Barreda se lo quedó mirando fijo, con cara de pocos amigos. Nunca más volvieron a hablar. Yiya Murano lo llamó para quejarse por cómo había salido: “Parezco un monstruo, qué fotógrafo imbécil. También, con esa cara de boludo que tiene. No es para menos”. Puccio le preguntó: “¿Así que le doy asco? En otro tiempo estas cosas se arreglaban en un duelo de caballeros, con padrinos y todo”. Robledo Puch fue un poco menos amable: “Mandale a decir a ese hijo de remil putas que si algún día vuelvo a salir, lo primero que voy a hacer es meterle tres cuetazos en la nuca”. Rodolfo Palacios, el destinatario de estas devoluciones, sonríe al recordarlas. “Como dice Ragendorfer, las amenazas no se publican”, desliza como dando a entender que las verdaderas amenazas –las de tipos pesados y con posibilidades reales de hacerle daño y no éstas, que hasta pueden tener su costado caricaturesco o gracioso– permanecen por el momento guardadas. Lejos de quedar registradas sobre el papel. Y eso que con Robledo Puch, el primero de sus retratados, el que dio inicio a su carrera de escritor de emblemáticos casos policiales que lo convirtieron en fenómeno de ventas con mayoría de libros agotados, en un momento la pasó mal. 

“Cuando salió el de Robledo tuve ataques de pánico. Me subía a un avión y pensaba que se iba a caer. Me llamaban por teléfono y pensaba que se había muerto alguien. De alguna manera, meterme tan fondo en su realidad me sugestionó y me cambió la vida. Ojo, no sé si para mal”, bromea Palacios, que a lo largo de la charla cuidará de caer en cualquier victimización o épica autoindulgente. “Los que escribimos estas cosas somos laburantes. Escribimos porque el celular se cortó o hay que pagar la cuota alimentaria. Es la vida, no ‘el arte’”, remarca. Aunque ciertamente hubo épica en lograr ingresar en la intimidad de tantos asesinos y sociópatas famosos de nuestra historia reciente, a saber: Barreda, el dentista que mató a su esposa, suegra y dos hijas a escopetazos; Yiya Murano, “la viuda negra” que envenenaba amigas y familiares invitándolos a tomar el té con masitas; Arquímedes Puccio, el vecino de San Isidro que secuestraba gente en su casa y con su familia; Robledo Puch, el joven angelical que se cargó a once personas, la mayoría durmiendo o por la espalda, y sin el menor remordimiento, para al fin terminar revelando no sólo sus rencores y fantasmas –su instinto asesino aún latente– sino también su “segunda vida”. Lo que pasó después. 

“El Puccio absurdo en la pensión de General Pico era un punto mucho más atractivo que el oscuro vecino que secuestraba en San Isidro. Y lo mismo Barreda, que se conmovía viendo videos de Fellini y Bochini al mismo tiempo que seguía destratando a su nueva novia Berta. O Robledo, que todos en el penal me decían que era incapaz de derramar una lágrima y una tarde conmigo lloró de improviso recordando a su padre”, señala Palacios que también ahondó en lo que llama –siguiendo a Enrique Symns, especie de mentor sobre la marcha, vecino de pensión durante alguna temporada complicada en Constitución– el “periodismo delincuencial”, en lugar de “policial”. O sea, el crimen desde el punto de vista de ellos, los ladrones profesionales. Aquellos que robaban bancos, asaltaban blindados y dominaban el asfalto pero siempre manteniendo cierta ética del hampa. “(Cuando robaba) yo respetaba los códigos de la calle y la vida de la gente. No mataba, no violaba, no secuestraba. No le afanábamos a un pobre”, le dijo por ejemplo el Gordo Valor, famoso líder de la Superbanda, archirrivales de la Bonaerense durante los 80 y 90, en una de sus crónicas luego recopiladas. Mientras que Fernando Araujo, el cuasi desconocido líder –detrás del mucho más mediático Luis Mario Vitette Sellanes– del célebre robo al Banco Río, el de la pantomima de los rehenes y el inesperado escape en gomón por los desagües fluviales de San Isidro, fue incluso más allá en el libro que les dedicó: “Robar al banco es golpear al sistema. Al menos de la manera que lo hice yo: sin violencia, teniendo en cuenta la parte moral, pensando cada detalle, yendo a fondo con las ideas y estudiando para que no hubiera margen de error”. 

