Revuelve la espuma del cortado con calma, con una parsimonia a la que me había acostumbrado y sin embargo hoy me parece imprudente. Bebe un sorbo, chupa la cuchara y un ribete espumoso hace sombra a su labio superior. Ese bigote ficticio que antes me daba gracia ahora me inspira culpa.

Me enojan los quince minutos que utiliza para disfrutar una bebida tan breve que cabe en un pocillo; me enerva su tiempo, su paciencia. Sé que voy a terminar con él, no disimulo y, sin embargo, se bebe entero el café, tranquilo hasta la última gota, los dos sentados en el mismo bar donde nos encontramos por primera vez. Y regresamos, como ocurre cada sábado de los últimos dos años, para almorzar allí, por los viejos tiempos. Reímos menos, es cierto.

Cuando lo busqué en Grindr sabía que llegaríamos a este día, pero aun sabiéndolo de antemano, duele. Me pasó igual con la muerte de mi amante Inés: sabía que la metástasis se la llevaría en seis meses, pero tener el anticipo de la tragedia no sirvió para alivianarla. Aunque al final fueran ocho.

Mi amante era la esposa de quien ahora está frente a mí haciendo que la cucharita desaparezca y reaparezca de la pastosidad de su boca. Los dos estuvieron casados cinco años. Entre el polvo y el cigarro del después, Inés dio detalles, tantas tardes, de lo que llamó matrimonio por conveniencia, pues ella buscaba el dinero y él la aprobación social en público, para llegar a los favores de gigolós en privado. Fue por los vicios a puertas cerradas que entré en escena. O que Inés me metió, tras una cita a ciegas. Ella quería sexo mientras aún estaba con fuerzas, yo creí que también. Nos dejamos llevar por una amiga en común que nos tendió la cama. Me apasioné, sufrí y consecuentemente me siento en secreto un viudo. Me sentí incluso un bastardo, aunque no en su acepción literal y sí en la de no ser reconocido; fui una culebra que ni siquiera pudo arrastrarse a su tumba el día del entierro. Prohibido.

Tenía que cuidar las apariencias y el plan para lo que seguiría exigía mi anonimato. Me enamoré de ella y cumplo con la última promesa. Lo perseguí por el aplicativo de citas, dejé que se perdiera en mí y al final naufragamos juntos. El error fue haberme enamorado dos veces. Sí, eran el matrimonio perfecto, aunque solo fuera para mí. Amé a ella primero, lo amo a él en esta tarde; error de cálculos.

Le aviso que está sucio, se limpia con los mismos dedos que besé yo y no acariciaron a ella. Le miro las manos que me recorrieron, la nuez que fingí tragar en éxtasis y bajo la mirada por el pecho en el que mi inhibición se extravió de madrugada. Su piel, sus hombros, su cadera que descansa en esa silla de este bar tan sin encanto. Voy a extrañar su hombría, su cuerpo y la voz de arena que me hicieron descubrir que al final me gustan más los hombres. Es verdad que desde la adolescencia me jacté de ser bisexual en los recreos con las chicas y un macho absoluto en la oscuridad de un hotel. Como él, con una doble vida, como ella, como yo. Un triángulo perfecto unido por Inés.

Dos días antes de morir Inés, recibí su carta. Las instrucciones fueron precisas y el secreto demoledor. Pidió que asesinara a su marido, que alguien más se enteraría cuando la muerte ocurriese, que solo así recibiría el pago. Me puso una cifra, las instrucciones y el plazo de 25 meses, no dijo los porqués. Debía prometerlo con un OK por mensaje de texto; lo hice. Me convertí en un proyecto de sicario. No acepté solo por el dinero y sí por el secreto: este hombre que está frente a mí, y bebe cortado con lentitud pasmosa, la torturó. No precisé saber los detalles, Inés nunca había mentido conmigo y conocía de memoria sus cicatrices bajo la ropa, los moretones extendiéndose como hongos, que atribuí al tratamiento.

Este hombre me hace feliz y voy a perderlo. No habrá más viajes, partidos de tenis en dupla ni rancho en la montaña los feriados. No nos casaremos a los 40 ni envejeceremos con los gatos. No tendré con quien disfrazarme de Madonna en secreto ni conoceré a nadie que jure que solo me cambiaría por perderse en la Duna con Timothée Chalamet.

Por fin acaba el cortado, se traga de un trago el agua con gas y agarra mi mano sobre la mesa. Dice que se siente mal, no quiero mirarlo. Sé que aún puedo estrellarme en el ángulo de su mandíbula y soy yo quien no tiene tiempo. El plazo de Inés ha entrado en cuenta regresiva y lo sé gracias al sobre con veneno que alguien dejó a mi nombre en la oficina. Me vigilan, debo romper con él, honrar la memoria de una muerta. Reunirme con los billetes. La tercera dosis del polonio 210 acaba de ser engullida.

Después de tanta calma, es él quien me apura. “Vamos cariño, tu tren sale en una hora y el taxi está llegando”, dice mientras chequea el aplicativo en la pantalla del celular y cruza su brazo por mi espalda. El mozo vuelve con la tarjeta de crédito de él. La guarda sin mirarla, nos paramos, me muerde con suavidad la oreja y me dice que tiene prisa para tirarse un rato en casa, que se siente asfixiado. La cerveza, el café, tal vez la comida. Salimos del bar, que sé que no pisaré otra vez; sus dedos largos hurgan dentro del bolsillo trasero de mi jean gastado. Deseo que el tren ya esté esperando en el andén, que esta vez no haya retrasos. Mi hermana me irá a buscar a la estación. Volveré el lunes por la noche, quizás encuentre a este hombre que me abraza ya sin vida en nuestra cama. O en la sala, con mejor suerte en el balcón terraza. Detesto los asados de bienvenida de mi cuñado, los pendejos dando vueltas con la euforia de tener a mano al tío de la gran ciudad. Pero es mejor así, peor es enamorarse. O envejecer a la sombra. Con mi ausencia no habrá sospechas que me apunten, nadie sabe que yo también amé a Inés.

“Dale un beso por mí a tu hermana y a los chicos, te quiero”, dice este hombre y me besa. El taxi espera y él abre la puerta para mí, sin saber que su lengua acaba de hurgar en la boca del verdugo.