En casa de mi madre, fallecida hace muy poco, encontré entre sus papeles una caja y una carpeta con cartas prolijamente archivadas. Son las que escribí durante mis días en prisión y también muchas que ellos, mis padres, me escribieron a mí en esos diez años interminables. Las cartas que ellos mandaban eran entregadas por los guardias con los sobres abiertos, luego de haber sido aprobadas por el personal de requisa. Teníamos pocos minutos para leerlas, parados frente a ellos que a cada segundo repetían: “apuresé, apuresé”. El tiempo dependía de la mejor o peor voluntad del gendarme vigilante, pero nunca era mayor a los 3 o 4 minutos. Luego se llevaban la carta. Algunas de ellas eran devueltas a nuestros familiares y otras tiradas a la basura. Si la requisa consideraba que algún párrafo no era conveniente, el sobre nunca llegaba a nuestras manos. El criterio era arbitrario y, por supuesto, el motivo de la censura jamás se nos explicaba.

Nuestros familiares, enterados de la situación, procuraban escribir textos cortos y no incluir noticias de política o economía, porque sabían que serían vetados. Solo comentarios rutinarios acerca de la salud de los parientes, novedades de los vecinos del barrio, o cualquier otro tema que no fuera considerado “subversivo” por la dirección del penal militar de Magdalena donde estábamos alojados.

Tengo ahora en mis manos una que mi padre, el Capitán Soriani, me escribió en agosto de 1975. Una mañana muy fría y muy húmeda, típica de la zona donde estaba emplazada esa prisión, un gendarme abrió mi celda, me ordenó salir al pasillo del pabellón y, con voz de mando, gritó: “Tiene dos minutos para leerla”, mientras me daba la hoja que ahora acabo de recuperar. Sin perder un instante, nervioso y apurado como estaba comencé su lectura:

“Querido hijo:

¡Cuántos recuerdos vienen a mi memoria ante tus próximos veintidós años! Porque en estas circunstancias no puedo menos que evocar tu pasado, que es un poco nuestra vida, y a la vez, nuestro propio pasado. Y pasan por mi mente, como un torrente las imágenes de tu infancia, tus juegos, las enfermedades y los peligros corridos, tantos años de desvelos y preocupaciones que son comunes a todos los padres y que constituyen la esencia de la vida.

Yo ya no puedo detener esos recuerdos porque se me han escapado de las manos para convertirse en pasado; bien podrá suceder que lo futuro no me traiga nada que sea hermoso ni digno, en cambio lo que ha sucedido me pertenece y la memoria, como un tamiz, trasmuta y hermosea todo lo que vemos en la lejanía del ayer.

Yo espero que superes tus actuales dificultades porque debes saber que ellas no son espasmódicas, las dificultades son crónicas, no una injusta y caprichosa interrupción del proceso normal de la vida. Las dificultades son la vida misma”

Hasta aquí llegó mi lectura aquella mañana de agosto. Al sargento de gendarmería le pareció que ya había tenido tiempo suficiente y me arrancó la hoja de las manos, me empujó adentro de la celda y, mientras cerraba el candado de la pesada puerta, me dijo con una carcajada: “Que tenga un feliz cumpleaños”.

Me senté en el suelo, y alcé mi jarro de metal con agua para brindar por mi viejo, que había llegado hasta mí justo el día de mi primer cumpleaños como preso político.

Luego vendrían nueve más, pero ése, por ser el primero, tenía un especial significado. Las palabras del Capitán Soriani, aún sin poder terminarlas de leer, fueron una caricia que me ayudaba a vencer la soledad y la oscuridad del encierro.

Cuarenta y seis años después, sentado en el sillón preferido de mi padre en nuestra casa de Almagro, encuentro la misma hoja que me fue arrancada aquella mañana en el Penal de Magdalena y la termino de leer sin nadie que me apure, mientras el sol cae tiñendo todo el living de rojo:

“Tal vez seas afortunado en sufrir desengaños temprano en tu existencia, porque aprenderás a restablecerte y empezar de nuevo. La esperanza es en sí misma una forma de felicidad y quizás la principal que pueda encontrarse en el mundo.

La vida va creándose y evolucionando a tu alrededor, acompañando tus acciones y alumbrando tu camino.

Que estas reflexiones iluminen tu día de nuevas esperanzas para un futuro promisorio, te desea fervientemente tu padre, para quien tanto significas en la vida”.

Vuelvo a leer el último párrafo, doblo la hoja y la guardo para llevarla conmigo. Salgo y cruzo la calle hasta La Orquídea, el bar de la esquina donde el Capitán y yo tomamos una cerveza por mi cumpleaños 32.

Ya es de noche y el rompecabezas terminó de armarse.