“Como me pasa casi siempre, el origen de este libro fue un pulso lúdico, ganas de jugar un juego nuevo”, dice Marcelo Figueras, y enseguida va a empalmar con su temprana admiración con el amigo Stephen King, aquel descubrimiento fortuito de la adolescencia. Es también temprano en el bar de Chacarita donde transcurre esta entrevista y el libro al que refiere es Todos los demonios están aquí, su octava novela, una historia que transcurre en un escenario de terror: la Buenos Aires de finales de 2001, las once semanas de tensión que antecedieron al estallido del 19 y 20 de diciembre. Por ahí anda el psiquiatra Tomás Santiago Pons, un médico carismático, buen compañero y profesional, que atiende en un devastado hospital público. Como tantos por entonces, pasa por una temporada de malas: recién separado, un hijo de diez años, madre con la cabeza ida internada en un geriátrico, deudas en crescendo. Y entonces un alemán a punto de jubilarse en un neuropsiquiátrico de una enigmática multinacional ubicado en una isla alejada en el delta del Tigre le propone que sea su reemplazo: un trabajo por el que le pagarán un fangote de euros al mes. Que claro, le vienen bárbaro para afrontar todos los problemas que tiene. Más allá de algunas incógnitas y signos inquietantes que entrevé en el lugar, en los internos, en el personal, el paso de Pons por el Colegio Marianista y sus tres años en el seminario no le subrayaron lo suficiente aquella línea del Padre Nuestro que refiere a la tentación, no nos dejes caer en.

“El disparador narrativo fue esta idea del infierno que no da abasto –sitúa Figueras- A pesar de que ya ni siquiera la iglesia católica parece insistir demasiado en defender la existencia de algo parecido al infierno, me imaginé que, en caso de que fuera real, después de la Segunda Guerra ya casi no quedaría lugar para nadie. Por otra parte, todas las fantasías con respecto al infierno, empezando por la de Dante en la Divina Comedia, hablan de un lugar muy claramente físico. Si ese lugar estuviera abarrotado y ya no diera abasto, serían necesarias sucursales donde ir depositando las almas que se van sumando. La fachada de un neuropsiquiátrico me pareció que podía ser una buena tapadera para esto. Como tantos argentinos, Pons es un psiquiatra que en ese momento está colgado de un piolín porque la guita no alcanzaba para nada, es el momento de las monedas truchas que teníamos, patacones, lecops. Y pasa por una situación de precariedad del alma que resulta vulnerable a una tentación como la de agarrar un laburo como ese”. Enseguida descubre, Pons, que las fichas de los internos del Instituto Jenseits (Más allá, en alemán) están llenas de tachaduras, que conviven ahí pacientes de apariencia muy mansa y tranquila con algunas criaturas bastante más violentas.

“Con algunos libros uno recuerda exactamente dónde y cuándo lo leyó y ese es el caso de Salem’s Lot, la segunda novela de Stephen King, que por entonces se llamaba La hora del vampiro: la leí fascinado cuando era chico, durante unas vacaciones en La Falda –cuenta Figueras-. A partir de ahí lo seguí toda la vida con sus más y sus menos, porque tiene novelas más logradas que otras. En el origen de Todos los demonios están aquí está el intento de ver si podía hacer la gran Stephen King a la criolla, sobre todo en esto de ir metiéndome de a poco en las circunstancias de una serie de personajes asequibles para que, cuando aparezca lo verdaderamente extraño, ya estés involucrado emocionalmente con sus situaciones. Mis libros tienden a ser muy distintos entre sí, un poco por ese impulso de explorar territorios nuevos; a veces veo con cierta envidia a determinados escritores o escritoras que encajan en un nicho y se quedan ahí todo el tiempo, ‘debe ser lindo’, me digo, pero a la vez me encanta hacer lo que hago, más allá de que eso se convierta en la pesadilla de mis editores, porque soy mucho más difícil de ubicar o definir”.

