Es la cara de la moda de los años cincuenta, la modelo del primer chachet más alto (más de 200 dólares por hora), la mujer más bella del mundo según Dior y la preferida de Coco Chanel. Suzy Parker es también la mujer de pelo bermejo alegre y porte de fresca elegancia como si la elegancia fuera accidental, un parloteo visionario. Nadie como ella doblaba el codo para posar y nadie tenía los pómulos tan altos. Cuando la enumeración aburre aparece un dato nuevo que supera la lista reciente de singularidad gallarda, fue Suzy Parker quien inspiró a Jo Stockton (el personaje de Audrey Hepburn en Funny Face, 1957). ¿Había un espejo, arc en ciel primoroso, además de Audrey? Suena increíble. Suzy –junto a Dovima, Bárbara Mullen y Lisa Fonssagrives, íconos del universo de la moda– era el mensaje elegante que prometían los años de posguerra, un mundo pulcro de celebridad en bikini vanguardista y belleza nada amarga que desterraba la temporada en el infierno.
Era una adolescente cuando una modelo estrella –esa modelo famosísima era Dorian Leigh, su hermana mayor– la llevó a la agencia y la promesa quinceañera enamoró al set entero. La lolita de sofisticación helada en la imagen y espontaneidad de vecina amable cuando se apagaban los reflectores alteraba la residencia de mirar con ojos acostumbrados. La mujer que “hablaba demasiado” en un mundo de silencio maniquí era la más desafiante y complicada de las musas (palabras de su amigo Richard Avedon) y la dueña de un estilo de inquieta realidad que bordaba las calles de la ciudad con sombreros slouch y un Chanel clásico. Dos años después de aquella presentación fraterna Suzy (se llamaba Cecilia Ann Renee Parker) se fue al París de Cartier-Bresson para estudiar fotografía pero las horas de alumna duraron menos que las clases, del otro lado de la lente la fotografiada siempre era ella. Vogue anunciaba en su tapa las colecciones de otoño y a Suzy Parker, la modelo era tan o más importante la ropa-, contratos de exclusividad y deseos de celuloide que murieron temprano a pesar de iconografía celestial y los anhelos de estrella de cine con los que soñaba la mannequin inmaculada que mira de costado, se toca el pelo como si se lo recogiera a la hora de Ingres y nunca se siente justamente halagada.
Un catalogo de coronación aurífera (elenco abreviado de películas en las que no faltaron Cary Grant ni Gary Cooper,  cortos y algunos momentos televisivos) se extiende en cada detalle táctil, se hace cuerpo, se cepilla el pelo y se sienta con las piernas bien cruzadas en el vestíbulo de su despedida. La década del sesenta anticipa los métodos del cambio y la falta de tacto que traga la garganta del tiempo y la encuentra recluida en la privacidad de un tercer matrimonio (uno de los tres fue en secreto) con hija, nietos y pan casero. Una escena familiar musicalizada con el eco Liverpool, breviario de reconocimiento, de una canción Beatles que nadie canta y que la nombra en repetida bienvenida de adioses, “well come on Suzy Parker, everybody’s welcome to come/ (come on, Suzy Parker, come on Suzy Parker)/Said come on Suzy Parker, everybody’s welcome to come/ (Come on Suzy Parker, come on Suzy Parker).”