Tanto con el Gordo Valor y varios miembros de su antigua banda (el Garza Sosa, por ejemplo) como con Araujo, Vitette Sellanes y el resto de los concretaron “el Robo del Siglo”, Palacios compartió infinidad de momentos dentro y fuera de las cárceles. Participó de casamientos, festejos infantiles, almuerzos y cenas de toda clase, y hasta alguna reunión non-sancta en calidad de testigo. “Sé que en algunos casos atravesé una línea que es polémica, cosas que en las escuelas de periodismo más estrictas tal vez condenarían. Pero me hago cargo y lo blanqueo cuando escribo. A mí me gusta que el libro huela al ladrón, que huela al asesino. Y yo estar ahí”, subraya quien al día de hoy, y más allá de otras ediciones menores por encargo, lleva seis libros “estando ahí”: los cuatro dedicados a Robledo Puch, Barreda, el robo al Banco Río y el clan Puccio más otros dos que compilan crónicas sobre casos o criminales famosos como Mario Fendrich, Pepita la Pistolera, el Loco del Martillo y los citados Gordo Valor y la Garza Sosa, entre otros. Todos de lectura adictiva y valiosa por lo inédito de su información y también –admitámoslo– por cierto morbo fascinante de conocer más de cerca ese “mundo torcido”. “Es algo que a veces me pregunto, ¿qué me atrae tanto de todo esto? Porque meterse decenas de veces en la cárcel de Sierra Chica te aseguro que no es divertido. Tampoco volver a tu casa con la cabeza tan quemada que no le podés leer ni un cuento a tu hija. Pero al fin de cuentas creo que lo que me sigue atrayendo es poder enterarme y escribir sobre cosas que antes nadie sabía”.

Decís que a Robledo, Barreda y Puccio los cagaste según sus parámetros... 

–(Interrumpe) No según sus parámetros; según los parámetros de cualquiera. Los cagué en serio. Los traicioné. Y me da culpa por supuesto. 

¿En qué los cagaste?

–Y... Yo no les iba a decir a Barreda “Tu libro se va a llamar Conchita y voy a contar cómo a Berta le decís ‘chochán callate la boca’”. Soy un cazador. Eso está claro.

¿Cómo cambió tu vida desde que te metiste a fondo con esta temática?

–Me abrió una zona desconocida. Hubo gente que empezó a decirme ‘el misterio que vos tenés’. No: yo no tengo ningún misterio. Lo que tengo en todo caso es cobardía. Expuso partes de mi oscuridad. Cometer actos que era incapaz de cometer. Por otro lado, fue como probar una droga que sabés que te va a cambiar. Me volví alguien... cómo decirlo... Me terminó dando una identidad.

MAR DEL PLATA

Una campera –la suya– arrojada varios metros en la redacción de El Atlántico. Y una orden retumbando en sus oídos: “Rajá de acá”. Así fue el primero contacto de Rodolfo Palacios con el mundo del periodismo. Tenía 17 años y hacía unos minutos había vuelto de cubrir Kimberley-San Isidro, típico partido cero a cero de la liga local. Se trataba de su primera nota para el tradicional diario marplatense y en el colectivo de regreso sólo había pensado en una cosa: cómo hacer una cabeza (el arranque de la nota) que tuviera su sello. “Todas las notas deportivas empezaban igual y yo quería escribir algo distinto. Por eso llegué y me senté en la primera máquina que encontré; a escribir compulsivamente”, cuenta todavía algo impresionado por lo que sucedió después: uno de los capos del diario –“una leyenda del periodismo policial de Mar de Plata, de los que llegaban y en una hora cerraban quince notas”, especifica– haciéndolo saltar por los aires de un grito (y la campera volando lejos como muestra de lo que pasaría con él después si no hacía caso).