Con esta novela, dice, prueba con un género que nunca había hecho abiertamente. “Y la verdad que es un género perfecto para contar nuestra historia reciente. Desde que tengo conciencia, en realidad, lo que predomina en la Argentina son las historias de terror. La dictadura fue eso, terror y fantasmas durante siete años, pero después vinieron otras, porque durante los juicios a los comandantes del gobierno de Alfonsín los testimonios de los sobrevivientes de los campos de concentración también eran eso, terror absoluto. Las hiperinflaciones, después, para mí son sucesos traumáticos que dejan cicatrices espantosas en la sociedad, reflejos que no se van: todo aquel con cierta edad sigue con ese impulso a comprar de más ante cualquier situación como consecuencia de haber vivido esto de que una flautita de pan tiene un precio a esta hora de la mañana y no sabés cuánto va a costar por la tarde. El gobierno de Carlos Saúl tuvo un componente distinto, esto de que pareciera perfecto por fuera pero con la noción de que hay algo siniestro detrás: la ficción del 1 a 1 y de que éramos ciudadanos del primer mundo era una fachada siniestra. Podríamos seguir hasta la pesadilla que fue el gobierno de Macri. Incluso cuando parecía que habíamos salido, como en esas trampas típicas del sueño en un momento te das cuenta de que no, que en realidad seguís dormido y la pesadilla va a recomenzar, que es un poco la sensación que tengo ahora. Vuelvo a la novela: 2001 me parecía un escenario perfecto. La gente andaba soliviantada en las calles, gomas encendidas en las esquinas, el humo negro, las confusiones de los carteles, eran un espejo adecuadísimo para la historia de este tipo que teme por su vida, con su propia salud mental desintegrándose. Porque en esos días rondaba esa pregunta: ¿es posible que uno se quede sin país?”

DIARIO DE LA PESTE

Figueras ya había empezado a trabajar en la escritura de este libro cuando surgieron por el camino las conversaciones con el Indio Solari que derivarían en el fabuloso Recuerdos que mienten un poco, esa recorrida por el ideario y las canciones y la vida de ese tipo fundamental en la cultura argentina. Y también surgió El negro corazón del crimen, su novela sobre otro fundamental, Rodolfo Walsh, enfocado en la encrucijada transformadora de la escritura de Operación Masacre. Fue durante la pandemia que terminó de escribir Todos los demonios están aquí: “Pocas cosas más propias del género de terror que una epidemia descontrolada –dice Figueras-. Hay cantidad de narrativas con ese tema, como el Diario del año de la peste de Daniel Defoe, o “La máscara de la muerte roja” de Edgar Allan Poe, que es uno de mis cuentos favoritos y perfectamente podría referir a la Argentina de los últimos cincuenta años, con ese grupo de ricos que se encierra en un palacio lleno de vituallas y piensan que por eso la peste se va a detener del lado de afuera de la muralla, mientras los pobres mueren y ellos danzan y beben y comen pantagruélicamente. Este contexto de terrorífica incertidumbre me parece que fue una buena caja de resonancia para trabajar esta novela”.

En Jenseits, a medida que pasan los días, Pons afronta un crescendo de violencia, y mientras procura desentrañar las lógicas de internación y de los pacientes, se cruza con algún asesino serial. “Otis, por ejemplo, está inspirado en uno que realmente existió, Ottis Toole”, dice Figueras en relación a este hombre que ya murió, que se movía por Florida, Estados Unidos, y se hizo cargo de violaciones, asesinatos, canibalismo. “Pons espera encontrarse con una población típica de un neuropsiquiátrico, así que se sorprende cuando encuentra con una mayoría de gente más o menos educada, tranquila, profesional –dice Figueras-. Gente muy pagada de sí misma que coloco en este lugar porque si algo se parece al mal en este mundo contemporáneo es la indiferencia con respecto al destino de los otros. Esta cuestión de ‘si me salvo yo, todos los demás se pueden ir a cagar bien lejos’. Nunca ese mal es tan transparente como hoy, con el riesgo de hacia donde estamos empujando a nuestra pelota de piedra y lava sobre la que estamos parados. Porque si se empieza a pudrir mal va a ser muy difícil que alguien se salve, incluyendo a Elon Musk, que no creo que alcance a desarrollar ciudades volantes o colonias en otros planetas antes de que esto se salga de madre. Está claro que no hay forma de salvarse solo y esto excede la postura ideológica o religiosa; se trata de algo práctico o científico: o nos ponemos todos los guantes para remar en la misma dirección para sacar la nave a flote, o nos vamos a hundir todos. En este contexto, la indiferencia del otro es criminal. Y hasta suicida”.

