En un museo no se puede tener sexo. Desde que aparecieron no fueron pensados como espacios para que pasen cosas así. Pero, en una casa museo alguien alguna vez sí tuvo sexo porque antes de ser un espacio de arte fue un lugar para vivir. Entonces: museo y sexo, no; casa museo y sexo, sí. Las casas museo a veces son opacadas por los grandes, los que guardan las “bellas artes”, los que tienen acervos más numerosos y más legitimación. Sin embargo, las casas museo pueden ser más divertidas y pueden servir para experimentar y plantear algunas preguntas que las instituciones más rígidas no permiten, a partir del uso cotidiano e íntimo que tuvieron esos espacios antes de convertirse en una institución artística.

La espada y la cruz, muestra curada por Guadalupe Chirotarrab y Laura Códega, va en este sentido: entrecruza obras de artistas argentinos con la colección permanente de arte español del Museo Larreta para tratar de cuestionar y repensar los valores que alberga ese lugar y la forma en la que llegan hasta nuestros días. La exhibición trae piezas producidas desde los años 60 hasta actualidad por artistas como: Diana Aisenberg, Elba Bairon, Daniel Basso, Oscar Bony, Santiago García Sáenz, Norberto Gómez, Miguel Harte, Luciana Lamothe, Nicolás Monti, Guzmán Paz, Andrés Piña y Pablo Suárez, entre otros.

Pablo Suárez y Oscar Bony

1. La historia del arte argentino es la historia del arte privado. La escena local se empezó a configurar en las casas y en las colecciones privadas. A contramano de lo que pasó en otros países de la región, que durante la época de la colonia crearon museos y academias, acá las instituciones empezaron a aparecer hacia finales del siglo XIX. En Argentina siempre todo llega un poco más tarde. Por ejemplo: el Museo Nacional de Bellas Artes recién se inauguró en 1886 y las primeras obras que tuvo su acervo fueron todas donaciones de coleccionistas privados.

Las casas museo, como es el caso del Museo Larreta, todavía conservan ese espíritu y cuando las personas lo recorren lo que ven no son sólo obras, sino las compras caprichosas de las élites porteñas. Son obras que ahora pertenecen al Estado, pero que originalmente no fueron compradas para exhibirse.

La espada y la cruz es una muestra que cuestiona esa tradición y esa idiosincrasia porque cuela entre la colección Larreta obras de diferentes artistas que siempre pensaron sus producciones para que sean mostradas. Es decir, los objetos que originalmente fueron adquiridos casi que con fines decorativos ahora tienen que convivir con piezas que lejos están de querer decorar algo.

En la primera sala del Museo, donde antes funcionaba el hall central de la casa, hay una obra de Luciana Lamothe, “Funciona”, que parece ser un instrumento de guerra, un ariete gigante que atenta contra todo lo que lo rodea. Se distancia de lo doméstico y también de las ideas de ese mundo privado: valores religiosos, acumulación de objetos de lujo y la serenidad que, en teoría, tiene una casa de una buena familia.

Luciana Lamothe

La propuesta curatorial de Chirotarrab y Códega busca sacar del ámbito privado a las obras que habitan la colección Larreta. Ya no son piezas que compró en algún momento una familia rica, sino obras de arte que deben convivir y estar a la misma altura que la de cualquier otro artista de cualquier otra generación.

Algo similar ocurre en la sala Oratorio, en la que funcionó una pequeña capilla donde se realizaron bautismos, casamientos y hasta cumpleaños (¿quién quiere hacer un cumpleaños en un altar?). Allí aparecen dos esculturas de Norberto Gómez que interrumpe la calma del espacio: una de las obras es un látigo gigante, con un mango del que salen unas cadenas que terminan en una cabeza con puntas. El látigo se extiende por toda la capilla, destruye la tradición de celebración privada y religiosa para enrostrarle al espectador la violencia que puede existir en un espacio como ese. La obra de Gómez viene a recordar que cuando Dios te da un don también te da un látigo y ese látigo es solamente para autoflagelarse.

2. La muestra se divide en dos momentos bien claros. El primero sucede dentro de las salas de la colección permanente, donde las obras de los artistas argentinos conviven con las piezas de arte decorativo y arte español del Siglo de Oro. El segundo, en las salas de exposición temporales, que tienen un montaje más “tradicional”, por así decirlo, y en las cuales las obras toman estas salas vacías de antemano y pintadas de blanco.

