Suenan los parlantes de nuestro colectivo, avisan que nos escupen nada menos que en este antro de lateríos: por una emergencia mecánica, se detendrán el tiempo indispensable para recibir asistencia técnica. "Queda a criterio de los pasajeros descender o permanecer a bordo de la unidad, estimándose en dos horas el lapso que demandará el arreglo. Agradecemos su colaboración".

Y ahí empieza el cateo:

‑¡Dos horas encerrados en este túnel!

‑Tengo laminado el trasero de tanta plancha. Me bajo.

‑Adhiero.

‑Yo también me sumo.

Y es esta caminata por la calle de tierra donde no circula un alma, a puertas cerradas y persianas atadas con alambre, más motonetas de chacarita y carros de cirujas anclados en las veredas, vacíos. Ahora se abre esa ventana de la casilla de latas y vomita la bolsa negra de mucho peso, sin embocarle a la carretilla del barrendero que va recogiendo y amontonando fardos idénticos, y a quien, arrastrar el nuevo bulto y apilarlo le exige jadeos, mientras el plástico se raja en partes y delata un brazo y parte de la cabeza de un hombre ¿Un cuerpo humano? ¿muerto? Y hacia adelante, a lo largo del cordón de la cuadra entera, otros bártulos semejantes.

‑¿Qué pasa aquí? ‑nos espantamos. Él nos espeta qué hacemos nosotros ya que se ha prohibido transitar por la vía pública.

‑Pero díganos por favor ¿qué son esos cuerpos? ¿qué pasa?

‑Pasa que... la epidemia.

‑Epidemia... ¿Nos toma elpelo?

‑De cólera. ¿No saben? Claro que no saben. Los diarios....!shhh!, no dicen una palabra. La costanera del río, la zona de hoteles

afincados 20 km al norte, perderían el turismo de Semana Santa. Recién lo van a publicar el martes, con bombos y platillos... ahora, chito. Y ustedes cuidado ‑recomienda el servidor público‑, no tomen agua de ningún lado, ni coman nada.

¿Dónde nos meteremos? ¿Hay apoyo de Salud Pública?

Mientras el barrendero carga y recarga su carro fúnebre, habla.

Los apuntaron con el revólver de un ultimátum: "Ojito, boca cerrada", les dijeron. Nada de ambulancias con sirenas ni silenciosas, nada de ceremonias mortuorias. Nadie de la villa sale de aquí, cercada como

está por la Gendarmería hasta el martes. Cuarentena pública.

Nos preguntamos cómo nos franquearon el paso a nosotros.

‑Algún salvoconducto de... -el barrendero apunta el pulgar hacia el

cielo.

‑O sentencia de muerte -concluimos. Pero nuestro informante niega. ¿Por qué no? Porque el contagio se produce sólo si se ingiere agua de desecho fecal de los pozos negros, o la contaminada del río, también alimentos contagiados, dice.

Lo ayudamos a arrastrar carretillas al depósito convertido en

funeraria. Círculo vicioso. Ida y vuelta tras cadáveres embolsados.

‑Contamos ya ciento veinte víctimas en la villa.

Para este operativo se organizan usando un método del pasado remoto. ¿Siglo XVII? Será. Cuadricularon el barrio donde circulan guardias de inspectores en rondas, acompañados por un profesional (en este caso disponen sólo del Dr Sánchez, del dispensario, quien completó el cuadro con dos enfermeros) y recorren el sector que les corresponde. Cada vecino permanece en su casa; los provee un discreto camioncito con agua y harina, de noche.

‑Yo retiro los cadáveres como si fuera basura común para no crear escándalo que espante los turistas... -reitera el empleado público. ‑Total, aquí no vienen ni que los traigan de los pelos... Una villa.

Y ya pasa el cura, saturado por el suministro extremaunciones:

-Andá a recoger al pobre Páez -menea la cabeza- loperdimos.

‑Oliveiro Racca -se presenta el sacerdote.

Hernán ha oído de él, famoso por su colaboración con los genocidas del '76. Lo menciona: ‑Usted es el que apoyó al Proceso... ‑pero el barrendero, Ramos, se ríe: ‑El Padre colgó en el altar las fotos del trío, Videla, Massera, Agosti. Los declaró Santos Ad Honorem.

Los Servicios de Inteligencia nunca sospecharon nada. Todo era una pantalla que plantó nuestro sacerdote. Aquí se protegía y hacía salir del país a gente buscada, perseguida. Había una red de curas; salvaron cientos de vidas.

Digo: ‑Gente, tengo un contacto en El Rosarino. Podemos llamarlo por teléfono. Él, Horacio, puede deslizar la noticia de la epidemia en el diario, subrepticiamente. Y la noticia explotaría...

Oliveiro sacude rotundas negativas.

Hay que reprocharle esa pasividad: ‑¿No es vergonzoso que ni piensen en resistir?

‑ Usted es de afuera, de clase media. ¿Sabe qué consecuencias

cosecharíamos? Represalia rabiosa y legitimada por leyes. Ajustes.

Suspensión inmediata de la atención en el dispensario por

problemas de reparaciones en el local, las que serán pateadas para

adelante por insuficiencia de presupuesto; punto final de los subsidios

que permiten que recibamos camiones que traen algo de agua potable.  Corte de la electricidad de la iluminación de calles que es pública y gratuita. Más el de traslado a la escuela que queda a veinte, treinta cuadras de la villa, para desalentar a los pibes.

En el depósito de bolsas, el cura prende el aire acondicionado. ‑¿Ven? Esta es la "morgue", se usa tanto que logramos que la dotaran de un aparato de aire acondicionado. Los muertos tienen que durar hasta el martes. Tres días. Y le aclaro: nosotros no chupamos medias.

Empezamos a patearnos unos a otros hacia la plaza donde nos recogerá el autobús de nuestra gira turística. En esas bolsas negras marchan las ganas que nos embarcaron para disfrutar de las prometidas bellezas de la costa. Estamos metidos, hundidos en los pozos negros, en los excusados que se desmoronan por las napas acuosas altas y nos arrastran al río fecal donde manoteamos sin poder nadar. Intoxicados. Hundidos.

***

Más del 58% de la población argentina carece de cloacas. Los pozos negros ocasionan muertes cuando se hunden los excusados y algún familiar cae dentro, como está ocurriendo en el sur de la ciudad de Córdoba, en Villa del Libertador, donde las crecientes napas de agua subterránea desmoronan viviendas, sin respuesta de las autoridades. Por otra parte, las afecciones gastro intestinales que afectan al que ingiere agua mal potabilizada, rotavirus mediante, también hace su abundante cosecha mortuoria. Por otra parte, tres millones de argentinos viven en villas miserias. Y en cuanto a las epidemias de cólera, en Ceres, ciudad de Santa Fe, se registró una en la década del '90, de la que no quedan rastros informativos.

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