Por el camino Pons también retrata a su familia y ahí está su padre, ya muerto, un abogado vinculado con lo más granado y siniestro de la iglesia durante la dictadura, especializado en blanquear propiedades de los desaparecidos, un cínico que decía cosas de este calibre: “Nietzsche lo tenía claro: ¡la gente interesante no es la que va al Cielo!” Figueras confirma que en la isla de Jenseits hay ecos de “El Silencio”, la quinta en la que la Armada “escondió” a los detenidos de la ESMA durante la visita/inspección de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979. La relación padre/hijo, qué carga Pons con su padre, que persigue con su hijo, es un tema que atraviesa el libro. “Eso fue apareciendo por el camino –dice Figueras-. La cuestión del legado, lo que tus mayores te depositan y qué hacés o dejás de hacer con eso. Que está patente en algo que Pons le dice a su madre, que ya no está en condiciones de responderle: ‘¿Vos creés que vamos a obtener piedad, que nos van a perdonar por hacernos los boludos ante todo lo que vimos y supimos?’ Que en el fondo es su búsqueda: qué hacer con todo lo que le cayó encima por ser hijo de quién es. Esta cosa sartreana de que uno es lo que hace con lo que hicieron de uno”.

Junto al escenario de 2001 y la idea del neuropsiquiátrico, lo que estuvo de arranque como articulador fue La divina comedia: en las paredes del Instituto Jenseits proliferan sus frases, que con el correr de los días Pons irá decodificando. “Para mí la historia de Pons no dejaba de ser a su manera una suerte de descenso a los infiernos –dice Figueras-. Y cuando uno quiere contar algo en relación a eso la referencia al Dante es innegable, ya sea para intentar negarlo por completo y hacer otra cosa o para complementarte y recrearlo. Virgilio y Beatriz de algún modo están concentrados en Sophía, la médica que trabaja ahí, solo que este ideal femenino está encarnado de un modo un tanto menos etéreo. La ubicación en el Tigre contribuye para imaginar al barquero que lo cruza de un lado al otro, y a esta especie de centauro humano que lo recibe al llegar. Y de última también me interesaba no solo por lo narrativo, sino por lo que postula en referencia a la cuestión del mal. Dante se arroga el derecho de bajar o subir el dedito, vos vas al infierno y vos no, y lo hace con contemporáneos suyos y con figuras de la historia. Lo que yo me preguntaba un poco, y me parece que es uno de los motores del libro, es eso de qué es el mal en el mundo contemporáneo. Nosotros fuimos educados en una idea muy definida del mal, que tenía que ver con los pecados y las jerarquías de réferis espirituales, que en general eran los curas y la autoridad eclesial, que te decían si te ibas a salvar o no. El tiempo ha pasado, hemos crecido, y el peso de la ortodoxia católica, y casi que diría de cualquier religión, es hoy infinitamente menor. Ya no es como la presión que yo recibí en la secundaria para convertirme en seminarista; y también está la sensación de que el infierno es una fantasía más, como cualquier otra. Ya no pensamos en términos del mal como una fuerza actual. De ahí que me gustara pensar en qué siento que puede ser el mal en este mundo. De ahí que pensé en la indiferencia”.

