La pandemia puso en cuestión nuestra relación con el tiempo y el espacio. Un logro importante del capitalismo post industrial fue habernos generado la ilusión que todes pertenecíamos simbólicamente a la comunidad del “compre ya”. Pero con el “quédate en casa” la ficción de vivir en una democracia globalizada estalló por el aire y en su caída se llevó puesta media biblioteca. Porque sin proyecto emancipador los contextos terminan alimentando la pulsión de muerte antes que la de vida.

Cuando transcurríamos despreocupados por la “normalidad“ muchas y muchos podíamos sentirnos parte de un colectivo que su superyó nos invitaba compulsivamente a consumir, aunque más no sean las imágenes publicitarias de los productos y eso no nos generaba extrañeza ni distancia, pero con la pandemia esas escenas que sostenían “nuestros mundos” entraron en crisis.

Sin embargo, caer en miradas predominantemente economicistas para leer estos acontecimientos nos llevará a seguir cometiendo nuevos errores políticos y comunicacionales. No es solo que no podemos comprar como antes. O que se profundizó la brecha entre trabajadores formales e informales. O que aumentó el desempleo y el salario alcanza menos. Sino que para amplios sectores y grupos etarios se clausuró la capacidad de soñar. De tener un horizonte. Mientras para muchas y muchos el estar adentro permitió conectarse con la torta de la abuela o el curso de inglés siempre postergado para otros se volvió perturbador, incómodo, siniestro. Porque en un solo acto se devastaron proyectos desiguales, heterogéneos, prescindibles, pero que aun en su precariedad sostenían cierto equilibrio que permitía maniobrar con las tensiones y los conflictos.

La pandemia arrasó con el cumple de quince, el viaje a Bariloche, la habitualidad de los encuentros desordenados y arbitrarios de los cuerpos, los fines de semana con fútbol. Como en el tango: Ya ni siquiera quedaban boliches (abiertos) para olvidar los anhelos de tú vieja. O, para procesar las cumbias libertarias del pibe de González Catán.

Nos quedamos sin la calle que era nuestra principal manera de construir sentidos.

De ahí surge el desencanto, el enojo, la frustración, el encierro, la fatiga, la ingratitud, la finitud con toda su potencia.

En ese laberinto desterritorializado Netflix funciona como un juego de espejos. Hay usuarios, algoritmos, intercambios amistosos con un otro desconocido que parece decodificar nuestros deseos más íntimos.

Asimilados a las lógicas hegemónicas del sistema en la serie el Juego del Calamar o protagonistas de imaginarios crímenes en Billlions, los rostros de la virtualidad ficcionan la realidad y buscan construir una narrativa común que admita las diferencias y naturalice las desigualdades.

Sin embargo, el éxito de El Juego del Calamar fue sorpresivo e inesperado. Su trama transita por los intersticios que deja un mundo cada vez más desigual y ultra tecnologizado. Y cómo se tramita el deseo entre las personas. Es, en cierto sentido, la puesta en escena de la reconfiguración imaginaria de un tiempo que como diría Serrat: “Creo que entonces, era feliz”. La infancia y sus juegos: primitivos, territoriales, no binarios evitando ser leídos únicamente desde la formalidad de sus reglas; sino que se despliegan desde lo mítico de sus sabores y olores.

No regresan desde una mirada romántica. Porque mientras la muerte acecha incorporan a las personas que participan del simulacro en esa cultura neoliberal predominante.

Por otra parte, en Billlions, la otra serie de Netflix, la implacable y brillante psiquiatra Wendy Rhoades se debate entre un jefe que siempre se anticipa a la próxima jugada y un marido fiscal con prácticas sado-masoquistas. Sin embargo, su mayor fortaleza aparece cuando couchea a los empleados en cómo asesinar. Y, si bien, no hay un solo tiro en la serie, ese neoliberalismo es más efectivo que los westerns norteamericanos de principios del siglo veinte o las películas de espías producidas por Hollywood.

Tenemos como tarea urgente revisar las categorías con las que hasta ahora estuvimos interpretando los hechos. Porque sostener el pensamiento crítico supone un doble juego: poner en cuestión la realidad, pero también las herramientas conceptuales con las que la analizamos. En ningún lugar de su vasta obra Freud dice que la pulsión de vida siempre prevalecerá sobre la de muerte, pero esta observación se ha vuelto hoy -por su insistencia- una escucha más necesaria desde la comunicación y la política, que para el propio psicoanálisis.

* Psicólogo. Magister en Planificación de procesos comunicacionales.