“Sabía que me tenía que ir. Pero me quedé parado como un idiota”, cuenta Palacios, que por suerte, y como a veces sucede en estos casos, contó con la asistencia de un colega apenas mayor (Santiago Fioriti, hoy en Clarín y uno de sus mejores amigos) que lo ayudó a recoger sus pertenencias y le prestó su máquina para terminar de escribir. “Después vi que el maltrato no era sólo conmigo sino con muchos nuevos que entraban”, repasa Palacios que igual sufrió algunos otros episodios del estilo pero que poco a poco fue encontrando su lugar. Sólo que no el previsto. “Yo había entrado en deportes pero en un momento se hizo un hueco en policiales y me pasaron ahí. Fue un cambio total”, describe. Sin dudas, el más importante. “Me acercó a un mundo inimaginable para mí”, sostiene. “Yo había sido un pibe que estaba enfermo todo el día. Súper alérgico. Miedoso. De preferir quedarme en casa leyendo El Gráfico o las historietas de Columba o Récord que salir con los chicos del barrio o el colegio. De hecho en segundo grado me agarré una hepatitis que me mantuvo dos meses en cama y eso terminó de determinar una infancia muy poco aventurera”.

Introvertido y en sus palabras “bastante distraído y torpe” (“Era de los que el padre mandaba a buscar un destornillador y volvía con un martillo”), mostraba sin embargo cierta facilidad para hacerse amigo de los laburantes de su barrio: el diariero que le guardaba las revistas con Bochini en la tapa, el carnicero que que le contaba historias de la cuadra. Sin saberlo, por su capacidad de escuchar, ya venía convirtiéndose en periodista. Por eso cuando en El Atlántico lo mandaron a hacer sus primeras crónicas policiales, notó que una parte del asunto –la de saber empatizar y resultar confiable para una determinada fuente– no le costaba demasiado. Aunque que la otra –la de hacerse “amigo” de los comisarios– no la podía cumplir. “Yo escuchaba el trato afectuoso que mi jefe le dispensaba a los jefes policiales –¿cómo le va comisario Pérez? ¿a ver cuándo nos encontramos a comer?’– y no me salía, no lo podía tolerar”.

Un rechazo que al salir a las calles (“las calles de una ciudad bandidesca y ‘hamponal’ como una vez me dijo Symns”) empezó a traducirse como una tendencia a preferir hablar con los marginales y los infractores –los que tenían otra historia que contar– y no tanto con los comisarios y los funcionarios de turno. De a poco iba naciendo en él esa “narrativa delincuencial” que ya ejercían referentes que leía como Ricardo Ragendorfer, Emilio Petcoff o Cristian Alarcón. Y que en lo literario también encontraba en el citado Symns, Roberto Arlt, Guillermo Saccomanno (“El condenado, la historieta que hacía con Cacho Mandrafina, era de mis favoritas”), Pablo Ramos y por supuesto Osvaldo Soriano. “Él fue el primero que me metió en la cabeza la historia de Robledo”, dice sobre el autor de No habrá más pena ni olvido y la famosa crónica que publicó en La Opinión apenas se conoció el caso. “Creo que aún hoy acá no hay quién haya escrito una crónica policial tan fascinante como ésa”. 

BUENOS AIRES

Con Robledo Puch

Cuando años más tarde, ya instalado en San Telmo, Buenos Aires, y escribiendo crónicas para el extinto diario Crítica (luego de un paso por Perfil y antes de llegar a El Guardián), Palacios volvió a toparse con el caso Robledo Puch, no lo dudó: ahí una historia por la cual jugarse entero. “Por un lado estaba lo que todo el mundo recordaba de Robledo: sus once crímenes al hilo. Pero por el otro el misterio de lo que había pasado con él desde entonces. Su segunda vida”. Otro factor que disparó el interés fueron las charlas que mantuvo con Osvaldo Raffo, un reconocido perito que había entrevistado veintisiete veces a Robledo, pero sin poder doblegarlo nunca. “Me habló de él con una mezcla de amor y odio que me impactó. Me decía: ‘Es un chacal, va a seguir matando, pero también es bello, como Marilyn Monroe’. Imposible no querer conocer una persona así”. 

