Se estrenaron dos nuevas temporadas de The L Word: Generation Q. La serie más mítica de la cultura lésbica norteamericana de Ilene Chaiken, después de quince años, cuando ya nadie creía que podría resucitar, vino a tensionar un diálogo generacional entre lo que fuimos y somos, con los icónicos personajes de Bette, Shane y Alice, y una nueva serie de jóvenes que satelitan sus pequeños imperios económicos. Aquella serie tocó nuestras subjetividades en mala calidad de DVD y ofreció algunos modelos de lesbianismo delgado, deseo urbano, furor de un look andrógino, supo roer una sociología propia con un cómico diagrama de aquella costumbre endémica, autoprotectora de una comunidad cerrada por instinto de conservación: la peligrosa y sensual endogamia.

En épocas de sed de representación y separatismo The L Word era un oasis en seis temporadas. El monumental acceso económico de las protagonistas, sus casas enormes y ropas bien planchadas no nos sobresaltaban, más bien, era la posibilidad de un derecho negado. En su momento, leído como inclusión económica, sexual, post racial, cedimos ante los insistentes relatos de salida del armario, la muerte de la torta favorita y el pésimo tratamiento trans masculino. El hambre visual, de identificación y la igualdad en los espacios consumo nos movilizaban; ocupar los espacios más altos permeaban la retina y la agenda LGBT de entonces -¿y ahora?- era la equitativa participación en el mercado. Nos chocó la celeridad del tiempo internetizado, el monstruo de las plataformas de series, los algoritmos y motores de reconocimiento han ganado en velocidad, el mundo L se ensanchó, los segmentos poblacionales se hiperestudiaron y las concesiones de época se toparon con el desafío de un siglo nuevo, en el que la pedagogía sexo emocional de las grandes producciones actuales gana el terreno cerebral, la intersección racial, colonial y de clase se popularizó como un conflicto televisable y las luchas identitarias individuales de les residentes en EEUU pasaron a modos colectivos -Sense8, Pose, Historias de San Francisco-.

Yo, devoto de la tv de porquería, sin subirme al carro de la moralidad señaladora, devorando con los ojos rojos la pantalla líquida los consumos culturales que estrujan mi corazón, experimenté una fuerte conexión emocional con los personajes crecidos. No solo en edad, sino en fama y éxito. Y si bien, podemos aceptar la premisa según la cual, la nostalgia como emoción es un factor determinante para la captura de televidentes, ese lazo con las protagonistas en la cima absoluta, donde el ascenso social por emprendurismo y convicción parecen la respuesta, siguen traccionando mi pasión insomne. El giro afectivo, no es sólo teoría queer, sino que lo podemos rastrear en el centro de las producciones, Euphoria y Sex Education, especialmente, despliegan ese aspecto de la sexualidad integral, la necesidad de aprender a poner palabras a la intensidad que galopa por dentro.

La efectividad de esta educación sentimental queer, en la nueva generación Q de L Word se cierne, las nuevas generaciones continúan un legado y no confrontan agendas identitarias. Los temas actuales se instrumentalizan en el guión como otrora: poliamor y fracaso, hijes de muchas mamis en conflicto con los donantes, ex con ex y con ex, padres horribles, machitos heteros socavando el show de Alice, religión y borrachera, y la hermosa actriz trans Jamie Clayton en recuperación y el joven actor trans chino-estadounidense, instagramer Leo Sheng pasa de puto de Tinder a enamorarse de una abogada con discapacidad.

Yo, devoto de la dura y genial curadora Bette Potter, quiero que gane el gobierno de Los Angeles. He ahí mi inocua fantasía para la ficción. Para la realidad, contra todo quincho de gato viejo y contra toda calvicie brillante liberal, unas buenas y vanidosas melenas en el poder.