FOTO DE PABLO MEHANNA

LA MÁQUINA DE HACER FICCIONES

Para la época en que transcurre Todos los demonios están aquí  Figueras tenía 39 años. Lo habían echado hace unos meses de Clarín y estaban frescos los guiones que hizo junto a Marcelo Piñeyro para Plata Quemada (basada en la novela de Ricardo Piglia) y Kamchatka. “Para mí en ese momento cada vez era más evidente que teníamos que hablar de la dictadura, más allá de que eso fuera pianta votos y pianta entradas –dice en relación a Kamchatka-. Porque acordate de que en ese momento estábamos en plena y maravillosa impunidad, funcionaban perfecto las leyes de amnistía de los gobiernos de Alfonsín y de Carlos Saúl. Con lo cual mientras estamos los dos sentados acá, tranquilamente ahí al lado podía estar tomando el té un torturador o un asesino. En ese momento ‘lo más conveniente’ parecía ser olvidar y mirar para adelante. Pero nosotros sentíamos que había que volver a hablar de eso”. Algo parecido, dice, le pasó cuando en 2017, macrismo a pleno, publicó la novela sobre Walsh. “A veces nuestra historia nos fuerza a hacer este tipo de piruetas de tener que enfrentarte a un lector o a un público que buscás aunque sabés que va a ser renuente a querer escuchar determinadas cosas. Por culpa de las historias de terror que ha vivido, obviamente”.

Nació en 1962 y tenía 30 cuando publicó El muchacho peronista. Como está visto en su narrativa y en su prolífico quehacer periodístico, la política es, para Figueras, clave. Vital. Urgente. Medular. “Ya desde los ’80, con el retorno de la democracia, estaba muy mal vista la política en la literatura –recuerda-. Para mí el interés tiene detonantes distintos. Por un lado, mi aproximación es puramente narrativa: este país es una máquina de generar historias increíbles. No sé qué pasará en otros lugares, pero siempre me pareció absurdo darle la espalda a una realidad tan apasionante como la que tenemos. Que nos hace padecer, pero todo el tiempo está tirando puntas descomunales. Por otra parte, en los países cuya narrativa admiramos toman cosas de su propia historia y las llevan para donde quieren: no están mirando tanto a la biblioteca como a su alrededor. Para mí, además, funciona como una maquinaria de pensamiento lateral: el trabajo puramente narrativo me ayuda a pensar de otras maneras determinadas tensiones, no necesariamente racionales, de la historia contemporánea”.

Por estos días trabaja “en un librito sobre Leonard Cohen” y rumia un par de novelas. Es editor en El cohete a la luna, conduce el programa Big Bang en la radio de El destape y dirige, desde 2019, Radio Provincia: partirá hacia La Plata apenas termine esta entrevista. “La encontré devastada técnicamente y llena de gente traumatizada por el maltrato de años –cuenta-. Pero la mayoría entendió enseguida que lo que queríamos era devolverle a la radio el brillo y el prestigio que supo tener en otras épocas. Y hoy laburan incansablemente, es evidente que aman lo que hacen y que tienen puesta la camiseta. La idea es simple, desarrollar una programación muy informativa, pluralista y representativa de nuestra sociedad (creo que no debe haber muchas otras emisoras que tengan tantas conductoras y columnistas mujeres), que recupere el alcance que la radio tuvo alguna vez y refleje la riqueza de la vida bonaerense en todas sus dimensiones”. Tiempos duros para la gestión pública, explica: “En medio de la pandemia, ¿cómo vas a exigir dinero para renovar la tecnología de la radio? Nuestros fierros son todos del siglo pasado, eso es algo con lo que más temprano que tarde hay que lidiar. Pero cuando sintonizo la radio, lo que hace nuestra gente me da felicidad. Y eso lo garpa todo. Yo no acepté ese puesto para lanzarme a una tardía carrera política, lo acepté porque me pareció que tenía que poner el cuerpo para refrendar las cosas que venía diciendo desde hace años. Y es lo que creo que estoy haciendo, a pesar de las facturas que ese mismo cuerpo me pasa todo el tiempo”.

-¿Qué panorama local observás acerca de en la literatura de terror?

 

-El peso del género de terror en la literatura argentina contemporánea es cada vez más evidente. Lo atribuyo a que vamos cayendo en la cuenta de que pocos géneros se prestan mejor a contar la experiencia vivida en este país durante el último medio siglo. Con la excepción de un par de interregnos, estuvimos casi todo el tiempo inmersos en una de terror. Es lo que ya vienen haciendo desde algún tiempo autoras como Samanta Schweblin y Mariana Enríquez: abrirnos los ojos para que entendamos que nuestra sociedad no conoce nada parecido a lo que podríamos llamar "normalidad". Nuestra norma, en todo caso, es la crueldad de los más poderosos y lo siniestro que se oculta detrás de lo mundano.