Y lo conoció, claro. Palacios insistió tanto que Robledo, tras varias negativas, lo terminó recibiendo. “Le dije: ‘Yo no te voy a condenar, no te voy a juzgar. Sólo quiero escuchar tu historia’. Eso lo hizo cambiar de parecer”. Así, en El Ángel Negro, feroz vida de Carlos Robledo Puch, reeditado hace poco por Sudamericana, está la más completa reconstrucción de aquel “raid asesino”, con fuentes inéditas como la del grupo de amigos que reconoce haberlo maltratado de chico; un verdadero hallazgo. Pero también –y lo que termina de darle valor al libro– un juego de ida y vuelta entre periodista y entrevistado que por un lado desarma el Puch-monstruo para mostrarlo delirante, agresivo, megalómano, paranoico o infantil (o sea, el Puch real); y por el otro incomoda al propio Palacios (y a través de él, a quienes leemos) al obligarlo a tomar posición o replantear su propio lugar cuando surge una inesperada afinidad entre ambos. Al de-construirlo como un “monstruo” (sin atenuar por eso su culpabilidad), Palacios nos termina mostrando lo que como humanos compartimos con Robledo: lo que espanta a la vez que interpela.

“A mí me han dicho: si fuiste capaz de manipular a Robledo, a Barreda o a Puccio sos capaz de manipular a cualquiera. Pero hay que ser consciente que uno también es el medio por el cual ellos cuentan su historia. Ellos me manipulan también. Y yo trato de tenerlo claro”, dice Palacios que supo dar sus rodeos para llegar a donde quería llegar. “Muchas veces terminan hablando de lo que no quieren hablar a través del silencio u otras actitudes. Saccomanno lo dice en El condenado: a veces la mejor manera de preguntar es el silencio”, señala. “A Barreda por ejemplo lo que mejor definió el odio a sus víctimas fue el momento en que estábamos almorzando y le dijo a Berta: ‘Eso que hiciste de levantar la mesa antes de tiempo también lo hacía mi hija y me molestaba mucho’. Ahí se deschavó. O un ladrón que me negaba que le hubiera metido diez tiros en la cabeza a un personal y al rato comenta: ‘Yo a ese le metería diez balas en la cabeza’. Terminan confesando su crimen hasta cuando mienten”. Otra veces, sin embargo, lo que más necesitan es dejar de callar: “Para muchos de ellos se vuelve muy difícil cargar con lo que hicieron. Entonces contarlo termina siendo una liberación”.

Aparece mucho la negación, ¿no? Porque ninguno te reconoce que cometieron todos los crímenes de los que se les acusa.

–Sí. Aunque hay que tener en cuenta que a veces hasta se ‘olvidan’ de lo que hicieron. Tipos que mataron hace veinte años no están todos los días de esos veinte años acordándose del crimen. Y por momentos se olvidan o se auto-engañan hasta convencerse. Barreda no: a mí él me reconoció que hay una hora del día que se acuerda. Y se nota porque lo agarrás en ese momento y ves que se derrumba.

¿Cuál fue el más manipulador?

–Todos. Aunque Yiya Murano tal vez un poquito más. Era tremendamente manipuladora. Cada vez que sacaba una nota sobre ella me llamaba a la redacción haciéndose pasar por mi abuela o directamente iba a buscarme. Un día le hice unas fotos y al fotógrafo le decía: qué hermoso que sos, qué divino, y él, encantado. Pero después me llevaba aparte y me decía: “qué va a ser divino este pelotudo”. 

¿Los que matan saben algo que el resto no?

–Lo ves al tipo que mató o que mata y decís: este tipo carga algo, tiene una densidad mayor. Y esto es porque el asesino no sólo mata a su víctima sino también a su familia, a sus antepasados, a su propia familia. También hay quienes dicen que la víctima deja impreso en los pupilas del asesino la cara de su horror.

TE LLAMARÁS REMIGIO

“Mira si tu abuelo leyera las notas que hacés...”. Cuando su padre le hizo este reproche, Rodolfo Palacios sabía que su abuelo Remigio, a quien no llegó a conocer, había sido un hosco comisario retirado de la fuerza poco antes del ‘76. Lo que no sabía y se enteró leyendo al historiador Hugo Chumbita es que el padre de él, su bisabuelo, también llamado Remigio Palacios, había sido a su vez un reconocido comisario en los años treinta. Y que había estado involucrado en la liberación de Bairoletto, mítico bandido de la época con el que supo tener una rivalidad de película. “Es una historia que algún día me gustaría escribir aunque me cueste alguna discusión con mi viejo”, cuenta Palacios cuyo segundo nombre es... sí: Remigio. “¿Sabés la de gastadas que me comí en el colegio? Cada vez que una maestra pasaba lista completa en la escuela temblaba”, recuerda con poca nostalgia sobre ese nombre que carga y que parece haber marcado el linaje paterno pero en sentido contrario: de custodiar la ley y la fuerza pública (Remigio padre y Remigio hijo) a hundirse cada vez más en el relato del crimen y los más bajos mundos (Rodolfo Remigio, bisnieto). 