La primera parte de la muestra es la espada: las obras cortan la vida doméstica, atraviesan la idiosincrasia de una familia y dejan la herida abierta. Algunas de las obras de la muestra irrumpen de manera agresiva en alguno de los espacios, como sucede con las esculturas de Nicolás Monti: platos de porcelana esmaltada que ocupan toda la mesa del comedor de la familia Larreta. Donde antes hubo bandejas de plata, ahora hay helados, papas fritas, un pollo al espiedo y decenas más de manjares populares que estropearían cualquier vajilla de lujo.

Esta manera de montar las obras sobre la colección del Museo (primera vez que sucede algo así en este lugar) cuestiona todo el tiempo la intención con la que se crearon esas salas. Las obras de los artistas contemporáneos vienen a pensar y discutir todos los espacios de esa casa, lo que representan y la manera en que lo hacen.

Sin embargo, ese avance que hay sobre las salas del Larreta -que puede llegar a ser bélico, como en el caso de la obra de Lamothe- se desmorona en el segundo momento de la muestra, en las salas blancas. Ahí es cuando aparece la cruz. Las imágenes religiosas que creó el arte español del Siglo de Oro son tan pregnantes y tan efectivas que siguen haciendo eco en las producciones artísticas contemporáneas. Parecería ser que no hay deconstrucción suficiente para dejar de cargar una cruz.

Norberto Gómez y Daniel Basso en Salón Rojo

Las salas donde se emplazan las exhibiciones temporales alberga obras en sus paredes blancas que evidencian que la violencia y la espada no son tan efectivas como la cruz y la fe. El imaginario religioso gana la batalla y aparecen obras como la de Pablo Suárez, “Hijo del hombre”, en la que un Cristo flacucho carga una cruz gigante hasta tres veces más grande que él. También en el cielo de Oscar Bony, símbolo de que lo mejor viene después, en el reino del Señor.

Los valores religiosos que parecerían haber quedado atrás vuelven una y mil veces. Se hacen presentes en las imágenes. Impregnan las paredes. Moldean las formas. Condicionan las ideas. Se trata entonces de poner evidencia que no siempre la batalla se gana con la fuerza y con las armas, sino que a veces basta con construir un relato y ofrecer un poco de fe.

3. La pregunta que atraviesa La espada y la cruz no necesariamente tiene que ver con la conquista de América, ni tampoco con la religión. Lo que propone la muestra es un interrogante sobre la identidad argentina, qué es y qué no es la Argentina y el arte que se produce en este lugar.

Pero la pregunta no tiene respuesta en esta exhibición. Es solo un interrogante que está ahí, flotando.

Si bien los valores de la tradición española y religiosa que tiene el Museo Larreta son cuestionados por la exhibición, las obras no proponen un relato alternativo. Lo cuestionan, sí, pero no lo destruyen porque lo reconocen como propio: no se puede pensar el arte local sin pensar en la tradición española y la religión católica.

Diego Bianchi y Josefina Labourt

En este sentido, la propuesta curatorial de Chirotarrab y Códega logra un equilibrio entre la crítica institucional y la resignación. Se quejan sin romper nada. Y eso está bien porque no el punto no es negar lo que es propio sino reconocerlo para cambiarlo y en todo caso pensar otro relato posible que no esté tan impregnado de los valores del pasado, sino que proponga unos nuevos, más auténticos y propios.

Una posible respuesta que puede encontrarse en esta muestra a la pregunta sobre qué es lo argentino sea que lo nacional es lo heterogéneo, una mezcla de valores e imágenes que devuelven obras disímiles entre sí -conceptual y formalmente-, pero que conviven en un espacio físico y temporal. La pintura de Andrés Piña no es la de Guzmán Paz y las esculturas de Elba Bairon no son las de Daniel Basso, a pesar de que todas estas obras pueden convivir en una misma casa museo, atravesada por los valores de la élite porteña y la iglesia católica.

La espada y la cruz propone un recorrido donde tradición y novedad son parte de una misma cosa, de un relato más grande que puede incluir diferentes puntos de vista y distintas materialidades sin que ninguna postura sobrepase la otra. Es una muestra que entiende la tradición y los cimientos sobre los cuales se construyó la idiosincrasia de este país gigante y deforme.

Diana Aisenberg en Escritorio

La espada y la cruz con curaduría de Guadalupe Chirotarrab y Laura Códega se puede ver en Museo Larreta (Av. Juramento 2291, CABA) hasta febrero de 2022.