"El crimen perfecto es la utopía del género policial, pero es también su negación”.  Ricardo Piglia, La Conferencia.

Salcedo recorrió los ambientes del departamento en silencio, midiendo mentalmente unas dimensiones ya reconocidas de antemano por haberlas estudiado del plano sumado al expediente. El bróker que administraba la venta le estaba mostrando la propiedad con la idea de que el viejo ex comisario, de quien lo sabía amigo de un poderoso empresario, había sido enviado para intermediar como testaferro en una compra que aquél prefería mantener oculta.

Corría el mito de que el empresario coleccionaba fetiches de la historia criminal argentina. Se decía que guardaba, con especial cuidado, en las bóvedas de su propio banco, un trozo de cuerda que había usado Cayetano Santos Godino para matar a un chiquito en la prehistoria de Buenos Aires. Y no estaban equivocadas las mentas. Pero los objetos que más apreciaba de su colección, de los que pocos sabían, eran el revólver con el que habían asesinado a Enzo Bordabehere en el Senado y la 45 con la que Montoneros había rematado a Pedro Eugenio Aramburu a mediados de 1970. Esos eran los suvenires que más le interesaban, los que estaban cruzados, además de por la sangre, por circunstancias del devenir político nacional.

La misión del comisario retirado Florencio Salcedo, hijo de la vejez del legendario investigador de la Federal, del mismo nombre, no era la compra del inmueble sino determinar si allí se había cometido un crimen que ameritara esa y otras transacciones que tenía en carpeta el coleccionista. No le importaba desembolsar fortunas. Pero suicidio o asesinato, la certeza tenía que trascender la mera creencia o cualquier posicionamiento ideológico. Sólo la verdad le daba a los objetos el valor de fetiche coleccionable que reclamaba el empresario.

Salcedo no era amigo del coleccionista, como creía el bróker, sino un empleado más de tantos. Uno muy bien pago. Y le gustaba su trabajo. Al igual que la lectura. Por eso sintió que se le erizaba la piel cuando llegó al baño que había planteado un nuevo desafío analítico para los comunes misterios de cuartos cerrados de los que la literatura detectivesca se había nutrido desde aquel amarillo de Leoroux. Para el viejo investigador, desde que había comenzado a interiorizarse en el caso, era el punto G de ese lujoso y vulgar espacio habitacional.

-No se cambió nada de lo que había originalmente. Se limpió con mucho cuidado, pero siguen siendo las mismas griferías, muebles y sanitarios que usaba el fiscal –le dijo el vendedor, sabiendo que aquello podía sumar puntos para la decisión final.

Salcedo se miró al espejo y trató de reconstruir la escena fatal con los ojos del occiso. Mentalmente lo llamaba así, le costaba pensar en aquel hombre como “víctima”. Trató de imaginar la bizarra escena descrita años después por los peritos de una fuerza de seguridad condicionada políticamente, en la que se ubicaban más personas codo a codo dentro del reducido espacio que en un autito de payaso de circo. No, era imposible esa hipótesis; la sangre que lo salpicaba todo alrededor claramente la refutaba. Luego, trató de imaginarse en la otra opción plausible y se llevó un dedo algo más atrás de la sien. Bang, Bang, Bang, hojas muertas que caen, tarareó. Y recordó al músico bromeando con el error de su canción: nadie se suicida con tres tiros, con uno basta. Y un solo tiro de 22 era el que se había disparado aquella madrugada.

Tenía claro que una vista a la escena no le iba a aportar ninguna solución concreta. Tal vez, en lo más profundo de sí, como cualquiera de los nacidos y criados bajo el influjo de una fe que asegura la existencia de iluminaciones y milagros, esperaba una epifanía que le revelara al menos un asomo de la punta del secreto. Pero era una expectación muy lejana y no se sintió decepcionado al salir de allí sin respuestas claras.

Luego de atravesar las calles como alelado, excitado por la experiencia reciente, Salcedo estacionó el Dodge 1500 semiderruido delante de uno de los viejos caserones de Palermo que aún se resistía la voracidad de la picota porteña y al asfalto sobre el empedrado y los rieles del tranvía. Era la casa en la que se había criado y a la que había regresado al enviudar. Las plantas del patio eran la compañía que lo había curado de la tristeza y soledad del tres ambientes de Almagro que había compartido con Raquel desde el primer día. Él le hablaba a los malvones y los helechos y ellos le respondían con la voz y los razonamientos del ex policía pero que eran a la vez la voz y el razonamiento propio de las plantas. Era como si ellas lo contagiaran con la sabiduría de la naturaleza, de la creación, y lo indujeran a reflexiones más lúcidas que las que hubiera obtenido bebiendo y fumando hasta reventar.

-Estás viejo, Florencio, ya no te convienen esos trotes –le oyó decir al limonero mientras lo manguereaba.

-Me gusta y me pagan bien –dijo Salcedo en voz alta.

Si alguno de los hijos lo viera hablando solo, lo encerraba por loco, pensó. Y eso mismo le dijo el malvón con su propia voz:

-Sí te ven hablando solo, te encierran por loco.

Salcedo encogió los hombros como los chicos que pretenden que no les duele ni les importa lo que más les duele e importa. Además, esos malcriados estaban lejos; difícilmente fueran a escucharle nada.

-¿Le vas a sugerir que lo compre? –le oyó preguntar a la enredadera que trepaba hasta el borde de la terraza.

-Al viejo le gustan los hechos concretos. Los asesinatos donde el culpable es el que aprieta el gatillo. Y acá fue el finado el que disparó.

-Suicidio –dijo una palta en maceta.

-No estaba más que él en esa casa y en ese baño pero hubo más personas involucradas en la concatenación de los hechos. Él se disparó, pero él no se mató solo. El viejo ya intuye eso, por eso más que nada le interesa saber cuál de todos los teléfonos celulares que le quieren vender es el debería comprar.

-¿Teléfonos?

-Sí, teléfonos. Un ex servicio, no explicó cómo, aunque no es muy difícil de imaginar, tiene los celulares que usaban seis personas allegadas al occiso aquel año. Amigas, familia, funcionarias, todas mujeres. Seguramente hubo escuchas, pero estoy seguro de que nunca van a aparecer.

-¿Quién lo empujó? –preguntó el potus.

-Todas, ninguna. Para llegar a esa respuesta antes hay que preguntar a quién beneficiaba su muerte; aunque tampoco me queda claro que la instigación haya llegado de los que hicieron caja directa con ella. Pareciera más bien que la carroña les cayó del cielo y armaron un festín como buenos buitres que son. Pareciera.

-Entonces, ninguno de esos teléfonos tiene valor –concluyó una amarilis.

-No, al contrario, lo tienen. Sobre todo dos de ellos. Es más que una sospecha, pero no voy a poder probarlo. Al viejo no le alcanzan la palabra y la intuición, los va a rechazar. Más bien le convendría comprar el teléfono del service que se los ofrece. Aunque tampoco creo que la trama concluya ahí. El dedo del fiscal fue la última ficha de un dominó que no alcanzo a vislumbrar desde dónde empezó a caer.

Hubo un largo silencio entre las plantas y el ex comisario; solo se oía el agua rociando las hojas del jazmín.

-¿Y el departamento, era lindo? –preguntó por fin un aloe vera.

-Ni una planta con la que hablar. No vale la pena en realidad.

Salcedo cerró mal la canilla y dejó la manguera goteando, tirada ahí nomás entre los geranios. 

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