“En un momento me encontré en una situación parecida a la de los personajes de mis historias. De estar extraviado y escribir porque sabía que sólo así iba a ver unos mangos. Vivía en una pensión de Constitución, al lado de donde paraba Symns. Escribía en un ciber y me la pasaba de hotel en hotel”, cuenta Palacios que con la salida del libro sobre Barreda consolidó un público lector y casi no dejó radio o canal por visitar (“Me llamaban de todos lados”, recuerda). Aunque no pudo impedir caer en la mala: se separó al poco tiempo de haber sido padre y El Guardián, la revista a la que había llegado luego de su paso por Crítica y donde había podido realizar muchas de sus mejores crónicas, entró en crisis y dejó de salir. “Fueron días muy complicados”, cuenta Palacios, que en ese momento –además de sus amigos, familiares, colegas cercanos y su ex, con la que siguió manteniendo un vínculo fuerte pese a todo– recibió la ayuda menos pensada: la de los ladrones retirados “con códigos”; aquellos que había ido conociendo durante esos años y que aparecieron cuando hizo falta. “Me prestaron plata. Me escucharon. Me aconsejaron. Y debo decir que en muchas de esas charlas me sentí contenido porque lo que tiene un buen ladrón es que no se ahoga en un vaso de agua. No dramatiza. Si se manda un cagada en seguida se pone a solucionarla”.

El autor de Conchita recuerda esas escenas como parte de un ritual en sí mismo. “Uno de ellos me citó una tarde en un bar del que era habitué y llegó todo vestido muy sobrio, con su boina y su cara de pocos amigos mirando a los costados. ‘¿Me podés decir en qué gastás la guita vos? Acá tenés’, me dice y me pasa el fajo de billetes por debajo de la mesa. ‘¿Lo querés contar?’. ‘No, no. No hace falta’. ‘Bien. Me la tenés que devolver en cuatro semanas’. Obviamente que ahí mi preocupación dejó de ser mi situación económica para ver cómo carajo hacía para devolverle la plata. Porque está claro que a un pistolero, a un tipo de la vieja guardia del hampa, no le podés cagar plata si te presta”, recuerda divertido sobre aquellos días en los que aprovechando su condición de “agente libre” se metió a fondo con los nuevos casos que fueron apareciendo (por ejemplo el de la gemela en Pico Truncado que se casó con el condenado de asesinar a su hermana; nueva pareja con la que convivió todo un fin de semana) y concretó uno de sus libros más apreciados: el del robo al Banco Río. 

“Me llamaron y me dijeron: ‘Te elegimos: queremos que seas vos quien cuente la historia’”, relata Palacios que con ese trabajo desentrañó muchos de los misterios que aún rondaban el caso (especialmente el enigma alrededor del hasta entonces desconocido líder Fernando Araujo, un cultor del jiu-jitsu, el arte plástico y el cannabis) y terminó de ganarse el mote de “escriba del hampa”. El que logra hablar con todos. “Palacios busca a los siete samurais del gran asalto al Banco Río y los encuentra”, escribe Andrés Calamaro en el prólogo que le dedicó al libro y que fue el puntapié inicial de una importante amistad que derivó más tarde en Paracaídas y vueltas, el primer libro del ex Abuelo de la Nada. “Ahí me demostró que es todo un escritor y que debería publicar más porque no pasa día que no escriba una línea”, destaca sobre quien ya en 2003 se había tentado con publicar todo un disco de temática tumbera y que contenía canciones como “El Bocho de la zurda”, “Caseros K.O”, “El Zurdo (Pabellón)” y “Viuda negra”, escritas en alianza con el letrista Cuino Scornik y el fotógrafo Jorge Larrosa. “Andrés llegó antes y más lejos que yo al tema delincuencial. Y en la cárcel sus temas rankean alto. En especial ‘Tuyo siempre’, en su versión bersuitera, que tiene una cosa nostálgica que atrae mucho porque se interpreta la letra como la del ladrón que tiene que dejar su familia por su labor”.

