón, tratando de pasar desapercibido.

Había llegado a las diez de la mañana en colectivo y tomado un taxi hasta la casa de sus padres. Después de los saludos donde disfrutó de la alegría propia del cariño genuino, se duchó y se puso la ropa que había previsto para la ocasión, formal y simpáticamente distinguida. A las doce estaban todos en la iglesia, incluso su hermano con quien había cruzado un saludo, donde se combinaba cierta nostalgia por lo perdido y un reconocimiento del vínculo que, finalmente, tenían. Esperaban. Él sería el padrino de Joaquín, que también esperaba tranquilo.

Y hete aquí que hizo falta esa operación vertiginosa del pensamiento para que interpretase el orden inesperado. No había duda, el sacerdote era Eduardo. Trató de rehacerse porque debía sostener a Joaquín y forzar la sonrisa tierna y venturosa al momento de la cruz oleica y de la menuda ablución. Lo hizo y, por un instante, todo pareció acomodarse a la regla de la vida en que normal ejerce de nombre. Lo necesario para que la lividez no cundiera en el interminable proceso del bautismo. Pudo sobreponerse.

Ahora estaba allí, casi en el desenlace de la historia y en uno de los ángulos del atrio, junto a la puerta que le ofrecía la posibilidad de una huida luminosa bajo el sol del mediodía. Había olvidado el protagonismo de su ropa y esa especie de íntima exhibición que significaban los acontecimientos con festejo. El tiempo se le había metido en el medio del pecho y su hormigueo tenía que terminar rápido, lo que, por supuesto, lo había enlentecido.

Eduardo, después de departir con sus familiares en la tan recomendable amenidad de las despedidas, todavía se acercó con una sonrisa. A él le costaba creerlo.

-¿Cómo no me dijiste, pelotudo?, soltó en medio del estupor.

-¿Qué cosa?

-¿Cómo que qué cosa?. Y encima en el bautismo de mi sobrina. Que eras cura, boludo. Nunca me dijiste nada. Qué animal.

-¿Y yo qué sabía? ¿Por qué debería habértelo dicho? ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? 

-Pará un poco Román -respondió Eduardo sin alterar la sonrisa, la mirada firme y la voz calma.