LA TERTULIA DEL HAMPA

Un café de Avenida de Mayo, de esos típicos con aire español. Y dentro, en sus mesas, una tertulia del hampa; de ladrones de la vieja guardia. Algunos con boina, otros con vestimenta más moderna. Todos retirados (o eso juran). La escena parece casi calcada de un relato de Roberto Arlt, pero existe y ocurre a menudo. Palacios es testigo: “Me invitaron varias veces y una de ellas fui con Calamaro, que ya conocía a alguno de ellos”, cuenta y explica que a la reunión suelen asistir integrantes de la Superbanda, del Banco Río y de recordados robos a blindados; la mayoría conocidos entre sí por haber compartido pabellón o encontrarse fuera de las rejas. “Hablan de economía, de Dostoyevski. Muchos de ellos no tienen ni cuenta bancaria. Son claramente ladrones de antigua escuela. Tienen un lenguaje medio tanguero, aunque también les gusta cierto rock nacional: Los Redondos, Calamaro, Virus”, relata. 

“Tipos que ya no delinquen y tienen ganas de escribir sus propias historias. A uno le hice leer ‘Las fieras’ de Roberto Arlt y se emocionó. Se puso a llorar. Yo les pregunto, ¿qué pasa que hace mucho que no hay ningún gran golpe? Y ellos se miran y me dicen: ‘Es que con la recesión tremenda que hay hasta los ladrones la están pasando mal, Palacios’. Algunos tienen nostalgia. Otros no: no quieren saber nada con añorar el pasado. Eso sí: todos se indignan cuando saltan casos como el de Micaela García (recientemente violada y asesinada por un violador serial dejado libre por la Justicia en Mar del Plata). No pueden entender que ocurran casos así”.

¿Qué tendencia política domina en el hampa de la vieja guardia?

–Hay mucha fascinación por Perón. Aunque ahora también hay varios macristas: Vitette Sellanes de la banda del Banco Río, por ejemplo. Pero históricamente prima la figura de Perón. El Gordo Valor dice que de adolescente aprendió a usar las armas con la JP.

Tras salida de su último libro a la fecha, El Clan Puccio, la popularidad de Palacios pegó otro salto en 2015 y se alimentó de las morbosas repercusiones que el caso volvió a generar luego de treinta años de que saltara a la opinión pública y de la mano de dos ficciones fuertes: la película de Pablo Trapero protagonizada por Guillermo Francella y la serie producida por Sebastián Ortega y encabezada por Alejandro Awada. Así, y a partir de la crónica con Arquímedes que había publicado en El Guardián algunos años antes (y que lo mostraba aún más grotesco y cínico en su casucha de General Pico), es que Luis Ortega, el director de la serie, quiso conocerlo y sumarlo a su equipo de trabajo. Una incorporación clave para darle mayor actualidad a la creación de Awada (que a diferencia de la interpretación de Francella, mostraba también su vida posterior), pero también para aliviarle a Palacios ciertos fantasmas y tormentos acumulados de tantos “meet and greet” con asesinos célebres. 

“Luis no solo me alivió en lo psicológico quedándose con las decenas de cartas que me mandaba Robledo sino también con las charlas que tuvimos desde entonces. Hoy es alguien que viene a los cumpleaños de mi hija y nos llevamos muy bien”, cuenta. Y agradece: “Tanto Symns como Luis (Ortega) me han dicho ‘Tenés que escribir con la verdad y reconciliarte con vos mismo’. Y en eso estoy”. ¿Qué hubo en la vida de Palacios desde entonces? Además de sus crónicas para Big Bang News, donde escribe regularmente (más que nada actualizaciones sobre casos que viene siguiendo desde siempre aunque la coyuntura siempre manda), está metido en por lo menos tres proyectos grandes: un libro a cuatro manos con Symns sobre pistoleros, narcos y crímenes; una crónica con dibujos del legendario Cacho Mandrafina; y la película El Ángel de Luis Ortega, donde compartirá equipo autoral con el novelista Sergio Olguín para volver hablar de... Robledo Puch. “Con él empecé a proyectar todo lo que quería ser”, reflexiona tantos años después. “En el medio pasó de todo”. ¿Un círculo que se cierra? ¿O que vuelve a abrirse? La máquina no se detiene.